Cayó torpemente, torciéndose el tobillo mientras daba vueltas por entre los fardos de madera. El timonel lanzó un grito de sorpresa.
Yashim se puso derecho de golpe, y se volvió hacia el hombre, que lo estaba mirando fijamente, pasmado.
– ¡Soy yo! -gritó Yashim-. ¡El pachá!
Una expresión de consternación se reflejó en la cara del timonel.
– ¡Diles que sigan remando!
El timonel dirigió la mirada a los hombres de delante.
– ¡Remad, vamos, remad! -ladró-. Pero usted no parece el pachá -observó.
Yashim fue hacia la parte delantera de la barcaza. Sus ojos barrieron el agua. Ésta se mostraba plana, aceitosa, brillante a la media luz del alba.
¿Seguro que tenía la ventaja ahora? La barcaza se movía más deprisa de lo que un hombre podía hacer a nado… Y estaba a trescientos metros del Palazzo d'Aspi.
Miró a la orilla, donde los edificios caían sobre el agua. Las casas aparecían claramente… Pero había postes de amarre. ¿Estaba el tártaro ocultándose entre ellos?
Si se estaba escondiendo, entonces es que debía de haber visto saltar a Yashim.
Pero el hombre había estado nadando. No podía haber visto nada.
Yashim dirigió su mirada al frente… Y fue entonces cuando vio un pequeño movimiento a su derecha. Estaba más allá de su campo de visión, y cuando volvió a mirar no había nada.
Solamente la boca del vacío canal, y las bajas almenas de la compuerta a la que se había encaramado más o menos una hora antes.
Pero el tártaro se había escabullido por encima otra vez. Le había visto irse.
¿O no?
¿Había una manera más rápida de volver al Palazzo d'Aspi?
¿Le había visto venir el tártaro?
Y si saltaba -y se equivocaba-, ¿moriría la contessa?
Yashim regresó rápidamente al lado del hombre del timón. Le dolía el pie.
Si saltaba… ¿podría nadar?
La boca del canal estaba sólo a unos diez o quince metros por delante.
Yashim se puso de pie. Se llevó ambas manos a la boca y gritó:
– ¡Échese sobre cubierta!
El hombre levantó la mirada, boquiabierto.
Yashim agarró el timón, y se lo quitó de las manos al hombre.
Cargada con fardos de madera de haya procedente de las estribaciones de los Dolomitas, la barcaza se inclinó y giró a la derecha avanzando impulsada por su propia inercia. El remero del lado de babor se tambaleó y lanzando un grito se cayó al canal; su compañero quedó tumbado a través de los fardos.
Por un momento dio la impresión de que Yashim había hecho el giro demasiado pronto. Cuando la proa giró hacia el borde del palazzo pareció inevitable que terminarían estrellándose contra el muro.
Pero incluso mientras se inclinaba a la izquierda, su borda rozando la superficie, la pesada barcaza siguió surcando la corriente.
Sobre las tranquilas y silenciosas aguas del Gran Canal su sólida quilla golpeó contra la compuerta, haciendo un ruido como un disparo de fusil.
La ancha proa se levantó del agua, chocando los irregulares maderos que sobresalían, y Yashim y el timonel salieron proyectados hacia delante.
Por un momento la barcaza pareció colgar en un ángulo poco natural. El impacto había hecho bajar tanto la popa que cuando giró a babor pareció estar haciendo presión sobre una masa de agua que en cualquier momento se precipitaría hacia atrás y la inundaría.
Aferrándose al borde de la bodega, Yashim miró hacia atrás. El agua parecía otra vez aceite… lenta, borboteante, formando al retorcerse espirales y burbujas.
Algo crujió como un cerrojo de fusil, y la barcaza dio un bandazo.
Las aguas penetraron impetuosamente por la popa. Lo barrieron todo hasta llegar bajo el timón, cogieron la embarcación y la levantaron, y cuando ésta empezaba a alzarse se produjo un estremecimiento a lo largo del casco.
La plancha central de la barrera se partió en dos. La carga de la barcaza cayó repentinamente unos cuantos centímetros. La viga transversal, debajo, se curvó, luego estalló por sus rebajes, y mientras la proa de la barcaza atravesaba la barrera Yashim levantó la cabeza.
Vio al tártaro, de pie en el canal, con el agua hasta las rodillas.
Lo vio mirando fijamente hacia arriba, con la mirada vacía, mientras el agua empezaba a entrar a raudales a través de la destrozada compuerta.
El agua llegaba a chorros por cada lado de la quilla de la barcaza, como dos alas verdes, lamiendo las paredes, arrastrando con ella montones de leña destrozada que golpeaban contra las paredes como unos objetos de mimbre, sin peso, y luego se arremolinaban hacia dentro, yendo a estrellarse en el lecho del canal, formando un enorme penacho de espuma y barro.
La furiosa avalancha avanzó hasta el otro extremo del canal, se aplastó contra el cajón y ascendió en el aire.
Yashim se sujetaba al borde de su plancha, agarrándose desesperadamente.
Con mucha lentitud, como una mujer gorda que se introdujera cuidadosamente en una bañera, la barcaza siguió avanzando con un crujido. Cuando la resaca retrocedió, se enfrentó a una nueva ola y entonces, como si alguien la hubiera golpeado ligeramente en la grupa, la barcaza se deslizó de repente e inofensivamente en el canal.
El hombre de la proa se levantó, con manos temblorosas.
Yashim quitó los dedos de la plancha. Cuando miró a su alrededor, vio al otro remero en el agua del Gran Canal, aferrándose a su remo.
El timonel miró hacia atrás, y luego a Yashim. Estaba blanco como el papel.
– Paolo… -dijo meneando la cabeza-. Nunca se entera de nada.