Yashim estaba leyendo la última novela llegada de París, un relato bastante inverosímil de la vida de Alí Pachá de Janina, que le había enviado su vieja amiga, la Valide, la abuela del nuevo sultán. El tema le había pillado por sorpresa. Yashim se había acostumbrado a descubrir la vida parisiense en aquellas novelas. Leer Alí Pachá era más como atisbar a través de un ojo de cerradura, sólo para ver a otro ojo mirándote desde el lado contrario.
– Encuentro a ese Monsieur Dumas sympathique -le había dicho la Valide-. Su padre era un marqués francés. Su madre venía de Santo Domingo.
Yashim asintió. La propia Valide había nacido en otra isla caribeña, la Martinica. La extraordinaria historia de su llegada al harén del sultán otomano, y de su inexorable ascenso a la posición de Valide, o reina madre, hubiera desafiado la imaginación del propio Monsieur Dumas.
– La novela es una fruslería, Yashim -añadió la Valide-. Me temo que me mantuvo despierta toda la noche.
Yashim encontró la novela atiborrada de falsificaciones pero también sorprendentemente llena de energía. Era sin duda distinta de cualquier cosa que había leído en su vida. Quería discutirlo con la Valide, pero ir a verla estaba fuera de cuestión. Aun cuando ella no vivía en el palacio del sultán, la visita de Yashim no pasaría inadvertida; y el sultán esperaba que él estuviera en Venecia, tras la pista del Bellini.
Reshid tenía razón al insinuar que el encaprichamiento del sultán por una pintura que nunca había visto iría desapareciendo a medida que fuera profundizando en las responsabilidades del cargo. Sin embargo el engaño le preocupaba. No solamente la deslealtad, si es que lo era. Lo que tenía más importancia era la complicidad que compartía con Reshid Pachá, y la vaguedad del apoyo del mismo.
¿Y si, a fin de cuentas, Reshid creía que había ido a Venecia?
Era también una fastidiosa restricción. Se sentía en una especie de limbo en su propia ciudad. Leía, iba al hammam, cocinaba y comía, pero en su corazón sabía que simplemente estaba haciendo tiempo. Pasaron dos jueves sin la acostumbrada cena que solía preparar para su amigo Palieski. La segunda vez fue a un locanta en Pera, y se descubrió pidiendo un viejo plato de palacio, eksili kofte, albóndigas en una salsa de huevo y limón. Varias veces, también, se llegó hasta la embajada polaca, y en esas ocasiones indefectiblemente subió por los gastados escalones y llamó a la puerta, para ver si Martha tenía alguna noticia.
Sólo su visita a Malakian, en el Gran Bazar, había aliviado su sensación de inutilidad. Encontró al viejo armenio con las piernas cruzadas, como siempre, delante del pequeño cubículo que albergaba su misteriosa y fascinante colección de antigüedades, observando impasiblemente a las multitudes que discurrían por el cubierto callejón del mercado.
– ¿Se encuentra usted bien, Malakian?
– No esperaba verle a usted, effendi. Estoy bien, gracias. -Dio una palmadita a un taburete vacío-. Tengo algo para usted. ¿Tomará café?
Cuando Yashim se sentaba, Malakian batió palmas y envió a un muchachito a correr entre la multitud.
La vida estaba retornando al Bazar, observó Yashim. La desaparición del sultán había arrojado un velo sobre la ciudad, como un eco de los tiempos en que la muerte de un sultán detenía en seco la vida y la ciudad esperaba a saber cuál de los hijos del sultán había conseguido hacerse con el trono de Osmán. Pero de eso hacía mucho tiempo, cuando los hijos de los sultanes estaban preparados para gobernar y para luchar. Esta vez no había habido ninguna competición.
El muchacho regresó con una bandeja que se balanceaba en sus manos. Malakian tomó el café y le tendió una taza a Yashim. Durante unos minutos charlaron de negocios.
– Se secó completamente -convino Malakian-. Muchas de las caravanas retrasaron su marcha. Pero el Bazar, también, estaba vacío, de modo que yo no podía comprar ni vender. -Se encogió de hombros-. Fue bueno tener un poco de calma. Pero están regresando de nuevo.
– ¿Las caravanas?
– Usted comprende cómo es esto, effendi. Yo tengo sólo esta pequeña tienda… No tengo caravanas a mis órdenes. Pero los conductores encuentran alguna cosita y me la traen. Mire. Dos pistolas francesas. -Abrió una caja de madera y sacó las armas-. Vienen de Egipto, creo.
Yashim las tomó y examinó.
– Son de buena calidad. Pero viejas.
Malakian suspiró.
– Algunas cosas mejoran a medida que envejecen. Pero ¿y las armas…? Tiene razón. Siempre descubrimos nuevas maneras de matar.
Volvió a colocar las pistolas en su caja.
– Las venderé a un francés, para que pueda decir que su padre estuvo con Napoleón. Para usted, he encontrado esto.
Era un pequeño cuchillo con una hoja de diez centímetros y un mango de madera ceñido con cordel.
– Un cuchillo de cocina -murmuró Yashim-. Muy manejable.
Malakian se inclinó hacia delante y señaló la hoja veteada.
– Al igual que me pasó a mí, piensa que no es interesante. Pero luego vi esto.
Yashim dio la vuelta a la hoja y observó una débil inscripción en el chato borde.
