Yashim cogió un esquife para cruzar el Cuerno y ordenó al remero que lo dejara en la orilla, pero algo más lejos, en Tophane. No quería ver la fuente rota, o ser testigo de la tala de aquel magnífico viejo plátano. Se abrió camino colina arriba a través de los estrechos callejones del puerto. Por la noche aquel lugar era peligroso, pero por la tarde el sol lo dejaba casi desierto. Un gato llegó arrastrándose sobre su barriga y desapareció bajo una deteriorada puerta verde; dos perros yacían inmóviles en un pedazo de sombra.
Encontró las escaleras y ascendió vigorosamente por las empinadas pendientes de Pera hacia la legación polaca.
La mayor parte de los embajadores europeos ya se habían marchado para el verano. Uno a uno, se alejaban del calor de Pera, donde el polvo se filtraba invisible e incansablemente desde las calles sin asfaltar. Se marchaban a las casas de campo del Bósforo, para llevar a cabo sus intrigas y negociaciones entre las buganvillas y los hisopos. Algunos de esos palacios de verano eran reputados como magníficos… el ruso y el británico podían ser divisados, fríos y blancos entre los árboles, desde un esquife que se deslizara sobre el Bósforo. Franceses, prusianos, suecos, todos tenían palacios de verano. Hasta el cónsul sardo alquilaba habitaciones en el poblado de pescadores griegos de Ortakóy.
Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, se quedaba en la ciudad.
No era que Palieski sintiera la necesidad de permanecer cerca de la corte ante la que estaba acreditado. Lejos de ello: las cargas corrientes de la vida diplomática constituían un peso liviano sobre sus hombros. Ningún severo monarca o asamblea patriotera le daba instrucciones intimidadoras; no se tramaba nunca ninguna negociación laberíntica por parte de la cancillería polaca. Polonia no tenía ningún monarca, ni asamblea. No existía, de hecho, Polonia alguna: excepto una, en el corazón, y a ésa Palieski estaba atado con cada fibra de su cuerpo.
Palieski había llegado a Estambul un cuarto de siglo antes para representar a un país que, excepto en la imaginación otomana, ya no existía. En 1795 Polonia había sido invadida y dividida por Austria, Prusia y Rusia, poniendo fin a la antigua comunidad de naciones que una vez había luchado contra los otomanos en el Dniéper y en las murallas de Viena.
– Tú tienes que tratar de olvidar lo que has perdido -había dicho una vez Palieski a su amigo Yashim-. Y yo tengo que recordarlo.
Por un capricho, porque el día era muy cálido, Yashim pasó más allá de las puertas de la embajada polaca y se dirigió por la Grande Rue hasta el enjambre de cafés griegos que había brotado junto a la entrada de un viejo cementerio. Muy lejos, al otro lado del Bósforo, más allá de Uskudar, podía distinguir las nevadas pendientes del monte Olimpos, reverberando por el calor.
Yashim compró una libra de hielo olímpico, envuelto en papel.
Llamó varias veces a las desconchadas tablas de la puerta de la residencia. Finalmente la abrió de un empujón y se pasó unos minutos vagando solo por la planta baja del desvencijado edificio. Por curiosidad, entró en el comedor y lo encontró tal como había esperado, casi impenetrablemente oscuro detrás de la maraña de las clemátides de las ventanas; la mesa del comedor combada en medio de la sala y las tapizadas y duras sillas alineadas contra las paredes, verduzcas por el moho.
Cruzó hasta la parte trasera de la casa, preguntándose si Martha, la criada griega de Palieski, estaría en la cocina. No era así, pero a través de la abierta ventana distinguió la familiar figura medio oculta por la alta hierba, que se acercó para saludar a su amigo.
Palieski yacía completamente tumbado sobre una vieja y magnífica alfombra. Estaba recostado sobre un libro, cubierto con un sombrero de paja de ala ancha y vestido con unos pantalones azules de algodón. Iba descalzo. Un vaso y una jarra de lo que parecía limonada se encontraban al lado de su codo.
– He traído un poco de hielo -dijo Yashim. Palieski dio un brinco. Se incorporó y se echó para atrás el sombrero.
– ¿Hielo? Qué buena idea, Yashim.
Éste se quitó los zapatos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra. Palieski le echó una mirada.
– Martha la dejó aquí… Dice que el sol mata las polillas.
– Pero tú estás en la sombra.
– Sí. Hacía demasiado calor.
Un magnífico tejido palaciego de semicírculos color vermellón sobre un fondo negro; ése era el dibujo de la alfombra que reproducía los diseños de los caftanes usados por los sultanes en los días gloriosos del Imperio, cuando los fabricantes de azulejos de Iznik estaban en su apogeo. Debía de hacer de eso más de doscientos años. Los polacos estaban también en su apogeo entonces, luchando con los otomanos en el Dniéper y el Pruth.
