Al sur de la familiar mole de color pardo de los Frari, Palieski se encontró en una zona que no conocía, siguiendo a Yashim mientras éste se abría camino confiadamente a través de las estrechas calles. Esa parte de Dorsoduro parecía, si acaso, más pobre que el resto; el gran Campo Santa Margherita, que ellos cruzaron en diagonal, estaba lleno de hombres ociosos, gatos flacos y mucha ropa tendida, como si las mujeres aceptaran hacer la colada de otras personas. Las mujeres, realmente, estaban diseminadas por el pequeño canal, fregando y aclarando la ropa en las fangosas aguas verdes. Una de ellas gritó algo cuando Yashim y Palieski cruzaban el puente, lo que desencadenó un coro de carcajadas.
Más al oeste, llegaron al patio donde los Contarini vivían en la planta baja. Maria estaba allí. Echó a correr y abrazó a Palieski levantando sus desnudos pies de los adoquines.
– Caro mío! ¡Pensaba que no te volvería a ver!
La cocina estaba muy oscura y olía a humo. La signora Contarini se levantó pesadamente del fuego, que había estado alimentando con leña menuda, e hizo una reverencia.
Yashim le explicó que Palieski necesitaba un alojamiento.
– Es usted bienvenido -dijo la signora con un amplio y elegante gesto de la mano.
Más tarde, Yashim se sentó a contemplar a la signora Contarini mientras ésta trabajaba con un corto cuchillo, sentada en un taburete junto al fuego, cortando zanahorias, cebollas y ajos contra su pulgar: tenía una habilidad para cortar la cebolla de manera que ésta se mantenía entera hasta el último momento, en que caía en cascada formando anillos.
Una por una, la mujer dejaba caer las verduras en un caldero colocado sobre una rejilla encima del fuego. El pulido hogar de piedra sobresalía en la habitación. Sobre él, a un metro de altura, colgaba una campana; el humo subía perezosamente hacia arriba, parte de él escapando a la habitación y oscureciendo vigas y techo. El fuego mismo era pequeño, y la vieja dama lo cuidaba amorosamente con un atizador, metiendo de vez en cuando más ramitas y bastones.
Cuando el agua llegó a su punto de hervor, la signora desenvolvió con cuidado la ternera y la dejó caer en el caldero con ambas manos. Tras observarla durante unos momentos, se dirigió a la mesa y empezó a examinar cuidadosamente sus provisiones. Sacudió un manojo de perejil, lo dobló por la mitad, y lo cortó finamente, dejándolo caer en un cuenco de madera. Arrancó un diente de una cabeza de ajo, lo peló rápidamente y con pequeños movimientos de su dedo índice lo cortó primero a lo largo y luego a lo ancho, antes de hacerlo a trocitos.
Levantó la tapa de una jarra de barro y sacó unas alcaparras que añadió a la salsa. De otra jarra sacó, con la punta del cuchillo, un pepino en vinagre, y lo cortó como había hecho con el ajo.
Apoyó el pulgar sobre el cuello de una pequeña botella verde y dejó caer unas gotas de vinagre en el cuenco. Un pellizco de sal, una pizca de pimienta, y luego empezó a agitar la mezcla, añadiendo un delgado hilillo de aceite de un frasco hasta que la salsa adquirió la adecuada consistencia.
– Debe de haber algo que pueda hacer yo para ayudar -dijo Yashim-. ¿Quizás podría remover la polenta?
Sin perder de vista la salsa, la signora soltó un divertido gruñido: ¿el moro, remover su polenta?
– Yo la hago come la seta -dijo. Como seda.
Vertió una jarra de agua en la caldera que había junto al fuego.
– Hable con su amigo, signor.
Yashim se apartó cortésmente. No sentía ningún deseo de contemplar la polenta de su anfitriona. Maria estaba sentada junto a la ventana, cosiendo su rasgado vestido; llevaba el corpiño azul y la remendada falda gris que se había puesto antes de que supieran que iban a tener visita.
Yashim miró hacia atrás, para ver a la signora desgranando una mazorca con una mano. Con la otra, trazaba lentos y firmes círculos con una cuchara de madera. Yashim sonrió para sí, y le dio la espalda. En Trebisonda, donde había nacido, las mujeres hacían el kuymak de la misma manera.
Quizás adoraban a los mismos dioses, aquellas mujeres, ya que realizaban el milagro diario de transformar los elementos básicos en seda. El lujo más raro que el mundo podía permitirse.
Maria levantó la cabeza de su costura.
– Algunos días -dijo casi en un susurro-, colgamos una anchoa de un cordel, encima de la mesa. Luego cada uno frota la anchoa contra la polenta… ¡y sabe tan bien!
