– ¿Desobedecido?
– Le dije que lo llamaría, cuando fuera el momento adecuado. Pero ayer visitó el Viejo Palacio. Y habló con la Valide.
Yashim puso su cucharón bajo el hilo de agua y dejó que se llenara.
– Estuvimos discutiendo sobre un libro, Reshid.
– Se supone que estaba en Venecia, ¿recuerda? El sultán le ordenó que fuera allí.
– Usted me pidió que me quedara, mi pachá.
Los ojos de Reshid eran como una barrena.
– No me ponga a prueba, Yashim. Yo soy el esclavo del padishah. Su más pequeño deseo es una orden para mí.
– Debe de haber algún error. Quizás yo no lo entendí bien.
– Imposible. La orden del sultán estaba muy clara. Usted iba a ir a Venecia, pero está aquí.
– Sí, mi pachá. Estoy aquí. -Se echó agua sobre la cabeza y se pasó una mano por el pelo-. El barco atracó ayer en el muelle.
– ¿Qué barco?
– El de Trieste.
Reshid no dijo nada, pero la cuchara que estaba levantando se detuvo en medio del aire.
– Todos somos esclavos del padishah, Reshid.
Reshid dejó que el agua goteara sobre el suelo.
– Realmente, Yashim, esto es muy interesante -había algo áspero en su voz, y Yashim se preguntó si podía tratarse de miedo-. ¿Tuvo… éxito?
– Creo que sí, en cierto modo.
– ¿En qué modo, Yashim? -El joven visir hizo girar su cucharón suavemente entre sus dedos-. ¿Halló el cuadro, quizás?
– Sí, Reshid Pachá. Lo hallé -Yashim puso su cucharón bajo el grifo y observó cómo volvía a llenarse-. El retrato de Mehmet el Conquistador -dijo, levantando ligeramente la voz por encima del agua que borboteaba-. Entre otras cosas.
– ¿Otras cosas?
– Cartas.
– Cartas. Es una lástima que decidiera ir a Venecia, después de todo. Le advertí que era una ciudad peligrosa.
Yashim se quedó mirando fijamente a Reshid.
– No es un problema, Reshid Pachá. Estoy a salvo y en casa, ahora. En Estambul.
Reshid se llenó de agua las manos y se roció la cara con ella.
– Quisiera poder compartir su confianza, Yashim. Se oye tan a menudo hablar de accidentes estos días, cuando no de bandidaje. Quizás deberíamos tratar de instalar más luz en las calles, como he oído que tienen en Venecia, ¿no? La seguridad de la ciudad, sin embargo, no es competencia mía… Yo me ocupo de los asuntos exteriores.
– De forma bastante curiosa, son esos asuntos exteriores suyos los que me dan confianza -dijo Yashim con una amable sonrisa-. Un asunto en particular, al menos.
La sonrisa de Reshid estaba fija, sin vida.
– ¿Y qué… asunto… podría ser ése, Yashim lala?
– Uno que el duque de Naxos tenía con la contessa d'Aspi d'Istria. Como asunto, supongo, era unidireccional, y en gran parte epistolar. Aunque, por supuesto, puedo equivocarme.
Muy lentamente, Reshid cogió el cucharón. Lo sostuvo en la mano, vacío.
– Lamento oírle decir eso, Yashim. Tanto en casa, como en el extranjero, mi lealtad es con el sultán, y con su buen nombre.
– Incluso un sultán puede ser juzgado por las compañías que tiene, Reshid.
Un masajista llegó y se arrodilló a los pies de Yashim. Pero éste le hizo un gesto para que se marchara.
– ¿Mete al sultán en esto? -silbó Reshid-. Esperaba algo mejor de usted, Yashim.
– ¿El sultán? No -Yashim dejó que el agua goteara sobre su abierta palma-. Debería haberme dejado ir, Reshid. Su tártaro no fue lo bastante bueno.
– ¿Mi tártaro?
– Está muerto, Reshid. ¿Y quién era, de todos modos? ¿Algún pariente suyo, quizás?
– ¿Me cuestiona?
Yashim suspiró.
– No, realmente no. A fin de cuentas, podía usted haberme enviado a mí, Reshid Pachá.
– ¿A ti? ¿Qué podrías haber hecho?
– Un servicio al sultán. Eso es lo que hago, Reshid. Para eso me prepararon. Es mi talento. Pero, en este caso, no fueron requeridos mis servicios.
Reshid no dijo nada.
– Un enviado a Viena llega a Trieste -prosiguió Yashim-. Contrae una leve enfermedad, que lo mantiene allí unos días. Lo he comprobado, Reshid. Las fechas de su misión en Viena están en el registro.
Se echó el agua por la cabeza.
– En Venecia, celebran el Carnaval. Fiestas, bebida, juego. Todo el mundo va disfrazado. Llega el duque de Naxos. El nombre está elegido inteligentemente. Les suena vagamente familiar a los venecianos… ¿recuerda? Pero significa muy poco… excepto para el propio hombre. Quizás está pensando en Joseph Nasi, el último hombre que conservó auténticamente el título. Un influyente consejero de Solimán, en su vejez, y luego de Selim, su hijo. Nada amigo de Venecia, en todo caso.
– Siga.
