Capítulo 52

Alfredo estaba esperando al pie de las escaleras.

– Estoy aquí, como puede ver -dijo Palieski secamente-. Pero explíqueme, clara y sencillamente ¿por qué esta noche?

Alfredo lo cogió del brazo.

– Venga -dijo-. Se lo contaré mientras vamos.

Una góndola estaba esperando en las escaleras que daban al canal. Los dos hombres se subieron a ella, y el gondolero desatracó.

Signor Brett, esto es algo que debe usted comprender sobre la gente con la que tratamos… La vieja nobleza de Venecia. En los tiempos antiguos, cuando Venecia era una gran potencia, esta gente se preocupaba mucho de hacer lo que era bueno para el Estado. Sólo al hijo más pequeño se le permitía casarse, para empezar. Sus hermanos luchaban en las guerras o dedicaban sus energías al comercio. De manera que la herencia no se dividía, en beneficio del Estado.

– Ya he leído al respecto.

– Naturalmente, signor. Pero hoy en día, en estos tiempos, las cosas son un poco diferentes.

– ¿Y?

– Quizás el hermano mayor decida tener una parte. Dice… Ya no hay guerras, ni comercio, y la República está acabada. Por favor, hermano, ¡comparte conmigo!

Palieski asintió.

– Entiendo. El hijo más joven, en la práctica, se hacía con todo el lote… Pero legalmente no tenía derecho a ello. Muy astuto.

Alfredo esbozó una sonrisa de alivio, y dio unos golpecitos a la mano de Palieski.

– Vaya… me alegro mucho de que lo comprenda, signor Brett. Me gusta usted. Creo que América es un buen país. No tenemos problemas entre nosotros.

Palieski era vagamente consciente de que Alfredo no había realmente respondido a su pregunta, pero su aire de bonhomie era difícil de romper. Alfredo parecía feliz y aliviado.

– El propietario ha arreglado una visita especial -estaba diciendo Alfredo-. Pero nos pide que seamos muy discretos. El palazzo está en manos de muchas personas. -Movió la cabeza con pesar-. En tiempos pasados, era sólo la familia… Pero hoy, cuando las cosas se han puesto difíciles, deben dividir y dividen. Pero usted comprenderá lo que significa para ellos -añadió con una sonrisa alentadora.

– No debemos molestar a los vecinos, ¿quiere decir?

– Si usted gusta, signor. Debido a… los amigos.

Gli amici: el epíteto era universal, y enteramente irónico.

– Imagino que los amigos no aprueban nuestra empresa- Alfredo puso nuevamente mala cara, en un gesto de medio acuerdo.

– Nunca se sabe del todo con los amigos -dijo.

Palieski soltó una risita. Si esto salía bien, no significaría sólo la exaltación de Polonia. Sería también el desconcierto de los austríacos. Se veía a sí mismo esperando con ansia el baile del sultán, sólo para contemplar al embajador imperial hinchándose, presa de una impotente furia, como una rana asustada.

Las farolas del Canal estaban siendo encendidas por hombres descalzos con largas pértigas, y unas pocas ventanas brillaban débilmente sobre sus cabezas. De día, cuando los enormes edificios estaban cerrados, quizás abandonados, el Canal tenía un aspecto triste y olvidado, como un arroyo cegado. Por la noche, pese a las farolas, su aspecto era casi sepulcral, y los postigos parecían oscuras cuevas de alguna antigua necrópolis situada junto a un acantilado.

– En avant, legionnaires -murmuró Palieski, y en aquel mismo momento el gondolero dio un golpe con el remo haciendo que la elegante y oscura proa se elevara dando un cuarto de vuelta en un estrecho giro, lo que provocó que el agua silbara contra el frágil casco. Con otro giro del remo, la góndola se impulsó hacia delante, penetrando en un cavernoso cobertizo.

Palieski había visto esas aberturas a los lados del canal, y oído hablar de ellas, pero realmente no había estado en ninguna, con la góndola pasando rápidamente por debajo del arco, el gondolero inclinándose, y las sombras desfilando en la repentina penumbra. Se parecía más a la entrada de una prisión que a un palacio, pensó Palieski, mientras el gondolero descolgaba su farol y lo levantaba sobre su cabeza. Arriba se veía sólo la curva de la húmeda bóveda de piedra. A un lado de la antigua puerta que se abría al canal había un estrecho pavimento, que conducía a una puerta de madera con bandas de hierro. El pavimento era resbaladizo por la presencia de algas, y la base de la puerta, también teñida de verde, estaba mellada y necesitaba reparación.

