Capítulo 95

Sus brazos se movieron hacia él.

– No he tenido miedo de amar -dijo la contessa. Y rodeó con sus manos el pecho del hombre. Yashim bajó la mirada.

– Creo, madame, que usted no desea…

– Lo deseo, Yashim. Realmente lo deseo.

– Soy un eunuco.

Ella se rió suavemente.

– ¿Un eunuco? ¿Y por qué no? No estoy esperando un hombre, o una mujer… o un eunuco, Yashim. -Esbozó una media sonrisa-. Estoy esperando un amante.

Pero más tarde, mucho más tarde, él vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Carla.

– No pares -susurró ella. Su cara brillaba bajo la luz de la vela.

– Lo siento -dijo él-. Yo sólo…

– Chisst. -Ella le tocó la cabeza. Luego se echó hacia atrás, formando con su espalda un esbelto arco, metiendo sus dedos bajo las sábanas, su despeinado y dorado cabello volando por la almohada.

– Dime -dijo más tarde-. Dime cómo sucedió.

Yashim se quedó en silencio durante un rato. Su mirada se paseaba por la habitación, contemplando los cerrados postigos contra las ventanas, el damasco estampado de las cortinas alrededor del lecho, las paredes revestidas con paneles de madera de brillante color gris perla, los oscuros espacios donde colgaban los cuadros.

– El cómo no importa -dijo lentamente-. Se hizo como se hizo. Por medio del cuchillo.

Yashim temía la siguiente pregunta. Aun ahora, después de todos aquellos años, no tenía una respuesta completa. Los motivos de los hombres continuaban sorprendiéndolo. Los de las mujeres, también.

– ¿Por qué?

Él negó con la cabeza.

– ¿Quién sabe si se hace una cosa por deber, o por deseo?

Sus ojos se encontraron.

– Una vez -dijo ella-. Fui… a Istria. Y tuve un hijo.

Dijo eso con tanta brusquedad que Yashim parpadeó.

– Un hijo -repitió ella a través de sus dientes apretados.

Yashim seguía inmóvil.

– Era tan joven… Tan… tan resuelta.

– ¿Resuelta?

– El voto que hice, Yashim.

La mujer se estremeció, y se cubrió la cara con las manos.

– Lo entregué -dijo con voz apagada-. No volvería a Venecia con un bebé. Así que me deshice de la criatura.

Yashim no dijo nada. No había nada que pudiera decir.

– Me he pasado la vida tratando de olvidarlo.

Levantó la cabeza y contempló fijamente la pared, mientras se llevaba los dedos a las sienes.

– Y no pasa un día sin que piense en él.

Su respiración salió con un silbido por entre sus dientes.

– Nunca le había contado esto a nadie. No sé por qué te lo estoy contando a ti.

El invisible Yashim: el amante que no deja huella.

– Quizás te lo cuento porque creo que tú no me juzgarás.

– Nadie puede juzgar, excepto Dios.

Ella se puso de pie, llena de gracia, y se sirvió un vaso de vino.

– Tiene veinticuatro años -dijo-… Un campesino de Istria…

– ¿Lo… lo buscarías ahora?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Lo intenté. Hace dos años volví al convento donde había nacido. Y ellas comprendieron, Yashim, aquellas monjas. Comprendieron, rezaron conmigo… Pero no pudieron ayudarme. Dijeron que mi hijo era una bendición para una mujer que había perdido el suyo. -Apretó los puños-. Y yo me he convertido en esa mujer, Yashim. No por la voluntad de Dios, sino por la mía. ¡La mía!

Cogió el vaso y lo vació, y con una salvaje carcajada lo arrojó a la chimenea.

– ¿Por qué debería asustarme alguna vez, Yashim? Uno sólo puede tener miedo cuando tiene esperanza, y yo ya no tengo ninguna.

Pero más tarde se acurrucó contra él.

– Quiero que me tomes otra vez, caro.

Pero Yashim se limitó a mover la cabeza, y acarició su pelo hasta que ella se durmió.

Entonces él se levantó, en silencio, cansado, y se marchó a la habitación que se había preparado para él.

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