– «Ammar me hizo» leyó lentamente, entrecerrando los ojos. El árabe de la inscripción se había gastado hasta quedar casi liso-. ¿Qué es esto?
Malakian meneó la cabeza.
– Acero de Damasco.
– No es muy corriente -reconoció Yashim.
– ¿Poco corriente? Excepcional, diría yo. Aquí, y aquí… para proteger el filo. Se oxida, desde luego. A cada lado, el acero blando… y, entre ellos, la verdadera hoja. ¿Ve cómo brilla? Incluso ahora sigue brillando. Un cuchillo sencillo como éste, ¿para cocinar? ¿Le gusta?
Yashim sonrió. El mejor acero del mundo. Una hoja apta para un guerrero… en la cocina. Por supuesto, le gustaba.
– Debe de haber sido fabricado para la cocina de un sultán.
– Desde luego. He oído que le gusta cocinar, así que le haré un regalo. Puede darme un cuarto de piastra.
– ¿Un cuarto de piastra?
– Digamos, effendi, que no se puede regalar un cuchillo. Pero si me paga una monedita, todo estará bien.
Yashim metió la mano en el bolsillo. Todo el mundo tenía sus supersticiones.
– Gracias, Malakian. Lo conservaré como un tesoro.
– Debería usarlo -comentó Malakian-. Ha sido afilado.
Yashim asintió, conmovido por la generosidad del viejo tendero. Pero es que Aram Malakian era un hombre extraordinario. Todo lo que pasaba por sus manos… se convertía en conocimiento que se almacenaba en aquella enorme cabeza.
– ¿Sabe algo sobre un pintor italiano? Se llamaba Bellini. Hace siglos, llegó a Estambul y pintó un retrato del Conquistador.
– Bellini, humm. -Malakian frunció el ceño y tiró de uno de los lóbulos de sus enormes orejas-. He oído ese nombre anteriormente, Mellini. Lo recuerdo.
– Hace cuatrocientos años -añadió Yashim.
Malakian le brindó una caústica sonrisa.
– No recuerdo a ese Bellini personalmente, effendi. Pero sí hay algo que recuerdo. -Desvió su mirada hacia el techo-. Metin Yamaluk.
– ¿El calígrafo?
Malakian asintió.
– Y su padre y su abuelo antes que él, también, y los padres de éstos, hasta la época del sultán Ahmet, que creo que construyó la Mezquita Azul. La familia procedía de Esmirna.
Sólo vagamente podía recordar Yashim haberse encontrado con Yamaluk en el Palacio Topkapi, donde éste trabajaba en la sala de copia. Pero eso había sido años atrás, y el calígrafo debía de ser ya un anciano.
– ¿Metin Yamaluk está vivo todavía?
– Si es la voluntad de Dios. Se retiró hace años, es cierto, pero aún trabaja. De hecho, su escritura es más elegante que nunca. Recuerdo que tenía un libro que a veces le gustaba mirar. Decía que lo reconfortaba… Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado, porque era un libro pagano, de imágenes, muy bien dibujado. Procedía de Topkapi, effendi.
Yashim frunció el ceño.
– ¿Robado, quieres decir?
Malakian hizo una pausa y miró fijamente a Yashim.
– ¡Robado! -escupió-. Este cuchillo, se lo regalo. ¿Cree que es… robado? ¿Se lo devolvemos a… quién, effendi? ¿Al sultán de Rum? ¿Al califa Harum al Rashid? ¿Al hijo del hijo de un cocinero?
– No, por supuesto, yo no quería decir…
– Effendi. -Malakian se puso sus grandes manos sobre las rodillas y dejó descansar su peso en ellas-, cuando era un niño, jugaba al ajedrez con mi padrino. Era comerciante. Traficaba en Makú, en Astrakán y más arriba del Volga. Me hablaba sobre el juego de ajedrez que le había regalado su padre. Las piezas blancas estaban esculpidas en hueso de camello, las negras en ébano indio. De dónde procedían, no lo sé, quizás de Samarcanda o del antiguo Kiev. Él me dijo que cada pieza contenía en su interior, como en una pequeña jaula, una diminuta imagen de sí misma. Un rey dentro de un rey. Un peón en un peón. Podías verlo, y oír su ruido, pero no había manera de acceder a ello.
Suspiró y se frotó la oreja.
– Yo deseaba tanto ver ese tablero de ajedrez… Pero cuando le pregunté si podía traerlo a la casa me dijo que ya no lo tenía. Le pregunté que adonde había ido a parar, y él se limitó a sonreír y a encogerse de hombros. Vendido, o perdido, o robado… ¿Cuál de las tres cosas?, me preguntaba cada vez que se lo preguntaba.
– Quizás -dijo Yashim cautelosamente- sencillamente… olvidado.
El viejo armenio levantó su maciza cabeza.
– Mucho mejor, effendi. -Hizo un lento gesto que abarcaba las pistolas en su caja, el cuchillo, y las estanterías que tenía a sus espaldas-. Olvidado -dijo con su profunda voz.
– ¿Quién sabe? -dijo Yashim lentamente-. Quizás algún día, Malakian, vendrá a ti un conductor de caravana con un tablero de ajedrez.
– Usted entiende más de lo que debe, effendi -dijo Malakian. Parecía triste-. Metin Yamaluk vive en Uskudar. Dijo que los dibujos estaban hechos por Bellini.