Maria estaba tranquilamente sentada en una silla cuando vio que se giraba el pomo de la puerta.
El primero de los hombres tenía una cicatriz que le iba desde el ojo hasta la boca; era delgado, y Maria supuso que andaría por los cuarenta o cuarenta y cinco años. El otro era más joven, más grande, y tenía los ojos hinchados. Su aspecto era de bebedor.
Ninguno de los dos parecía un amigo del signor Brett.
– ¿Esperando a alguien?
El hombre de la cicatriz permanecía en el dintel, dándose golpecitos con sus guantes en el dorso de la mano. Parecía irritado.
– Estoy esperando al signor Brett -respondió secamente Maria-. ¿A quién, si no? Eh, no pueden entrar aquí -añadió, mientras el grandote pasaba por su lado y se acercaba a la ventana a mirar fuera.
El hombre de la cicatriz la ignoró. Cerró la puerta a sus espaldas.
Maria sintió miedo.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?
El hombre de la cicatriz se acercó a ella y la miró a la cara.
– Háblanos de tu novio, bonita -dijo.
Maria avanzó su labio.
– No hay nada que decir. Es americano.
– ¿Americano? Oh, oh. Eso no es lo que he oído, bonita. ¿A que no sabes dónde compra sus sombreros?
– ¿Sus sombreros?
– Ya has oído lo que he dicho. En Estambul, Constantinopla. ¿Has oído hablar de Constantinopla? Espero que sí. No creo que seas estúpida.
– No sé de qué están hablando ustedes -dijo Maria.
El hombre de la cicatriz se quedó mirándola fijamente a la cara. Sus ojos carecían de expresión.
Sin previa advertencia, echó la mano hacia atrás y la golpeó con fuerza en la mejilla.
Maria lanzó un grito y se tambaleó.
– No me gustan las mujeres que mienten -dijo-. No me gustan las putas.
– Yo no soy…
El hombre la volvió a golpear.
Maria levantó la mirada. Las luces de las velas eran enormes y borrosas. Se sentía mareada.
– Ésta es su habitación -dijo Maria con voz espesa. Podía sentir el sabor de la sangre en la boca-. Fuera de aquí. -Parecía bebida; las sienes le latían con fuerza-. Fuera de aquí.
Se oyó un débil silbido; el hombre de la cicatriz apuntó con un dedo a Maria, que estaba rodillas en el suelo.
Maria trató de moverse, pero el otro hombre, el silencioso, la cogió de los brazos y se los dobló brutalmente por detrás de su espalda.
– Una palabra más y puedes despedirte de tu amante con un beso.
El tipo de la cicatriz se acercó a la chimenea y apagó la vela con los dedos.
El hombre silencioso la empujó delante de él, hacia la puerta. Una vez en ella miró a Maria y dijo:
– ¿Dónde está tu toca?
Ella movió la cabeza negativamente. Él se fue adentro y reapareció con ella, aplastada en su mano.
– Ahora vamos a hacer que parezcas bonita. -Le puso la toca en la cabeza y se la ató alrededor de la barbilla-. Vamos a bajar a la calle y si haces un movimiento, o un sonido, te meteré esta hoja entre las costillas. Un empujón, y la retuerzo hasta el fondo, carissima.
La mujer era bien consciente de que bajaban por las escaleras: tenía un brazo tras su espalda y el dolor que sentía con cada escalón le hacía desear gritar. Quería sollozar, pero sentía los pulmones paralizados. Apretó los labios, y salieron a la noche.
Otro hombre se unió a ellos en la esquina.
– Un poco de información -dijo el de la cicatriz-. Pero ahora mismo no habla nuestra lengua muy bien. Creo que puedo cambiarlo.
El recién llegado gruñó:
– ¿Está limpio el lugar? El hombre dice que tiene que ser limpio.
– Sólo quedaba este resto de suciedad -le respondió el de la cicatriz-. Pero la hemos sacado.
El hombre deshizo su pañuelo. El de la cicatriz lo utilizó para vendar los ojos a Maria, quitando y volviendo a colocarle su toca.
– Vamos. Y tú, cara… recuerda lo que he dicho. Mantén la cabeza baja.
Caminaron, o fueron dando tumbos, durante unos minutos. Maria perdió todo sentido de la dirección. En una ocasión el hombre que la sujetaba tiró de ella hacia atrás tan bruscamente que casi se cayó. Notó que se partía el talón de su zapato. El hombre tiró de ella enderezándola por el cabello. Maria supuso que estaban evitando a los transeúntes, pero no podía gritar. Finalmente cruzaron un terreno accidentado, y ella pudo oír algo que chirriaba; luego el hedor de moho, como si estuvieran en un sótano, el aire era húmedo y fétido.
Sus manos estaban atadas detrás de su espalda y la empujaron hacia delante violentamente. Se golpeó la espinilla con un borde agudo y dio un traspié, girando la cabeza para evitar golpearse el rostro con el suelo de piedra.
Una puerta se cerró de golpe.
Maria estaba sola.
Lentamente empezó a avanzar por el suelo, a rastras. Encontró una pared y se acurrucó contra ella, las rodillas levantadas hasta su barbilla. El frío no tardó en filtrarse a través de su tenue vestido de muselina, y la mujer empezó a temblar incontroladamente.