Maria deslizó su brazo por la cintura de Palieski.
– Espero que regreses a tus lobos y tus trineos -dijo.
– Algún día, quizás -repuso Palieski, apretándole el brazo.
Una ligera brisa rizaba las aguas de La Giudecca.
– Escribiré -dijo.
Ella meneó la cabeza.
– No lo hagas. Pensaré en ti como… como en el viento. No vas a volver, ¿verdad?
– No. -Palieski tosió-. No volveré. Pero me alegro de haber venido, Maria. Encontré a una muchacha veneciana que era muy valiente, y muy generosa.
Le echó hacia atrás su tocado y la besó.
– No te olvidaré.
Puso una cajita entre las manos de la mujer, luego se dio la vuelta y empezó a subir por la pasarela. Yashim lo estaba esperando en cubierta.
Juntos se inclinaron sobre la barandilla. Los hombres situados en tierra soltaron amarras. El trinquete gualdrapeó bajo el viento, antes de que los marineros de la arboladura lo sujetaran. Luego se puso tenso, el barco crujió, y empezaron a apartarse del muelle.
Cuando la brecha se ensanchó, saludaron a sus amigos. Carla estaba de pie, al lado del padre Andrea, que llevaba a Nicola de la mano. El commissario Brunelli se mantenía un poco apartado, pero mientras ellos miraban le ofreció el brazo a Maria; el tocado de ésta apenas le llegaba a su hombro.
Una nube se separó del rostro del sol, iluminando las polícromas paredes del Palacio del Dux, las columnas de mármol de la piazzetta. La Torre del Reloj del otro lado de la plaza resplandecía.
Palieski levantó la mano, y las menguantes figuras de la Riva respondieron al saludo.
– Cae el telón -anunció. El barco giraba en redondo. Vieron la boca del Gran Canal, y la tranquila mole de Santa Maria della Salute, mientras el viento procedente de tierra firme les daba en la cara.
– ¿Lo echarás de menos? -preguntó finalmente Yashim, cuando la gran iglesia de san Giorgio se deslizaba por la proa, a estribor.
– ¿Echarlo de menos? -Palieski se quedó en silencio unos momentos-. Lo lamentaré, quizás, un poco. La manera como uno retorna a la juventud, y lo que entonces pasó. Por un momento, Venecia me lo devolvió.
Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello.
– Echaba de menos… el té -dijo-. Y nuestras cenas del jueves, Yash. Echaba de menos los muezzins, también. Venecia sería mejor con muezzins.
– Sí, tal vez.
– Estoy deseando volver a ver a Martha.
– Ella se sentirá feliz cuando vuelvas.
Palieski se mordió el labio.
– El Bellini fue sólo una idea, Yashim. Tendremos otra.
– El Bellini…
– No me estás escuchando, Yashim.
Éste asintió.
– Sí -se limitó a decir.