Yashim cogió el cuchillo de la mesa y lo sopesó en la palma de su mano. Años de afilarlo habían reducido la hoja a una mínima expresión. Le había pedido al afilador que quitara la pequeña protuberancia donde la curva se encontraba con la recta, y ahora el peso del cuchillo se equilibraba entre sus dedos. Y el mango, supuso, era nuevo.
Había sabido lo que quería hacer en el momento en que vio las alcachofas en el tenderete de Giorgos. La aparición de las primeras y pequeñas alcachofas siempre compensaba, creía él, la desaparición de los espárragos.
– ¡Es verano! -Giorgos blandió unas alcachofas morado-verdosas bajo la nariz de Yashim-. No tiene que esperar más, effendi. ¿Quiere que le ponga algunas?
Yashim, que tenía la sensación de que había estado esperando semanas, si no el verano, si al menos a que Palieski volviera a casa, compró una docena. Y compró también habas, cebollas tiernas, limones y un puñado de eneldo y perejil.
Ya en casa, partió el limón y exprimió el zumo de ambas mitades en un cuenco. Puso una cebolla sobre la tabla. Se preguntó cuántas manos habrían sostenido aquel cuchillo, y cuántas veces le habrían pedido que realizara la misma simple función, en Damasco, o en El Cairo. Sonriendo para sí, seccionó la cebolla por la mitad. Cortó entonces otra vez una de las mitades longitudinal y lateralmente, vigilando sus dedos mientras admiraba la finura de la hoja.
Puso una sartén sobre las brasas, vertió en ella unas gotas de aceite y depositó la cebolla cortada. Alargó la mano hacia un cacharro, para coger dos puñados de arroz. Desmenuzó las finas hierbas y las esparció por el arroz. Le echó un pellizco de azúcar y una taza de agua. Ésta empezó a borbotear; y entonces removió la sartén con una cuchara de madera. El agua hervía. Lo cubrió con una tapa.
Empezó a recortar las alcachofas.
El verano era bueno. Y el cuchillo, aún mejor.
Sonreía mientras deslizaba la hoja suavemente a través de las duras puntas de las hojas; dentro estaba la pelusa, que él quitó con una cuchara. Una a una, dejó caer las alcachofas en el agua de limón.
Pensó en Malakian, esperando a que aquel tablero de ajedrez apareciera algún día. Al menos él podía hacer que Malakian cenara por el cuarto de piastra que le había dado a cambio del cuchillo.
El arroz aún estaba un poco crudo, y lo sacó del fuego. Mientras se enfriaba deslizó su dedo pulgar por la suave piel del interior de las vainas de las habas, tratando de recordar su primer encuentro con el viejo calígrafo.
Metin Yamaluk había estado trabajando en un hermoso Corán. Probablemente había sido un regalo del viejo sultán a la Mezquita de la Victoria, construida en acción de gracias por su liberación de los jenízaros dieciséis años antes. Como todos los otomanos, Yashim sentía un respeto, que lindaba con la reverencia, por el arte de los encuadernadores; pero éste se moría, a pesar de todo. Durante muchos años, el ulema y los escribas se habían resistido con éxito a imprimir. Pero primero los griegos, y luego los judíos, habían instalado imprentas; y ahora el propio sultán había ordenado que algunas obras científicas fueran impresas en árabe. Algún día, supuso Yashim, imprimirían el propio Corán.
Suspiró y metió un dedo en el arroz. Sacó una alcachofa del agua, la sacudió hasta secarla y la rellenó, cogiendo el arroz con los dedos y apretándolo. A medida que cada una quedaba rellena con un montoncito de arroz, la ponía, boca abajo, en un cacharro de barro.
Cuando el cacharro estuvo lleno, desparramó sobre las alcachofas las judías y algunas zanahorias cortadas. Las roció con aceite, por uno y otro lado, y luego añadió un chorro de agua y el resto del eneldo y el perejil, a trocitos. Encima de todo exprimió otro limón.
Cubrió la sartén con un plato más pequeño, para hacer peso sobre las alcachofas, y colocó el cacharro de barro sobre las brasas. Puso el recipiente del arroz encima del plato. Estaría en una hora o menos. Él y Malakian se lo comerían más tarde, frío.
Tal vez después se dirigiría a Uskudar. Coger un esquife, disfrutar de las frescas brisas en el Bósforo, quizás detenerse a tomar el té en uno de los cafés que se alineaban en la orilla… Le gustaba ir allí. Era como un pequeño pueblo asiático, realmente, apenas una ciudad, pese a sus magníficas mezquitas. Y estaban Yamaluk y sus tesoros… ¿por qué no?
Quizás, de algún modo, el libro de Bellini ayudaría.