No fue hasta la noche cuando Alfredo llamó al signor Brett.
– La visita está arreglada.
– Muy bien -repuso Palieski-. Mañana entonces. ¿A las once?
Alfredo asintió lentamente con la cabeza.
– Signor Brett, debo explicarle una cosa -dijo con cara de disgusto-. Es algo muy veneciano, lo lamento. Al dueño le gustaría que viéramos el retrato esta noche, si es posible. Si necesita tiempo para vestirse, no es problema. Puedo esperar. Después podemos tomar una góndola.
Palieski aspiró entre los dientes.
– Para ser franco, Alfredo, me gustaría ver el cuadro a la luz del día. A las ocho estará casi oscuro.
– Por supuesto, signor, comprendo. -Alfredo tenía su sombrero en la mano y empezó a darle vueltas por el ala-. Creo que sigue siendo una muy buena oportunidad para ver el cuadro esta noche. Yo diría que puede usted pasar más tiempo con él… y solo también, si lo desea. No sería ningún problema. Si lo prefiere, signor, puedo esperarle abajo.
Se puso de pie e hizo una pequeña reverencia.
Palieski pestañeó un par de veces y dijo:
– ¿Pasa algo malo?
– No, signor -dijo Alfredo enfáticamente. Y extendió las manos-. ¿Quiere que lo espere fuera?
– Déme cinco minutos -replicó Palieski pensativamente. Cuando Alfredo se hubo ido, se ajustó sus ropas cuidadosamente ante el espejo.
Maldita sea, ¡pero estaba tan cerca!
Medio había escrito el guión del discurso del sultán. Ahora murmuró su propia modesta réplica al reflejo del espejo. «Ningún mérito por el descubrimiento… bla, bla… cuadro de venerable antepasado… no de mí… nación orgullosa… día de la liberación… bla, bla… su casa entre las más grandes, y más antiguas, de amigos… etcétera.»
Yashim había tenido razón, como de costumbre… Localizar el Bellini era el coup del año. Abdülmecid comería de su mano.
Suspiró y se puso el abrigo.