El commissario Brunelli salió temprano de su casa de Dursodoro y se dirigió al traghetto, donde se detuvo para tomar un coretto. En días como éste, cuando su hijo se mostraba más difícil y rebelde a la hora del desayuno, el café entre su casa y la Procuratie era su único placer culpable. Aquella mañana se lo había servido un ceñudo muchacho que murmuraba alguna cosa para su coleto; todo gracias a una pequeña desavenencia en La Fenice la noche antes.
Lanzó un suspiro y apoyó los codos sobre el mostrador. La Fenice era el único lugar público de la ciudad donde se abría una grieta en la barrera entre austríacos y venecianos. Los austríacos ocupaban los palcos y los venecianos se distribuían por las butacas, pero al menos durante unas horas ambos bandos compartían el mismo espacio y aplaudían a los mismos artistas. Los conflictos, cuando empezaban, generalmente tenían lugar después de la función, cuando los amantes de la ópera salían en tropel del diminuto teatro camino del estrecho muelle. El suceso de la noche anterior, si había que prestar crédito a Paolo, había implicado a un oficial austríaco que había requisado una góndola reservada a una familia veneciana. Se produjo un altercado, al que los gondoleros se habían unido, antes de que el oficial, según la historia de Paolo, se hubiera alejado con su dama entre los silbidos y abucheos de la multitud. Sin duda existía otra versión de la misma, como Brunelli había intentado explicar a su hijo. Hasta los oficiales austríacos podían cometer un error.
Removió los dos terrones de azúcar en su tacita. Paolo fingía ver a todos los austríacos como unos arrogantes estúpidos, que pisoteaban los sentimientos del pueblo. Al mismo tiempo les atribuía completa omnisciencia, como si cualquier agravio por su parte fuera el fruto de una cuidadosa y brillante invención.
– ¡Este chico no piensa! -exclamó Brunelli apelando a su mujer, después de que Paolo le hubiera escuchado hasta el final en un furioso silencio desde el otro lado de la mesa.
Su mujer le había desgreñado el cabello al joven.
– Es un niño -comentó ella.
– Bueno, me marcho -dijo Brunelli, retirando con un crujido su silla-. Tengo que hacer.
Para empeorar las cosas, Finkel estaría de malhumor hoy.
Brunelli se retrasó en su café todo lo que se atrevió, luego se encasquetó el sombrero y fue a buscar una góndola.
Veinte minutos más tarde entró en la Procuratie, pasando por debajo de la doble águila llorada de su último empleador, el emperador Francisco II. Bajo el águila, tal como se recordó, había un león de San Marco, santo patrono de la ciudad de Venecia, esculpido en piedra.
El Stadtmeister Gustav Finkel llegó quince minutos más tarde que Brunelli. Era un hombre bajito con una gran barriga, una cara roja y enormes patillas en forma de chuleta de cordero. Anduvo con paso militar por el pasillo y cerró la puerta de golpe a sus espaldas. Media hora más tarde, como de costumbre, dejó a un lado el último de sus papeles y pidió los informes de los comisarios.
A última hora de la mañana, una hora antes del almuerzo a lo sumo, podía llamar a algún subordinado para una revisión. Le gustaba que esas sesiones fueran breves.
– De modo que, Brunelli, parece como si su hombre hubiera sido asesinado por un secuaz… Un robo que resultó mal. ¿Es ésa también su conclusión?
Brunelli contempló esa sorprendente valoración.
– ¿Un delincuente común, Stadtmeister?
Finkel se apoyó en la mesa con una expresión afligida en su rostro.
– No nos engañemos, commissario -empezó, empleando una frase que se había convertido en una broma clásica en la Procuratie-. Venecia quizás no sea una ciudad asociada con la violencia, pero existe un bajo y persistente nivel de insolencia, insubordinación, llámelo como quiera, que, si no se hace algo, puede muy fácilmente conducir en esa dirección. Me temo que la gente es muy infantil.
Brunelli asintió. Al Stadtmeister le quedaban sólo dos años de servicio antes de retirarse a la fangosa ciudad balneario en la que había decidido pasar los últimos años de su vida. Si el asesino del tratante de arte podía relacionarse con la afrenta a un oficial delante de La Fenice, y otros incidentes similares, entonces su informe final -que nunca sería leído- podía ser redactado y olvidado.
– Son infantiles -repitió el Stadtmeister-. Y no nos engañemos, estas cosas es más probable que sucedan a última hora de la noche, ¿no es cierto? ¿Y bien?
– ¿Quiere usted decir, en la oscuridad? Supongo que es así, Stadtmeister.
– Sí, claro. Tome usted la noche pasada… Una fea escena frente a la ópera. Tendré que informar de ello, me temo. Si pudiera aplicar mis normas, yo haría que todo el mundo se quedase en casa después de las diez. Entonces, pocas serían las muestras que veríamos de este agotador comportamiento.
Incluso, el asesinato, reflexionó Brunelli, podía ser aceptado si era convenientemente presentado.
– ¿Va usted a recomendar un toque de queda, Stadtmeister?
– Ya veremos -respondió cautelosamente el austríaco-. Mientras, ¿hay alguien del que sospeche usted que haya podido matar a su hombre?
– Aún no.
– Unmfff. Debería comprobar el registro portuario. Vea si algún barco ha zarpado estos últimos días. Podría tratarse de un marinero, sabe.
Brunelli no dijo nada. El puerto, así como la leve rebeldía del pueblo, era una de las explicaciones preferidas de Finkel para casi cada cosa desafortunada que sucedía en la ciudad, descartando el hecho de que Venecia, en estos tiempos, apenas era realmente un puerto. Los derechos portuarios austríacos y los aranceles de importación, junto con el abandono de los canales, lo habían procurado.
– ¿Eso será todo, Stadtmeister?
El austríaco miró involuntariamente el reloj.
– Eso será todo por ahora, amunissnrio -dijo. Abrió un gran cajón de su escritorio e inclinó la cabeza sobre él, las manos apoyadas en sus patillas.
Brunelli hizo una reverencia y se retiró. El truco de mirar cuentas no lo engañaba. A lo más tardar, dentro de cinco minutos, el Stadtmeister Finkel iría por el corredor en busca de su góndola, y de su almuerzo.