Capítulo 41

Ella lo miró con curiosidad.

– ¿Tienes problemas, verdad?

– ¿Problemas? Estoy perfectamente, gracias a ti.

– Eso es lo que quiero decir, tonto. Te habrías dejado pillar por ese asesinato si yo no hubiera intervenido. ¿Qué pretendías con eso? Yo estuve aquí toda la noche. Y ahora -añadió- se trata de una historia diferente.

Palieski había enrojecido, hasta donde era capaz de enrojecer.

– No es asunto tuyo, Maria. No quería que el commissario te metiera en problemas. -Hizo una pausa, y la joven le lanzó una divertida mirada como para decir: «Tú no podías meterme en problemas»-: ¿Qué quieres decir con una historia diferente?

– Bueno. Me preguntaba, pensaba quizás que estabas salvando tu reputación, signor Brett. Pero a juzgar por lo que deduje anoche, el signor Brett no tiene ninguna reputación que perder.

Palieski se desperezó y se levantó de la silla.

– Ya veo.

– Yo no hablo inglés, así que no pude comprender lo que los muchachos estaban diciendo exactamente. Pero Tibor -era mi elección, tenía bastante buen aspecto- dijo algunas cosas en francés, y eso lo entendí un poquito.

Palieski se sintió cansado.

– ¿Y qué entendiste, Maria?

Maria apretó los labios humorísticamente.

– No sé quién es el signor Brett, pero tú eres un conde polaco. Eres el embajador polaco en Estambul. Vamos, sé que es verdad.

Palieski pasó largo rato de pie junto a la ventana, mirando fuera.

– No sé lo que te parece -dijo finalmente-. Hace mucho tiempo, antes incluso de que tú hubieras nacido, había un país desplegado en torno de un río, el Vístula. Tenía, ¿qué? Ciudades, villas, pueblos, pequeñas granjas. Colinas y montañas, también. Pero, sobre todo, llanuras, y marismas, y grandes y profundos bosques a los que daba miedo ir de noche, Maria. Podía haber lobos en ellos. Pero habitantes de los bosques, también, y hombres que quemaban carbón durante toda la noche. Y cuando nevaba, había gente envuelta en pieles, silbando en la oscuridad sobre trineos, riendo y contando historias. Y hablaban la lengua que yo aprendí a hablar, la gente de las ciudades y los habitantes de los bosques, y de las personas que se movían en la oscuridad también.

Maria se estremeció, con delicia.

– No fue exactamente como Venecia, Maria, cuando vinieron y se lo llevaron todo. Venecia es una ciudad, y no puedes cambiar eso. Puedes ir desde el Arsenale hasta el Dorsoduro con el mismo chiste, y todo el mundo se reirá excepto los austríacos. Pero los austríacos cogieron una parte de mi país, y los prusianos cogieron otra, y los rusos cogieron más que nadie porque son grandes y fieros como osos en el bosque. Venecia sólo puede desaparecer si se hunde en la laguna. Pero Polonia se esfumará si la gente olvida. Necesita a todo del que pueda echar mano. Incluso yo, quizás, siendo embajador en Estambul.

Se frotó la barbilla.

– El hecho es, Maria, que yo sólo vine aquí para hacer un favor a un amigo. Si me entregas a las autoridades, lo lamentaré. No por mí… Eso no me preocupa. Por las personas que recuerdo de los bosques, y las ciudades y los trineos por la noche.

Se dio la vuelta, y, para sorpresa suya, vio lágrimas en los ojos de la mujer.

– Caro mió -dijo ella con tristeza, alzándose para deslizar los brazos alrededor de su pecho-. Estar contigo es como una noche en La Fenice. -Apretó la mejilla contra el hombro de Palieski-. ¡Nunca te traicionaré!

«Gracias a Dios por la opera», pensó Palieski, dando una palmada en el bonito hombro desnudo de la muchacha.

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