Capítulo 111

Detrás de la cortina, donde estaba colgado el Bellini, el fino marco dorado estaba vacío.

Yashim miró a Carla.

Ésta le lanzó una mirada de desprecio.

– ¿Así que piensas que estoy jugando contigo? No, Yashim, te equivocas. Era mío… y ahora ha desaparecido.

– Lo vimos anoche.

– Sí, pero ¡el tártaro! ¡Lo cogió antes de atacarte!

– El tártaro… -Una repentina esperanza brotó en el pecho de Yashim-. En cuyo caso, debería estar aquí. Registra la habitación. Mira debajo de la cama.

Brunelli y Palieski saltaron para obedecer, pero Carla no se movió.

– ¿Aquí, en la habitación? -su voz sonaba desconcertada-. Se lo llevó con él, imagino.

– Yo luché con él, Carla. -Había sorpresa en su voz-. Le habría visto llevando un panel de treinta centímetros bajo la chaqueta.

Ella se derrumbó en la cama.

– ¿Un panel de treinta centímetros?

– El Bellini, Carla.

Ella había cerrado los ojos.

– Ya veo. Tú estabas esperando un cuadro de madera.

Palieski asintió.

– Eso es lo que usaba Bellini.

– No… No era en absoluto un panel.

La habitación quedó en silencio.

– Lo había transpuesto hace quince años.

– ¿Transpuesto? ¿Qué quieres decir?

– Oh, Dios.

Carla se llevó las manos a la cara. Cuando las bajó estaba mirando a Yashim.

– Lo trasladé a una tela.

– ¿Tela? -repitió Yashim-. ¿Por qué? ¿Cómo?

– La tabla vieja no dura -dijo débilmente-. Especialmente en Venecia, con la humedad. Se deforma y se agrieta, y la pintura empieza a deteriorarse. Con el tiempo, no queda nada.

– Pero ¿cómo lo pusiste sobre una tela? -preguntó Palieski.

Estaba arrodillado junto a la cama, y parecía auténticamente interesado.

Carla agitó una mano.

– Es todo un proceso. Muy nuevo. Barbieri me habló de ello. Oh, él no sabía que yo tenía el cuadro. O quizás sí lo sabía; ya no estoy segura de nada. Lo llevé a Florencia, y allí hicieron el trabajo. Creo -prosiguió, con una voz muy controlada, y mirando al techo- que pegan la cara del cuadro a la tela, luego pasan la imagen del panel al lienzo, como si fuera un estarcido.

– ¡Santo Dios! -Había asombro en la voz de Palieski.

La contessa le brindó una vacilante sonrisa.

– No suena bien, ¿verdad? Pero funciona. Después lo retocan un poco, supongo. Pero bueno… Dura.

Alzó la mirada hacia Yashim, consciente de lo irónico de sus últimas palabras.

Pero Yashim no la estaba mirando.

Estaba contemplando fijamente el espacio vacío dentro del marco. Lo que veía no era el damasco que cubría las paredes sino a dos hombres luchando en el barro, arrancándose mutuamente la ropa, escurridizos como anguilas.

Y la tela envuelta alrededor del cuerpo del tártaro.

Veía al tártaro nadando hacia atrás. Al tártaro gateando sobre la presa como una nutria.

No había tenido tiempo de pensar. No había tenido tiempo para pensar por qué el tártaro había elegido aquella vía para escapar.

Simplemente había supuesto que el hombre pensaba volver en busca de la contessa. Para asesinar a Carla como había asesinado a los otros.

Para terminar su trabajo.

Y ahora, con los ojos de la mente, veía saltar la compuerta, y al tártaro buscando a tientas un cuadro en el barro. Luego su expresión de vacía incomprensión cuando era barrido por un diluvio de troncos y agua espumosa.

Se sentó en la cama, al lado de Carla, y le pasó un brazo por los hombros.

– El cuadro ha desaparecido.

A Brunelli se le demudó el rostro.

