El sol se alzó del mar envuelto en un velo de niebla tan fina que al cabo de veinte minutos se consumiría completamente y desaparecería.
El commissario Brunelli cogió los papeles entre el pulgar y el índice y los dejó caer en su cartera sin echarles otra mirada. El viejo piloto soltó un gruñido y le lanzó una pobre, desdentada, sonrisa.
– ¿Para los amigos?
– Para los amigos -admitió Brunelli. Lo que los austríacos hacían con ellos, lo ignoraba. Y tampoco es que le importara mucho. Si peinaban las listas de pasajeros en busca de espías extranjeros o exiliados políticos, era asunto suyo. Podían hacer el trabajo, si tanto les importaba. Su propia cabeza estaba en cosas más importantes.
En particular en el róbalo que Luigi, el de los muelles, le había prometido como tenía por costumbre.
El barco crujió ligeramente por la fuerza de la corriente. Brunelli le estrechó la mano al capitán, un bajo y robusto griego de densos rizos blancos al que recordaba haber visto en el pasado, y se dirigió a la pasarela.
Scorlotti le estaba esperando en el bote.
– ¿Algo nuevo, comisario?
– No, Scorlotti. Nada nuevo. -¿Cuándo aprendería el muchacho?, se preguntó. Esto no era Chioggia; esto era Venecia. Y Venecia ya lo había visto todo-. Déjame en los muelles, ¿quieres?
Scorlotti bostezó, y sonrió. Luego cogió los remos y empezó a bogar a través de las lisas aguas de la laguna.
Para cuando Palieski llegó al muelle, el comisario Brunelli no era más que una mota de color, trazada, o así podría parecer, con la punta de un pincel sobre la más preciosa tela jamás pintada por la mano del hombre.
– Así que esto es Venecia -murmuró Palieski, cubriéndose los ojos contra los rayos de sol que rebotaban del mar-. Qué espantosa.