Apenas a un centenar de metros de donde una frustrada cortesana se encontraba incorporada en la cama de Palieski, con los brazos cruzados y una expresión ceñuda en su bonita cara, el conde Barbieri se estaba despidiendo de la contessa.
– Lo lamento, Carla, pero tengo algunos asuntos que arreglar.
– ¿Algunos asuntos? Qué misterioso es usted, Barbieri.
El conde no echó de menos la ausencia de una sonrisa. Se disponía a contestar, pero lo pensó mejor. En vez de ello, le besó la mano a la mujer.
– Le deseo buena fortuna -dijo mirando hacia las mesas que los criados ya habían instalado.
– Nos veremos la próxima vez, entonces -repuso ella, y se dio la vuelta.
Abajo, el conde se dirigió a su góndola. El malecón crujió y por un momento el hombre hizo una pausa, alzando la vista hacia las estrellas. Rozando la esbelta estaca de amarre con una mano, se subió con ligereza a la frágil nave y se sentó, recostándose en los cojines. Había hecho bien en marcharse mientras la noche aún era hermosa. Antes de empezar a perder dinero.
Barbieri levantó la cabeza y contempló las estrellas.
Notó la suave inclinación de la embarcación cuando el gondolero ocupó su lugar en la cubierta detrás de él.
Arriba, la contessa estaba dirigiendo a sus invitados a las mesas de juego.
La góndola se apartó de su amarradero con un suave suspiro. La luz procedente de las ventanas de la contessa ribeteó la oscura superficie del canal; sobre su cabeza, las estrellas colgaban brillantemente en un cielo sin luna. En ninguna otra ciudad del mundo, estaba pensando el conde, podía uno apreciar tan bien los cielos.
Era una reflexión conveniente para un hombre que iba a morir.
Porque llevar a remo una góndola no es fácil, y la garganta del conde ofrecía un blanco inmaculado.
El asesino dejó que el remo se deslizara silenciosamente dentro del agua, y sacó su cuchillo de la funda.