Su madre se inclinó sobre el caldero y examinó su obra. Había acabado de verter el maíz pero continuó agitándolo, lentamente, con su mano libre sobre el borde de la cazuela mientras la polenta, poco a poco, iba cuajando.
– ¡Maria! Trae la tabla.
María dejó a un lado su labor y pegó un brinco. Cogió lo que parecía un pequeño banco de trabajo colgado con dos ganchos de la pared y lo instaló ante el fuego.
Yashim observaba, pese a sí mismo. La cara de la signora estaba embelesada mientras inclinaba la sartén y la polenta se deslizaba a través de la tabla, tan suave como seda amarilla.
Maria estaba poniendo platos y tenedores en torno de la mesa.
– ¡Maria! -siseó su madre, e hizo un gesto señalando hacia el arcón de madera. Tras eso, siguieron unas irritadas palabras en un cerrado dialecto que ni Yashim ni Palieski pudieron entender.
Maria enrojeció y retiró los platos y cubiertos de la mesa. Luego sacó un mantel limpio del cofre y lo extendió sobre la mesa.
Yashim sonrió a la signora y ella le devolvió la mirada, una ceja levemente enarcada. Sí, pensó Yashim, se comprendían mutuamente, moro y veneciana, en los más sencillos deberes de la ceremonia y la limpieza. La mesa tenía que estar bien puesta.
El mantel resplandecía, y parecía como si la habitación no fuera ya el humilde cuchitril de bajo techo que era antes, sino algo más brillante, ordenado, acogedor. Hasta la comida olía mejor.
Maria puso los cubiertos y los platos. Su madre espumaba el caldo.
El padre de Maria, un hombre delgado como un lebrel que trabajaba en las barcas y había estado disfrutando de unas bocanadas de cigarro con sus amigos en el astillero, se unió a ellos con apretones de manos y lacónicos saludos de bienvenida.
Comieron las tajadas de ternera sobre un lecho de polenta nadando en un buen caldo, con cucharadas de la salsa verde, en silencio y en actitud apreciativa. Los hermanitos y hermanitas de Maria permanecían sentados en extraña inmovilidad, tras haber sido rescatados a gritos de los vecinos callejones. Excepto el mayor, un guapo chaval con la maraña de negro cabello de Maria y las mangas de la camisa enrolladas, todos llevaban la cabeza afeitada y poseían unos enormes ojos redondos que no dejaban de mirar a Palieski y a Yashim, especialmente a este último, mientras tomaban silenciosamente su polenta con la cuchara.
Finalmente, una niñita más inquieta que el resto -apenas debía de tener más de siete años, supuso Yashim- rompió el silencio para preguntar si era cierto que en la tierra de los moros nadie tenía que ir a la iglesia.
– Creo que Dios se pondría triste -dijo Yashim pensativamente- si nadie fuera a darle las gracias de vez en cuando. Por alimentos como éste, y niños como vosotros, y un día soleado como hoy.
– ¿Está triste él en tu país, cuando nadie va?
– En absoluto, signorina. Porque algunas personas van a la iglesia, y otras a la mezquita, y algunas a la sinagoga. De manera que oye a la gente dar las gracias en montones de diferentes voces, como las vuestras, y la mía, y la de vuestra madre, y la de nuestro amigo Palieski. Y eso le hace tres veces feliz.
La niña volvió a mirarlo, un poco dubitativa, y no replicó.
Y mucho más tarde, cuando todo el mundo estaba dormido, y los dos amigos se sentaron juntos frente a las brasas, Yashim habló sobre el calígrafo, Metin Yamaluk, y el libro perdido de los dibujos de Bellini, y de cómo su instinto le había advertido de que ahí pasaba algo malo.
– Era un viejo piadoso. Murió con una mirada de terror en su rostro.
Le habló, también, sobre las enigmáticas observaciones de Reshid.
– Él sabía que algo estaba pasando en Venecia. Algo peligroso.
Palieski, por su parte, explicó lo de la fiesta de la contessa, y la muerte de Barbieri, y que Alfredo había sido su última esperanza.
Yashim se mordió la mejilla.
– Sí… y querría saber cómo ese Alfredo sabía lo que tú estabas buscando.
– Insinuación es una palabra veneciana, Yashim. Rumor. La especulación nació en el Rialto. -Su silla crujió-. Todo el mundo sabe algo, y nadie está seguro de nada. Excepto de que estoy perdiendo horas de sueño -murmuró, subiéndose la manta hasta la barbilla. En un minuto estuvo dormido, las piernas estiradas, los pies sobre el baúl, como un soldado en campaña.
A Yashim le tomó más tiempo instalarse. Palieski le había esbozado un reparto de personajes. Algunos eran impostores; otros estaban muertos; y otros, estaba seguro, sabían más cosas de las que daban a entender.