La mujer encabezó la marcha, con una gracia desgarradora, sosteniendo el candelabro en su mano derecha y la cola de su falda en la izquierda.
Entraron en un corredor. Ella se detuvo ante una puerta.
– Ésta es mi habitación.
La vela llenó la habitación de sombras. A un lado se encontraba un magnífico lecho doselado de columnas ricamente esculpidas y colgaduras de damasco. En el extremo de la cama había un ancho y bajo diván, cubierto de seda gastada, que Yashim supuso que había venido de Estambul. El suelo estaba cubierto con una mullida alfombra turca.
En la pared opuesta a la cama, entre dos retratos de tamaño natural, colgaba una pequeña cortina.
La contessa señaló los retratos.
– Mis padres.
El corazón de Yashim latía con fuerza, golpeándole el pecho.
Lucia d'Istria había sido una mujer hermosa. Su hija había heredado de ella el rubio cabello, e incluso la sonrisa; pero los ojos de Carla pertenecían al conde. Eran azules, firmes… y un poco duros.
Los propios ojos de Yashim parpadearon ante la cortina.
La contessa posó una mano sobre su hombro.
– ¿Quiere usted verlo? ¿Lo desea mucho?
– Sí.
– Pídamelo, entonces. Dígalo.
Él giró la cabeza y la miró con curiosidad.
– Deseo mucho ver el cuadro.
Ella esbozó una sonrisa, alargó la mano y dio un pequeño tirón a la cuerda de la cortina.
– Ahí lo tiene.