Capítulo 24

Palieski apenas había terminado de desayunar cuando la doncella introdujo a un sirviente de librea que le preguntó si le importaría tomar café con la contessa d'Aspi d'Istria.

– ¿Cómo? ¿Ahora?

El criado se inclinó.

– Si le resulta conveniente, signor. El Palazzo d'Aspi está justo en la puerta de al lado.

La Ca' d'Aspi había sido construido en el siglo XVI por un antepasado de la contessa, un héroe de un enfrentamiento naval con la flota otomana que se había hecho muy rico importando masilla de la isla de Quíos. Era un palazzo de mediano tamaño, con cinco exuberantes ventanales góticos en cada planta y gran profusión de mármoles de colores empotrados en la fachada; contenía también muchas escenas bíblicas pintadas con la técnica del trompe l'oeil, un techo realizado por un discípulo de Tiepolo y, aparte de los magníficos apartamentos, un piano nobile donde la contessa recibía a los invitados.

La contessa había heredado, junto con el palazzo, casi un millar de acres de tierras de labrantío en el interior, y una villa palladiana cerca de Padua; pero la tierra no se había recuperado de las sucesivas invasiones de las tropas francesas y austríacas, que sacrificaron el ganado y permitieron que el complejo sistema de diques y canales se colapsara. La villa carecía de tejado.

El criado condujo a Palieski escaleras arriba hasta un pequeño vestíbulo decorado con frescos de cupidos vertiendo cornucopias de frutas en el regazo de lánguidas mujeres.

– Comunicaré a la contessa su llegada, signor Brett.

Pero la propia contessa se le adelantó, pues abrió la puerta de golpe, irrumpiendo en la habitación.

La primera impresión de Palieski fue que un Tiepolo había cobrado vida, la Belleza misma quizás, descendiendo de su nube. Llevaba una falda de montar de color marrón, una ceñida blusa blanca y una chaqueta masculina. Iba descalza y apoyaba su mano en la cadera. En su mano sostenía un florete. Respiraba con dificultad.

– ¿Signor Brett? -Saludó con el florete, y sonrió-. Carla d'Aspi d'Istria. Muy amable por su parte haber venido.

Palieski tartamudeó un saludo.

La contessa era alta y estrecha de hombros, incluso con su chaqueta de hombre. Su cintura era esbelta. Tenía la suave tez de una mujer mucho más joven, bajo una mata de largos rizos rubios para conseguir los cuales, un verano tras otro, se sentaba en el tejado con el cabello empapado en zumo de limón y un sombrero para proteger su piel del sol. Esta mañana llevaba el cabello recogido atrás con una cinta; pero algunos dispersos rizos se habían escapado, y uno de ellos se le había pegado a la frente por el sudor. Parecía sofocada, y sus azules ojos centelleaban bajo unos oscuros párpados. Aunque su rubio cabello y ojos azules formaban parte del clásico canon de belleza veneciano, la mujer poseía la recta, bien definida nariz, y el grueso labio superior, de una griega. A Palieski le recordó a algunas preciosas mujeres del linaje de los fanariotas de Estambul, la vieja aristocracia griega. Sólo su boca era quizás demasiado ancha. Sugería… Bueno, Palieski no estaba muy se guro de lo que sugería. Y cuando sonreía era perfecta.

Y ahora estaba sonriendo.

– Pase usted, signor. Como puede ver, estaba practicando mi arte. Practico esgrima… ¿Le sorprende?

– Creo que todo en usted me sorprende, madame.

Ella se rió.

– ¿Cómo es eso?

Palieski la siguió hasta el salón. Éste era enorme, de techo alto y poseía cuatro largos ventanales que daban al Canal, así como un suelo de reluciente mármol de colores.

– Yo esperaba que la contessa fuera una vieja dama con unos impertinentes, y montones de diminutas cucharillas -dijo Palieski.

Carla meneó la cabeza.

– No es el estilo d'Aspi, en absoluto. -Movió la punta de su florete y la sostuvo junto al pecho de Palieski-. Morimos jóvenes.

Palieski cogió el florete por el botón de su punta y lo apartó.

– Espero que no sea luchando.

Ella se encogió de hombros y le quitó el florete de los dedos.

Señaló a la pared del otro lado de la habitación, donde aparecía alineado un despliegue de armas sobre una gran chimenea con dosel: relucientes cimitarras curvadas como cejas levantadas, dos grupos, colocados en forma de abanico, de largos mosquetes, y un cuadro triunfal de picas y lanzas y pequeños escudos repujados. Una robusta vara dorada se alzaba de la barroca colección de armas, rematada por una curiosa disposición de tres bolas de latón, una encima de otra, por orden de tamaño.

– ¡Un estandarte jenízaro! -exclamó Palieski.

Ella lo miró con curiosidad.

– Cogimos estas armas en el Peloponeso. Un antepasado mío luchó con Morosini.