Alfredo fue el primero en bajar, poniendo un pie en el saliente, y alargó una mano.

– Tenga cuidado, signor Brett. El suelo está húmedo y no queremos que se caiga.

Palieski aceptó la mano y subió al pavimento. Pese a la advertencia, casi patinó. Sólo el sorprendentemente fuerte brazo de Alfredo impidió que se cayera hacia atrás.

– Gracias, amigo -exclamó sonriendo.

– El palazzo está dividido, como he dicho. -La voz de Alfredo era poco más que un susurro-. No creo que nadie use esta entrada muy a menudo.

– ¿Y cómo entraremos nosotros? -Palieski también estaba susurrando. «Es como un condenado calabozo», pensó. ¡El rescate de Mehmet el Conquistador!

Mientras hablaba, vio una luz parpadeante que iba aumentando de intensidad bajo los agujeros de rata de la mohosa puerta, y un instante después alguien estaba descorriendo cerrojos y los viejos goznes crujían en sus oxidados pernos.

– Éste es Mario -susurró Alfredo-. Trabaja para mi patrón también. Podemos pasar tranquilamente.

Cruzaron la puerta y se metieron por un estrecho pasadizo revestido de piedra pulida. Mario hizo un gesto de asentimiento a Palieski. Era un hombre robusto con el cabello muy corto y unos pómulos anchos, eslavos. Sostenía un candelabro con tres velas que amenazaban apagarse en cualquier momento por la corriente de aire.

– El signor Brett aceptó amablemente venir esta noche -explicó Alfredo-. Así que, ¿nos esperan?

Más tarde, fue esta afectada presentación lo que Palieski recordaría; el momento en que debería haber preguntado quién, exactamente, estaba al mando.

Mario se inclinó hacia delante y habló con Alfredo; pero, o bien habló en un cerrado dialecto, o bien tenía algún defecto del habla, porque Palieski no pudo comprender nada.

– Ya veo, pero ¿nos deja que entremos?

Mario asintió.

– No pasa nada -dijo Alfredo volviéndose hacia Palieski y poniéndole levemente una mano sobre el brazo-. El propietario quería estar aquí para conocerlo, pero lo han llamado de otra parte. Podemos seguir. Ya ve que confía en nosotros.

Al final del pasaje, al pie de la ancha escalera de mármol, Mario sacó una llave y la insertó en la cerradura de una puerta lateral, que inmediatamente se abrió.

Entraron, con Mario encabezando la procesión con las velas. Como una especie de capellán con sus acólitos, reflexionó Palieski, o un ladrón de tumbas.

Se trataba de una enorme sala de bajo techo, desprovista de muebles. Dos largos ventanales, con postigos por fuera, daban a lo que Palieski supuso sería el callejón de la parte delantera. Supuso también que la otra puerta de la parte trasera daba a una bodega.

En el otro extremo de la habitación, iluminada por el candelabro de Mario, se encontraba una mesa forrada de terciopelo verde. Contra los pliegues, como un huevo en su nido, descansaba un pequeño cuadro.

– Signor Brett. -El rostro de Alfredo estaba serio-. El Conquistador, de Gentile Bellini. -Hizo un movimiento con la mano-. Por favor.

Palieski avanzó lentamente, casi con reverencia, a través de la sala hacia el pequeño cuadro, sus manos involuntariamente entrelazadas a su espalda.

Y allí estaba. No tenía marco. Nadie compraría un cuadro sin haberlo sacado previamente de su marco. Era muy oscuro, y su barniz estaba agrietado por el tiempo. Aun a la incierta luz del candelabro de Mario, la forma, la composición, eran inconfundibles.

Stanislaw Palieski, que sabía cuál era el aspecto de un sultán, se encontró contemplando a uno.

Devolviendo fríamente la mirada, salvando instantáneamente el abismo entre el siglo XV y el XIX, estaba el mismísimo Mehmet el Conquistador, el joven genio sobre cuyos hombros se habían construido siglos de dominación y de civilización otomana.

Entonces se produjo una conmoción en la otra puerta, y la mirada de Palieski se dirigió hacia la figura de un hombre sin chaqueta que había irrumpido con aspecto airado y una pistola de largo cañón en la mano.

Todos los presentes se quedaron helados.

El hombre paseó el arma por la habitación, tratando de abarcar a todo el mundo. Era un joven alto, bien formado, con una melena amarilla y patillas, pero su rostro estaba inyectado en sangre y, por la manera como se movía, Palieski podía decir que había estado bebiendo. Durante unos pocos segundos su boca se movió en silenciosa furia, y su vista recayó sobre el Bellini.

