Capítulo 100

Yashim avanzó cautelosamente; el barro le cubría los pies, mezclado con trozos de ladrillos rotos y piedras. El lecho se removía a cada paso, desprendiendo un nocivo hedor de putrefacción. Se le ocurrió a Yashim que la ciudad entera estaba construida sobre la podredumbre. Pilotajes empapados, ladrillos podridos, la sumergida miasma de la descomposición de la laguna.

El lecho del canal se hundía por su parte central, formando una poco profunda «V» que ascendía hacia los edificios a cada lado. Tenía apenas unos tres metros y medio de ancho. Sobre su cabeza estaban las compuertas que daban acceso al agua, demasiado altas -tal como Yashim juzgó- para llegar a ellas, y las paredes de debajo resbaladizas por el limo acumulado.

Apoyó su peso contra la pared. Su mano resbaló en las escurridizas algas, y Yashim perdió el equilibrio, tratando por un momento de agarrarse desesperadamente a las piedras antes de deslizarse hasta el lecho del canal.

El barro era más espeso allí, y el agua le llegaba a las rodillas. El esfuerzo de levantar un pie hacía que el otro se hundiera más profundamente en el cieno. Yashim se tambaleó, las manos extendidas, sorprendido por la presa que el barro había hecho en torno de sus tobillos.

El tártaro atacó como un cocodrilo en el pantano, lanzándose hacia arriba desde el agua del canal.

Trepó rápidamente por las piernas de Yashim desde detrás, calculando bien, apenas apretando sus pies contra el suelo. Cuando Yashim cayó, el tártaro se colocó encima de él, sus dedos tratando de aferrarse al cuello del turco, mientras presionaba con todo su cuerpo los hombros de éste contra el hediondo cieno.

Yashim apenas tuvo tiempo de llenarse los pulmones de aire antes de encontrarse con su rostro pegado al barro, las rodillas presas en el espeso limo. Luchaba contra la inminente asfixia.

Vagamente, pensó que el barro lo había capturado; pero, más vagamente aún, que el barro podía salvarlo.

Empujando contra el peso de la pierna izquierda del tártaro, Yashim trató de zafarse de la presa. Sus brazos se liberaron. Saltó en busca de aire y cuando cayó otra vez en el agua cogió al tártaro por las rodillas, abriéndose camino como una bala de fusil por entre las piernas del tártaro.

Durante siglos, los otomanos habían practicado una única forma de lucha en la que dos hombres, embadurnados de aceite de la cabeza a los pies, se agarraban mutuamente, bajo un sol ardiente. Pese a lo feroces que eran estos combates, por lo general los contendientes tenían un comportamiento amistoso. Golpear con el puño no estaba permitido.

Pero en Venecia, en el barro, Yashim y el tártaro luchaban bajo una fría luna.

Yashim cogió el moño del hombre, pero cuando aquél se liberó de su presa, el turco levantó la rodilla y la lanzó contra la garganta de su oponente. El tártaro dejó escapar un gorgoteo, y Yashim se tambaleó hacia atrás, buscando desesperadamente un asidero en el canal.

El tártaro estaba con el agua hasta la cintura, arrodillado, como una figura de cera. Yashim echó mano de su cuchillo, bendiciendo al ignorante cocinero que antaño había envuelto el mango con una espiral de cordel, ya que, incluso con ese limo, su presa era firme.

El tártaro dio un bandazo hacia su derecha, tratando de gatear para subir por el costado del canal.

Yashim colocó su pulgar sobre la punta del mango, como si fuera un tapón, y se dirigió tambaleante hacia su oponente.

A veces el tártaro se escurría y se deslizaba hacia atrás, a veces eso le pasaba a Yashim. En una ocasión, éste casi consiguió agarrar al tártaro, con una mano en torno de su tobillo, la otra apuñalando ciegamente en el barro; entonces el tártaro pateó salvajemente y los dos hombres se escurrieron hacia atrás. El tártaro se detuvo en seco al borde del canal. Estaba a gatas, encaramándose hacia arriba, mientras Yashim se debatía para salir del agua, bajo él.

El tártaro fue el primero en ver la cuerda. Quizás todo el tiempo había sabido que estaba allí, una posibilidad de escapar, colgando desmayadamente de una compuerta, arriba, sobre sus cabezas.

Antes de que Yashim pudiera salir retorciéndose del canal, el tártaro había agarrado la cuerda. Su mano resbaló, y el hombre se tambaleó. Pero recuperó el equilibrio en un instante, y esta vez consiguió envolver su antebrazo en la cuerda, utilizando el codo como punto de apoyo, conservando su agarre gracias a efectuar con su otra mano una sólida presa.

Yashim se acercó cautelosamente. Su asidero le daba al tártaro una ventaja.

El tártaro se balanceó en la cuerda como un simio, y soltó un puntapié contra el estómago de Yashim… No un golpe que le quitara el aliento, pero sí suficiente para hacerle caer.

Cuando Yashim consiguió ponerse de pie, el tártaro estaba ya subiendo por la cuerda; y entonces se mantuvo derecho contra la pared, permaneciendo precariamente agarrado al lazo, las manos palpando sobre su cabeza, en busca del borde de la compuerta.

Quizás Yashim podía haber lanzado su cuchillo con la esperanza de acertar en el blanco. Quizás podía haber tratado de subir por la pendiente otra vez, y hacer una embestida contra el asesino, obligándolo a caer al barro nuevamente; reiniciar todo ese fatigoso, pesado e incierto proceso.

Pero Yashim se sentía cansado. Estaba lastrado por el barro que empapaba su cuerpo: mojado, herido. La oreja le sangraba.

Para cuando llegó a la cuerda, el tártaro había desaparecido.

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