Carla se llevó la mano a la cabeza y empezó, o bien a reír, o bien a llorar; Yashim no podía decir qué. Probablemente ambas cosas.

La mujer se dio la vuelta y enterró la cabeza en el hombro de Yashim. Palieski levantó una ceja en dirección a Brunelli.

Los dos hombres salieron silenciosamente juntos, cerrando la puerta tras ellos.

Yashim nunca supo cuánto tiempo estuvieron sentados uno al lado del otro, meciéndose suavemente. Él rodeaba con sus brazos la adorable cintura de la mujer, su rostro enterrado en aquel suave y rubio cabello; ella respiraba sobre su pecho con su esbelto brazo rodeándole el cuello.

Parecía como si jamás pudieran separarse.

Los pensamientos de Yashim daban vueltas en su cabeza. Recordó a Palieski hablándole en el salón.

Había dicho algo sobre un sacerdote.

Palieski. Yashim recordaba algo más que el polaco había dicho, mucho tiempo antes, sobre un cuadro que colgaba en su salón de Estambul… La habitación que Yashim siempre había amado, con sus libros, el pobre escritorio y los agujereados sillones, y el retrato de Jan Sobieski, rey de Polonia, sobre el aparador.

– Carla -murmuró-. Tú aceptaste el pagaré del duque, ¿verdad? Fuiste tú.

Ella se acurrucó un poco más arriba, y Yashim sintió su aliento suavemente en el cuello.

– Tengo que saberlo, Carla. ¿Fuiste tú?

– Ya te lo he dicho -murmuró ella-. Yo no jugaba.

Sintió el suspiro de la mujer contra su piel.

– No era un pagaré, Yashim.

Él apartó los rubios rizos de la mujer para dejar al descubierto una oreja perfecta, tierna como la de un ratoncillo, con tres pequeños lunares a lo largo de su lóbulo.

Se inclinó y los rozó con sus labios.

– ¿Una carta de amor?

Sintió que los músculos del rostro de Carla se movían contra su piel. Debía de haber sonreído.

– Y la pegaste detrás del cuadro.

– Los d'Aspi… y la casa de Osmán -suspiró ella quedamente-. Un último vínculo.

– ¿Querías ser recordada?

– Recordada. Honrada, quizás. Ochocientos años, Yashim… treinta generaciones. Y ahora, hoy, no queda nada. -Echó la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos-. La República ha muerto. Los d'Aspi d'Istria mueren conmigo. Com'era, dov'era. Eso no es verdad.

– Nunca lo fue.

Yashim, mejor que nadie, sabía que nunca había sido verdad. Uno no podía volver atrás. Proseguías tu camino, llevando las cargas de tu pasado; y el mundo cambiaba.

Rozó con sus labios la perfecta oreja, recordando claramente lo que había oído decir a Palieski, ahora que no oía nada en absoluto.

«Las cargas de tu pasado.»

– Dime, Carla, cuando fuiste a Istria, ¿fuiste al Convento de Santa Úrsula?

Sintió que la mujer se ponía rígida.

– ¿Cómo lo sabías?

– Los tres lunares.

Ella levantó la cabeza. Miraba cautelosamente.

– Así que, si quieres -empezó a decir él lentamente-, si puedes… Hay algo que te queda por hacer, a fin de cuentas.

– No sé lo que quieres decir.

– Tu hijo.

Carla echó violentamente la cabeza hacia atrás, como si la hubieran mordido.

– Creo que tu hijo está en Venecia.

Ella se deslizó de sus brazos, poniéndose de rodillas. Al lado de la cama, sus manos se alzaron, casi como en una plegaria, hacia Yashim.

– Si estás jugando conmigo -dijo, su cara retorcida y con una voz que parecía salir del fondo de su garganta-, te mataré.

Yashim movió negativamente la cabeza.

– Tu hijo -dijo- sería incapaz de hacer daño a una mosca. Lo encontrarás… -Hizo una pausa-. No com’era, dov'era. No como era, sino como es. Y puedo mostrarte dónde.

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