– ¡Lo sabía! ¡Por la Madre de Dios!… ¡Vosotros, banda de ladrones, penetrando a rastras en mi casa como serpientes! ¿Dónde está mi hermano?

Se precipitó hacia la mesa y con la mano libre agarró una esquina del terciopelo y lo arrojó furiosamente sobre el cuadro. Mario retrocedió, bajando el candelabro, y la sombra del extraño saltó hacia el techo.

– ¡Madre de Dios! ¡Lo vendería… por supuesto, bajo mis narices, bajo mis propios pies! -Le salía espuma de los labios-. ¡Ese bastardo! Podría matarlo ahora mismo.

– Signor… -empezó a decir Palieski.

– ¿Tú? ¿Quién eres tú… un ladrón? -Se dio la vuelta y dobló una pierna, como si estuviera haciendo media reverencia, apuntando la pistola con ambas manos al rostro de Palieski-, ¿Me tratas de signor, tú? -Su voz era más bien un gruñido ahora-. ¿Me llamas signor?

¿En mi propia casa, delante de mi Bellini? Sí, ¡ya te daré yo, signor!

Se oyó un clic cuando quitó el seguro del arma.

– ¿Cree usted que estoy loco, no? ¿El hermanito loco? ¿Loco, pazzo di diabolo, cuando mi hermano me roba y ni siquiera tiene las agallas de hacerlo en mi cara? Quizás sí, quizás estoy un poco loco. -Se irguió y levantó la cabeza, primero a un lado y luego a otro, como una marioneta. Tenía los ojos extraviados-. ¿Le asusta a usted eso, signor? ¿Tienen miedo ahora, usted y sus ladrones, de enfrentarse a un hombre que está medio loco porque su hermano quiere robarle? ¿Está usted asustado, eh?

Palieski permanecía absolutamente inmóvil, su rostro era una máscara inexpresiva.

– Baje el arma -dijo con calma. Por el rabillo del ojo vio a Mario avanzando lentísimamente.

– Baje el arma -remedó el hermano borracho con una desagradable voz infantil-. ¡Anda, vete a jugar! ¡Hemos venido sólo a robarte tu riqueza! Así que… ¡Que os joda el bastardo de un leproso!

Mario saltó. Lo último que Palieski vio antes de que las velas salieran volando y se apagaran, sumiendo la habitación en la oscuridad, fue al enloquecido hermano girando su pistola en el aire.

Los dos hombres se fueron al suelo con gran estruendo. Palieski se agachó, tapándose el rostro con los brazos. No había nada que pudiera hacer. El hombre seguía sosteniendo la pistola cargada, y, cuanto menos blanco ofreciera, mejor. Podía oírlos gruñir y forcejear sobre las baldosas. Entonces, alguien chocó contra él y lo hizo caer para atrás.

Un furioso gruñido, y un crujido, como si alguien se hubiera golpeado la cabeza contra las baldosas, y sonó un trueno cuando la pistola fue disparada, y un hombre lanzó un grito.

– ¡Mario! era Alfredo, gritando desde la puerta.

El grito fue bajando de volumen hasta convertirse en un gemido borboteante, Palieski vio que alguien se arrastraba por las baldosas, jadeando.

– Aquí -era la voz de Mario.

Se oyó un gemido en la oscuridad.

Palieski sintió que se le erizaba el cabello.

– ¡Luces, rápido! -ordenó.

– ¡No sea estúpido! -escupió la voz de Alfredo en la oscuridad-. ¡Vámonos, ahora!

– ¿Y dejar a este hombre?

Alfredo debió de localizarlo por la voz, porque una mano cayó sobre su brazo y una voz silbó:

– No sea estúpido. Si él muere, pues muere. Pero si vive… dirá que fue usted quien disparó.

– ¿Por qué yo?

– Estaba borracho. Usted es lo único que recordará. Vamos. -Empujó a Palieski hacia la puerta. Era sorprendentemente fuerte-. Vendrá la policía… ¡Un disparo así! Mario, la puerta.

La puerta se abrió, y su vago perfil apareció en la oscuridad. Alfredo empujó a Palieski hacia ella, y la cruzaron.

– No podemos salir por la calle… Es demasiado peligroso -dijo Alfredo.

Palieski permitió que lo condujeran a lo largo del corredor, pero cuando hubieron abierto de un tirón la mohosa puerta del final, Mario lanzó una maldición.

– ¡Madre! La góndola… ¡Se ha marchado!

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