Popi Eletro permanecía en su estudio de espaldas a la luz, agarrándose las solapas con sus rechonchos dedos, la cabeza levantada hacia un lado.
Resultaba sorprendente, pensó para sí, lo que los seres humanos podían soportar.
Se inclinó para acercarse a la tela.
Bien. Muy, muy bien. Incluso el barniz… Un triunfo.
Su expresión no cambió.
– El otro -dijo con voz ronca.
El croata levantó con ternura la tela del caballete, y la dejó apoyada contra la pared. Cogió otra y le quitó su envoltura de papel azul. Popi lo vio vacilar por un momento antes de dejarla sobre el caballete.
Popi le brindó una torva sonrisita, y empezó a buscar el defecto. Era solamente cuestión de fijarse. Desde que había encontrado a aquel croata silencioso e imbécil en una pequeña iglesia de la costa dálmata, había comprendido perfectamente los anhelos del croata.
Y poco después también había aprendido a reconocer sus patéticas evasiones.
Hacía cinco años que Popi decidió que una estancia en las islas istrias sería buena para su salud. El diagnóstico no lo hizo un médico; pero se reveló correcto. Un día, medio loco de aburrimiento, había caminado la larga milla que lo separaba de la iglesia de la colina, donde descubrió al croata pintando cuadros con un trozo de carboncillo en las escaleras de mármol.
Quedó asombrado. Popi Eletro, hasta entonces, no había prestado mucha consideración al arte; pero era una consideración que los venecianos llevan en la sangre. Observó las formas y figuras que fluían de las manos de aquel hombre como si fueran agua. De modo que cuando el croata, orgullosamente, lo condujo hasta el cura de la parroquia, y el cura le mostró lo que el croata podía dibujar y pintar sobre papel, Popi descubrió que aquello podía tener un interés comercial.
El arte, razonó Popi, podía hacerle ganar dinero.
– Es un don de Dios -decía el cura-. Es el único que posee… ¡pero un don que puede hacerle feliz!
Ahora Popi se inclinó hacia el cuadro. Un Canaletto perfecto… con un defecto.
Al final la cosa había sido muy fácil. Una noche llevó al croata a un bar de la ciudad y lo emborrachó, y por la mañana se encontraba a kilómetros de distancia de la pequeña y miserable iglesia y su pío sacerdote. El croata se mostró indeciso, pero también excitado. Popi le proporcionó papel y lápiz, y el hombre se entretuvo dibujando durante el camino a Venecia.
Popi tomó la habitación en el Ghetto. Vivieron allí juntos durante seis meses.
Popi había aprendido lo que hacía ponerse en mar cha al croata. Sus sencillos placeres.
Y las gaviotas gritaban exactamente de la misma manera.