Mucho más tarde, cuando Brunelli se había ido a casa y la familia Contarini se hubo ido a la cama, exclamando aún por la sorpresa: «¡Cebolla cruda! ¡Pescado envuelto en hojas de parra! ¡Lasaña sin pasta!», Yashim y Palieski se acercaron al fuego.
– Cuéntame más cosas sobre la contessa -sugirió Yashim.
Palieski se encogió de hombros.
– No hay mucho que contar. Excepto que es muy hermosa, practica la esgrima y algún antepasado suyo estuvo con Morosini en el Peloponeso. Es una mujer sorprendente, Yashim. Hay algo peligroso en ella, quizás. Y tampoco quiere casarse, ignoro el motivo.
Repitió los detalles de la tragedia familiar que la anciana dama de la Ca' d'Istria le había contado.
– Su padre fue el último bailio veneciano en Estambul. De ahí el Corán. Y ella nació allá, casualmente.
Yashim levantó una ceja.
– ¿Y no deseaba verte, dices?
Palieski movió la cabeza negativamente.
– No estoy seguro de que estuviera allí. La última vez que lo intenté, nadie vino siquiera a abrir la puerta.
Yashim removió las brasas con un palo.
– Tengo una idea -dijo lentamente-. Venecia es un teatro, dices tú. Quizás ha llegado el momento de adoptar un enfoque más teatral.
– ¿Qué quieres decir?
– En una ocasión el dux se casó con el mar.
– Napoleón quemó el Bucintoro, el barco -señaló Palieski.
– En efecto. Yo no estaba imaginando un regreso del dux. Pero he estado hablando con el signor Contarini. El gabarrero.
Palieski pareció sorprendido.
– ¿Qué tiene que ver el signor Contarini con eso?
– Todo. Venecia ha estado hambrienta de entretenimiento durante demasiado tiempo. Lo que yo imagino -dijo Yashim, dibujando su plan en el humo procedente del fuego de la signora- es una visita. Una visita -añadió, bostezando- procedente de un mundo perdido.
Palieski se frotó la cara con las manos, y estiró los pies hasta el fuego.
– No sé de qué estás hablando.
– No te preocupes. Ya lo verás.