– La contessa d'Aspi d'Istria llega a otras conclusiones. Cree que el duque de Naxos es Abdülmecid. Está encantada. Así que, aparentemente, es su cicerone.
»Más tarde, cuando alguien discretamente ofrece el retrato de Bellini al sultán, este enviado sospecha que es de ella. Es más importante ahora. Un pachá. Tiene más que perder, así que necesita alguien en quien confiar. Alguien de la familia. Envía el tártaro a Yamaluk, para asegurarse… Pero el calígrafo es un viejo con un corazón débil, y el tártaro lo mata… Pienso que fue un accidente.
– ¿Sólo lo piensa? ¿Por qué tan inseguro ahora, Yashim lala?.
– No hay pruebas en ningún sentido. Pero creo que fue un accidente porque era de muy mal presagio. Para usted.
– ¿Y usted cree que los presagios se cumplen? -dijo Reshid soltando una risita-. Aún no ha terminado todo, Yashim lala. Continúe.
Yashim se encogió de hombros.
– ¿Por qué preocuparse? Usted sabe tan bien como yo que estaba usted asustado. Tenía miedo de que, si el trato salía bien, la verdad se revelaría. Así que decidió matarla, a ella y a todos los demás relacionados con esa partida de cartas.
Reshid esbozó una extraña sonrisa.
– De modo que la contessa está muerta. Gracias, Yashim.
Yashim inclinó la cabeza a un lado.
– No, Reshid. Ella no murió, porque llegué a tiempo de detener al asesino.
– Entiendo. -Reshid parpadeó-. El infatigable Yashim.
– No, no. Estoy muy fatigado, Reshid.
Reshid se inclinó hacia delante. Acercó su sudorosa cara hasta unos pocos centímetros de la de Yashim.
– Se trata de un nuevo régimen, Yashim lala -dijo con voz sibilante-. Nuevos hombres. Tanto el joven sultán, como yo mismo… Pero yo tengo la experiencia que él necesita. Un nuevo régimen. Y, Yashim, entre nosotros, yo tengo el control.
Yashim no dijo nada.
– Búsqueme esa carta -estalló Reshid-. Búsquela, y salve la piel. O márchese y muera, si lo prefiere así. -Se echó hacia atrás apoyándose en la pared de mármol-. Barbieri murió. Igual que Eletro, y Boschini.
Quizás la siguiente sea la contessa, a fin de cuentas. Y, ¿sabe? A nadie le importa.
Yashim se puso de pie.
– Tiene usted razón, desde luego. El único que se sorprenderá será Pappendorf. Supongo que el embajador austríaco pensó que estaba usted entregándole el sultán.
– ¿Qué quiere decir?
– Ruggerio les dijo a los austríacos que el duque de Naxos era Abdülmecid, así que Pappendorf vino a verlo a usted, ¿no?, con una amenaza que plantear al sultán… junto con una oferta de cooperación. Él esperaba que usted lo consiguiera, supongo. Chantaje a un alto nivel. Usted se mostró de acuerdo, por supuesto, para evitar que las sospechas recayeran en usted. Usted y los austríacos, juntos, podían eliminar las pruebas contra el duque de Naxos. Nadie sabría jamás que él había estado en Venecia. Los austríacos ayudarían, dejándole las manos libres a su asesino de usted pero, a cambio, esperaban hacerse con el sultán. Cuán sorprendidos quedarán cuando descubran que todo lo que poseen es a usted.
– Yo tengo el control -dijo torvamente Reshid.
– ¿Por cuánto tiempo, Reshid? -preguntó Yashim-. Los visires vienen y se van, ¿no? A veces se marchan graciosamente, acompañados de bendiciones, a un retiro y una buena vejez. Pero usted es demasiado joven para estar retirado. Viviría demasiado tiempo, y sabe demasiado.
– Yo tengo el control -la voz le tembló.
– Quizás los austríacos no piensan así, Reshid. Ellos compraron un sultán. Usted ha entregado… ¿a quién? A un hombre que hace la chapuza de un simple asesinato incluso cuando todo el mundo se está esforzando para mirar hacia el otro lado.
Yashim se puso de rodillas. Su rostro estaba rígido.
– El palacio es un mundo en pequeño -dijo-. Usted no sería el primer visir en olvidar que el pueblo también tiene voz. El pueblo se enterará de que usted vendió el nombre del sultán para proteger el suyo.
Reshid lo estaba mirando fijamente, con la boca abierta.
– El problema con los consejeros es que no entienden las cosas. Incluso Joseph Nasi, recuerdo, se equivocaba de vez en cuando. Lo bueno que tienen es que se puede prescindir de ellos.
»Usted, Reshid, engañó a todo el mundo con su lealtad y su buena fe. Al pueblo, con sus beaterías. Al sultán, con su fidelidad. A los austríacos, prometiéndoles una correa para sujetar al sultán. Hay un diagrama que ambos conocemos donde el fondo se modifica cuando uno se mueve. Pero com'era, dov'era. Me ha decepcionado usted, incluso a mí.
Un recuerdo cruzó por la mente de Yashim. Algo que Carla había dicho.
– Cuando todo ha acabado, Reshid, el honor es lo único que nos queda.
Se puso de pie y salió, sin volver la vista atrás.