Palieski asintió con expresión ausente. Hacía mucho tiempo, de niño, se había pasado horas jugando con aquellas armas en la gran mansión de Cracovia… recuerdos marciales capturados a los turcos en Viena en 683.

– Ahora es usted el que me sorprende -prosiguió ella -. No creía que fuera usted un experto en armas otomanas, signor Brett.

Palieski hizo un gesto de rechazo.

– He estado en Estambul, eso es todo -respondió.

– Yo nací allí -dijo Carla.

– Touché -dijo Palieski.

Carla ladeó la cabeza, observándolo críticamente.

– ¿Practica usted la esgrima, signor?

Palieski sonrió.

– Hace mucho tiempo.

– Muy bien -dijo ella con una sonrisa. Señaló un carrito que contenía una colección de floretes, máscaras y petos.

– No, no, madame -dijo Palieski riendo-. Hace treinta años que no combato. Me vencería usted.

– Usted realmente no piensa eso, signor Brett.

Palieski parpadeó. Otro punto a favor de la contessa. No pensaba realmente que ella lo ganara. Pero ahora se sintió menos seguro.

– Al mejor de cinco puntos, signor. Un asalto amistoso.

– Yo… Nunca se me dio bien el florete, madame.

– Complázcame, signor Brett. Un ejercicio de entrenamiento. Cinco puntos. Luego podemos tomar café.

Palieski se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una mesilla con ruedas. Se colocó el medio peto, se lo abrochó por el costado y seleccionó un florete.

«Eres un estúpido -se dijo-. Un viejo estúpido.»

Tenía la hoja en el aire antes de darse cuenta de que no poseía botón en su punta.

La contessa deslizó la máscara sobre su cabeza.

Palieski eligió otra arma, comprobó el botón y sopesó el arma. Se puso su máscara.

Carla se apartó de él, levantó la mano, florete en sixte, sus desnudos pies apuntando hacia delante. La mujer bajo la mirada, y golpeó con el talón izquierdo en el suelo de mármol.

Se quedó inmóvil, esperando a su oponente.

Palieski fue a su encuentro y tan pronto como sus floretes se tocaron adoptó su posición.

Inmediatamente comprendió que no se hallaba en condiciones. Le faltaba la flexibilidad de la joven, que había girado su cintura para presentarle el blanco más estrecho. Eso tuvo el efecto de subrayar su figura, y Palieski frunció el ceño.

Levantó su mano izquierda.

«En la muñeca -pensó-. Todo está en la muñeca.»

– En garde -murmuró Carla.

Cruzaron las espadas. Palieski hizo una finta a quarte, Clara paró en sixte, él devolvió y ella se zafó siguiendo el movimiento con un rápido paso hacia delante y una simple estocada en quarte.

Ella retrocedió.

– En garde.

Palieski apretó los labios. El ataque había sido un error. Esta vez permitió a la mujer llevarlo a cabo, confiando en sus paradas y reforzando su defensa mientras trataba de acostumbrarse a la sensación del arma en su mano.

Había transcurrido mucho tiempo, tal como él había dicho.

Esta vez ella necesitó cuatro intentos para tocarlo.

Mejor.

– En garde.

La acción residía por completo en la muñeca, y Carla se movía con ligereza, ganando terreno y abriendo camino con rapidez y confianza. Por dos veces Palieski fue capaz de parar y rechazar una finta a sixte.

Él llevó su estocada a quarte hasta la empuñadura, y empujó con fuerza. El brazo de la mujer subió volando y ella saltó hacia atrás. Palieski la oyó reír.

– ¡Vaya, un húsar!

Palieski rechinó los dientes y no dijo nada.

Ella se abrió en octave, hizo una finta a sixte -su favorita- y luego siguió con un ataque bajo en septime que Palieski consiguió -por muy poco- parar, devolviendo a octave antes de que ella parara en octave y desviara la punta de su florete a un lado.

Ella hizo una fleche y ganó el punto.

El asalto era suyo.

Palieski, sin nada que perder, se encontró relajado. Había perdido, ¿y qué?

– En garde.

Ella inició el ataque con la finta a sixte, pero esta vez Palieski la estaba esperando. Paró con un ataque indirecto que dio en el blanco y la alcanzó en el pecho.

– Touché -murmuró.

Carla arqueó el cuerpo y deslizó sus manos a lo largo de su pierna, hasta el suelo.

Palieski levantó el florete.

– En garde.

El florete de Carla se alzó en guardia, y la mujer avanzó con una finta a octave.

Palieski había previsto la finta… y ella había imaginado que lo haría. Ahora ella lo pilló por sorpresa asestando un golpe a su hoja. Liberándose con delicadeza colocó la punta de su florete limpiamente en el centro del pecho de Palieski.

Sostuvo allí la hoja, curvada, durante una fracción de segundo más largo de lo necesario.

Entonces se quitó la máscara y se sacudió el cabello sobre los hombros.

– La esgrima… es como una conversación, ¿no está de acuerdo?

Sus ojos azules estaban llenos de malicia.