– No la había visto antes -murmuró Yashim. Deslizó su mano por la fina pelusa e hizo una mueca.
– Estaba enrollada en el desván. Envuelta en lona. -Palieski se puso de pie-. Cabroncetes voladores… Dame ese hielo.
Se lo llevó a la cocina, donde Yashim le oyó trastear. Regresó con un vaso y el hielo, a trocitos, en un cuenco. Yashim le señaló el libro que reposaba sobre la alfombra.
– ¿Estás pensando en viajar?
– Saco el atlas de vez en cuando -dijo Palieski-. Ya sabes, mi Grand Tour quedó suspendido.
Yashim asintió. Muchos jóvenes europeos ricos viajaban por Italia y Grecia cuando alcanzaban la mayoría de edad. A veces llegaban a Estambul, confundiendo a los nativos con sus intentos de pedir café en griego antiguo.
Algo se agitó en el fondo de la mente de Yashim.
– ¿Cuándo has dicho… suspendido…?
Palieski estaba ocupado con el hielo y la jarra, murmurando algo que Yashim no captó del todo.
– Estaba medio pensando en irme fuera por algún tiempo, Yashim.
Éste parpadeó.
– ¿Por el Bósforo?
– Más lejos. No lo sé. -Palieski hizo una mueca-. No es que tenga muchas opciones. Me consideran un criminal en mi desmembrado país. Perseguido por la mitad de los déspotas de Europa por defender la dignidad de Polonia en una corte extranjera. Meneó la cabeza-. ¿París? ¿Roma? Londres, lo más seguro, supongo. -Soltó un gemido-. Ternera hervida y ginebra.
Yashim sonrió.
– Pera es bastante horrible en verano.
Palieski se rascó la oreja.
– Hablo en serio, Yash -dijo tristemente-. Ya sabes, el baile inaugural…
Yashim se rió.
– Tienes seis semanas para prepararte.
Era del dominio público que el joven sultán celebraría su elevación al trono dando un baile para los dignatarios extranjeros y nacionales a su regreso a la ciudad.
– Espero que tengas todavía aquel glorioso conjunto que llevaste la última vez… Si es que las polillas no han terminado con él.
– No se trata de las polillas, Yashim. -Palieski tenía un aspecto grave-. Es el nuevo sultán.
– Acabo de conocerlo -dijo Yashim-. Está resfriado.
– Un tema fascinante, Yashim. Tal vez podría tomar un bote hasta la embajada británica y gorrear una noche en los jardines a cambio de esta información. -El embajador arrancó malhumoradamente unas briznas de hierba-. El sultán Mahmut quizás fue un reformador, pero sabía cuál era su poder. Esperó casi veinte años para conseguirlo pero, para cuando fue lo bastante fuerte para hacer lo que le gustaba, yo era una especie de instalación fija. Le encantaba torturar los corazones de los rusos haciendo que yo apareciera en sus actos oficiales.
– Le gustabas -dijo Yashim.
– Eso no cuenta en la política. En todo caso, él ya no está.
– ¿Y Abdülmecid? -Yashim observó a Palieski por un momento. Notó que su amigo estaba pensando-. No te abandonará…
– No puedo estar de acuerdo contigo dijo Palieski rígidamente-, Mahmut era viejo y feroz. Le agradaba pensar que los otomanos eran el único pueblo de Europa que aún reconocía a la República polaca. Abdülmecid es joven y puede que le ponga nervioso la idea de salirse de la línea. El corps diplomatique al completo está observando para ver si bebe el champán de la copa de cristal inadecuada.
Yashim frunció el ceño.
– ¿Estás haciendo suposiciones o alguien te ha hablado en ese sentido?
Palieski desechó la pregunta con un gesto.
– Pues claro que no. Nadie lo haría. Para el caso de que te lo estés preguntando, aún no han suspendido mi estipendio. Eso no significa nada. Probablemente seguirán pagando hasta que me caiga muerto. Es el estilo otomano, Yashim. Cortés e indirecto. Ya lo sabes.
Yashim había estado trazando un dibujo en la alfombra con el dedo.
– Yo podría tratar de hablar con alguien, si quieres.
Palieski resopló.
– Muy decente por tu parte, Yashim. Sólo que no creo que eso incline la balanza.
Yashim dejó escapar un largo suspiro.
– Podría averiguar si estás invitado, ¿no?
– Es un poco tarde, realmente. Vi al cónsul sardo ayer en la calle. Sonriendo como un organillero de la calle y listo para trasladarse a su cuchitril de Karakoy. Llevaba la maldita invitación en el bolsillo. ¡El cónsul sardo, Yash! No me sorprendería que el sultán le pidiera al sastre francés de Pera que viniera. Vaya baile más exclusivo…
Yashim suspiró.
