Capítulo 65

Palieski se dirigió con paso enérgico a casa a través de los callejones y calles en zig zag hasta llegar al puente, donde el mendigo le llamó la atención con un siseo.

El sonido le hizo pegar un brinco a Palieski.

– No tenía intención de asustarlo, su señoría -dijo el mendigo obsequiosamente, tocándose la ceja en una especie de vago saludo-. Pero me han dicho que se lo haga saber, que no tiene que volver a su casa.

Palieski miró hacia abajo con asombro. Era la primera vez que realmente veía al mendigo, que llevaba una pálida barba y cuyos ojos estaban medio cerrados, como si no pudiera soportar la luz. Constituía, con las llagas de su cabeza, una visión patética.

– ¿No volver a casa? ¿Qué quieres decir?

El mendigo movió negativamente la cabeza y pareció contrito.

– No lo sé exactamente, su señoría, es sólo lo que me han dicho que le diga.

– ¿Te han dicho? ¿Quién?

– Un policía, señor. Que tiene un rostro amable. Porque hay otro, vea, rondando por el callejón ahora. Supongo que lo está esperando a usted.

Palieski sintió que se le aceleraba el pulso.

¿Por qué un policía dejaría un aviso, mientras el otro estaba esperando frente a su casa?

– El hombre que te habló… ¿te dio algún nombre? ¿Brunelli?

El mendigo pareció encogerse.

– No dio ningún nombre, señor. Era un tipo grande, bastante pesado. Apuesto a que le gusta comer. Dile que no vaya a casa, dice. Que se mantenga alejado. A causa del otro polizonte, dice.

Palieski había empalidecido.

– No puede ser -murmuró-. Sencillamente, tengo que entrar en el apartamento.

El mendigo pareció interesado.

– Si los deseos fueran góndolas -observó con su aflautada voz-, yo estaría en el Gran Canal, en vez de estar en este puente todo el día y la noche. -Hizo una pausa-. ¿Se trata de joyas, su señoría? ¿O de dinero?

Palieski lo ignoró, y se mordió las uñas.

Alfredo llegaría dentro de una hora. Poco después harían un trato y él subiría a un barco rumbo a Trieste. Al día siguiente saldría para Corfú, con el Bellini en la bolsa.

La bolsa yacía ahora bajo su cama, conteniendo las cartas de crédito.

Y un policía estaba vigilando la puerta.

Se dio cuenta de que el mendigo estaba hablando otra vez.

– Porque tengo una idea, su señoría. Y vale un florín, quizás.

– Sigue -dijo secamente Palieski.

– Se lo mostraré -dijo el mendigo con un débil murmullo. Alargó una mugrienta mano y le pidió a Palieski que se acercara.

Palieski se agachó un poco más, con una desconfianza apenas disimulada. El hombre, que probablemente estaba medio chiflado, hurgó entre sus harapos hasta que dio con un trozo de vieja manta. A Palieski se le ocurrió que en cualquier momento podía sacar un cuchillo.

En vez de eso, el mendigo levantó una esquina de la manta.

Por un instante, Palieski miró con fijeza.

Si el mendigo hubiera sacado un jarrón de rosas, o un niño africano, Palieski no hubiera quedado más sorprendido.

– La tienes -graznó, débilmente-. ¡Tienes mi bolsa!

– Sana y salva, su señoría. Y lo que está adentro, también.

– Yo… tú ¿has mirado dentro? Quiero decir…

– No se lo he robado, su señoría, si es eso lo que está insinuando. No es mi estilo, si usted me comprende.

La boca de Palieski colgaba de puro asombro… y alivio.

– Tómela si gusta, su señoría. -El mendigo deslizó una sucia mano por la punta de su nariz-. Cualquier cosa para hacer un favor a un viejo amigo.

Palieski saltó hacia atrás, como si le hubieran mordido.

Miró a su alrededor frenéticamente, pero no había nadie más en el puente.

Su cara estaba cenicienta.

– Cogeré… cogeré la bolsa -empezó-. ¿Cómo puedo compensarte? Quiero decir… ¡Creo que me has salvado la vida!

– Y usted me salvó la mía antes, también -dijo el mendigo. Cogió la bolsa con ambas manos, y la depositó sobre sus rodillas.

Palieski se pasó las manos por el cabello. Sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Se inclinó y miró al mendigo a la cara.

– Eres… ¡no puede ser! No es posible… -exclamó con voz que apenas era un susurro.

El mendigo se encogió de hombros.

– Había empezado a pensar -dijo- que podías necesitar que te echara una mano.

Las piernas de Palieski cedieron y tuvo que sentarse sobre el escalón de piedra.

– Y a mí me parece -añadió Yashim- que he llegado justo a tiempo.

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