– ¿Qué ha aprendido sobre mí, signor Brett?

Palieski hizo una profunda aspiración y asintió con la cabeza.

– No entrega usted mucho, madame… Ni puntos, ni rasgos personales.

– Debe de haber algo. ¿O soy demasiado fría?

– ¿Fría? Creo que es usted controlada. Muy segura de sí. Un poco peligrosa quizás… para usted misma y para los demás.

Ella estaba contemplando el dibujo de mármol rosa, verde y gris trazado en el suelo.

– ¿Para mí misma? No estoy segura de entenderlo.

Palieski parecía pensativo. La mayoría de la gente, reflexionó, huía del dolor. Pero difícilmente podía él decirle a la contessa lo que había sentido respecto de ella. Aunque fuera cierto.

– Quizás si supiera por qué los d'Aspi mueren jóvenes, madame…

– ¡Ja! -La mujer lo consideró en silencio por un momento-. En cuanto a usted, signor Brett, puedo decir que Nueva York no es el lugar donde usted aprendió a practicar la esgrima. O sería mejor decir donde usted aprendió a manejar una espada. -Hizo una pausa, lo bastante larga para medir su reacción-. Yo practico durante una hora al día… y usted me ganó un punto. Pero justo en este momento, usted deseaba luchar a sable, estoy segura.

Palieski se encogió de hombros.

– Aprendí malos hábitos. Fue hace mucho.

Ella deslizó la punta del dedo por la línea de su mejilla.

– Un sabreur -dijo pensativamente-. ¿La guerra de 1812, quizás? ¿Servía en la caballería a lo largo de la frontera canadiense?

La ironía era ineludible.

Palieski dirigió su mirada al suelo.

– Este dibujo… Usted lo emplea, ¿verdad? Para esgrimir.

Notó que ella lo observaba. Al cabo de un momento la mujer dijo:

– Es usted muy perspicaz, signor Brett. Sí, lo utilizo.

Me ayuda a concentrarme. A mantener el control, como dice usted.

Palieski asintió. El dibujo consistía de un nudo sin fin, tejido a partir de cuatro triángulos en un cuadrado.

– ¿Es veneciano?

– ¿No lo reconoce usted?

Palieski negó con la cabeza.

– Es muy hermoso.

– Sí. -Carla tiró de la campanilla para pedir un café-. Y también una grapa, Antonio, para el signor Brett. -Sonrió-. Siempre he imaginado que los húsares beben grapa… pero, signor Brett, creo que le estoy haciendo enfadar. -Entrecerró los párpados-. Perdóneme.

– Los húsares… son unos patanes -explicó Palieski-. Yo espero que no me encuentre usted demasiado tosco.

Ella soltó una carcajada y se cubrió la boca con la mano.

– Estaba siendo elogiosa. ¿No dicen los húsares que siempre hacen correr a la gente… a los hombres en fuga, y a las mujeres hacia sus brazos?

Palieski esbozó una débil sonrisa.

– Digan lo que digan, madame, eso sólo es cierto de los lanceros.

Ella le brindó una sonrisa casi tierna.

– Los lanceros…

– Me estaba usted hablando sobre el dibujo de! suelo -dijo él con incomodidad.

– El Diagrama del Arenero -dijo Carla-. Tiene otros nombres… Éste procede del intento de Arquímedes por calcular el tamaño del universo. -Sonrió-. Ahora ya lo sabe usted… Y aquí está su café.

Palieski tomó la grapa y volvió a dejar el vaso sobre la bandeja. Se bebió el café de pie, como ella. Apenas había un solo mueble en el salón.

– Barbieri me dijo que andaba usted de caza por Venecia, en busca de algo raro.

«Pues sí que he encontrado algo -pensó Palieski-, a ti.» En voz alta dijo:

– Sí, mencioné a Bellini, y él se rió de mí. Dijo que tendríamos que robarlo.

– ¿Robarlo? ¿Un hombre respetable como el conde Barbieri?

– Parecía una broma.

Ella le dirigió una leve sonrisa.

– No sabía que el conde fuera capaz de hacer una broma si hay dinero en juego. Pero ¿Bellini? Admiro su ambición, signor… aunque dudo de que tenga usted éxito.

– Quizás no. Era sólo un rumor. Estaba actuando bajo un impulso.

– Sí, signor Brett. Eso puedo creerlo.

– Adivinó usted mucho de mi esgrima, madame.

– Quizás antes. Fue la manera en que aceptó usted mi desafío. A fin de cuentas, vino usted aquí esperando tomar café con una vieja dama -añadió con una carcajada-. Me alegro de que me concediera un asalto. Fue… galante. Espero que vuelva usted. Yo practico cada mañana, a esta hora.

Palieski se inclinó.

– Pero venga esta noche también -dijo ella alargando su mano. Palieski se la llevó a los labios-. A las siete en punto. El conde Barbieri estará aquí. Nunca se sabe, signor, tal vez haya robado ya un Bellini.

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