– Yo también estoy en una posición difícil en palacio.
Le habló a Palieski sobre la advertencia de Reshid y el interés del sultán por un viejo cuadro.
Cuando hubo terminado, tomó un sorbo de limonada.
– Muy floja -lamentó Palieski, mientras Yashim se atragantaba-. Y de baja calidad, también. Yo le pondría vodka. -Se echó de costado, con la mandíbula apoyada en su mano-. Pregúntate: ¿si el Bellini existe…?
Yashim se encogió de hombros.
– Lo compro para el sultán.
Palieski calló un momento.
– ¿Recuerdas a Lefévre, el francés? Robaba libros antiguos.
Yashim asintió con la cabeza: ¿Cómo iba a olvidarlo? [1]-Ya te hablé entonces sobre la ascendencia. Sobre cómo un libro podía convertirse en valioso sólo con que hubiera alguna historia relacionada con él. ¿Recuerdas?
Yashim recordaba. Libros antiguos, guardados en algún escritorio monástico durante generaciones, podían aumentar su valor por encima del que tenían como literatura. A veces, al parecer, podían valer más que una vida humana.
– El retrato de Bellini de Mehmet podría valer un montón de dinero, Yash -dijo Palieski-. Un Bellini es precisamente el tipo de cosa que algún joven milord querría llevar triunfalmente a su gran mansión. Y un retrato de Mehmet el Conquistador… mucho mejor. Exótico… Histórico… Impresionaría a sus amigos.
Yashim hundió la barbilla en el pecho. Se acordaba de los azulejos de Iznik que había rescatado. Para él eran inapreciables, irremplazables. Eran las hermosas obras de la destreza e imaginación de un artista… Pero en Estambul eran tratados como ladrillos viejos.
Tomó un sorbo de limonada.
– Imagina que algún dignatario otomano con turbante llega a Venecia, con instrucciones de comprar el cuadro y con la bolsa de un sultán a su disposición.
La nariz de Yashim le picaba a causa del vodka.
– Pagaría demasiado -dijo simplemente.
– Eres un blanco facilísimo, Yashim. Pagarás el doble por una obra de arte que muchos de los súbditos de Abdülmecid considerarán blasfema. Mahmut dejó el Estado otomano casi en la bancarrota. Es un secreto a voces. Reshid tiene razón. Ésta, Yashim, es una orden sin base. Escrita en el agua.
– Pero si no voy… -La voz de Yashim se fue debilitando.
– Bueno, estás en un lío, Yashim. Si no vas, el sultán puede enfadarse. Y, si vas, Reshid nunca te lo perdonará.
Yashim agarró el atlas de Palieski e inclinó la cabeza sobre el mapa. Las montañas estaban representadas en el atlas como una serie de diminutos picos, y las ciudades como puntitos negros. El borde de la tierra aparecía representado por una pequeña sombra en azul.
Su primer encargo del nuevo régimen… ¡Y ya se veía comprometido! Reshid quería permanecer y olvidar. El sultán quería seguir. Reshid tenía razón… Palieski lo veía así. Pero el sultán era el que gobernaba.
Yashim posó un dedo sobre el mapa.
– Tienes razón. No puedo ir. -Recorrió las inscripciones en caracteres latinos: Adriático, Ragusa, Venecia-. Pero tú sí puedes. Puedes ir y comprar el Bellini del sultán, mi viejo amigo, Palieski abrió la boca, y la volvió a cerrar, asombrado.
– ¿Yo? -Se incorporó-. Yashim, debes de haber perdido…
– El Grand Tour… reanudado -le interrumpió Yashim-. Y lo más importante, la gratitud del sultán.
La mirada de Palieski reflejaba inseguridad.
– ¿El Conquistador, restaurado por el embajador polaco en la ciudad que él tomó? Creo que eso merece una invitación al baile inaugural.
Su amigo levantó la mirada hacia las ramas de la morera.
– Sí pero… los austríacos, Yash. Mi posición. Todo… esto. -Señaló con la mano hacia el mal cuidado césped-. ¿Qué diría Martha?
Yashim sonrió.
– Déjamela a mí. Estamos en verano, y todos los embajadores están fuera. En cuanto a los austríacos, bueno. -Hizo una pausa. Palieski no era muy bien considerado por los Habsburgo. Había sido una espina clavada en su culo desde su llegada a Estambul, un exiliado de sus tierras en la Polonia del Sur. Los Habsburgo habían secuestrado su país… Y gobernaban en Venecia.
– La respuesta, amigo mío, es que tú viajarás disfrazado. -Y, viendo que Palieski estaba abriendo la boca para protestar, añadió-: Y yo tomaré un poco más de limonada.