– ¿Qué quiere que le diga?
La mujer se encontraba de pie junto a la ventana, donde la noche anterior se había sentado con el dottore, charlando de leones de piedra.
– Para mí, commissario, ésta es mi casa. Éstos son mis amigos.
Brunelli sintió que el calor fluía hacia sus mejillas.
– Podría señalarle que uno de sus amigos ha sido asesinado -gruñó.
Su vista cayó sobre una monstruosa exposición de armamento bárbaro sobre la chimenea. Picas, alfanjes, sables… todo ello, sin duda, arrebatado a los cadáveres de los turcos caídos, en algún lejano campo de batalla dejado de la mano de Dios. Era improbable, pensó, que fuera cual fuese el vástago de la casa d'Aspi que había luchado aquel día, los hubiera matado personalmente. Eso habría sido una tarea para los hombres corrientes, los soldados comunes, los venecianos que lucharon y que sucumbieron, venecianos que no figuran en ningún registro.
– Lo que piense usted de mí, o del trabajo que hago, carece de importancia -añadió Brunelli-. Oigo lo mismo de mi hijo.
La contessa le lanzó una mirada de desprecio.
– Incluso su hijo …
– Mi hijo es joven. No entiende, creo, lo que significa la muerte. No entiende lo que es la justicia.
La contessa no dijo nada, simplemente se envolvió los brazos con más fuerza en torno de su cuerpo y miró fijamente por la ventana.
– Justicia -repitió él pesadamente. Brunelli podía suponer lo que la mujer estaba pensando. Todos esos aristócratas eran iguales. Siempre suponiendo que la ley era para la gente vulgar como él. Y que seguían soñando con los tiempos en que controlaban la República… Excepto que se daban por vencidos, también, al primer disparo-. Creo que el conde mismo hubiera deseado eso.
La contessa se llevó la palma de la mano a la boca. Brunelli vio que sus hombros subían y bajaban. Al cabo de un rato se secó los ojos con los dedos.
– ¿Y el gondolero, commissario?
– Sumamente magullado. No recuerda nada -dijo Brunelli bruscamente-. ¿Estaban cerradas sus puertas?
Se produjo una pausa. Finalmente la contessa dijo:
– No era necesario. Antonio estaba al pie de la escalera para recibir a los invitados.
– ¿Y conducirlos arriba?
– Sí.
Cualquiera, pensó el commissario, podría haber entrado por la puerta de la calle y caminado hasta el malecón, mientras el criado acompañaba a los invitados arriba.
– El conde… ¿fue el primero en marchar?
– Se fue temprano. Dijo que tenía algo que hacer.
– ¿Sabe usted qué?
– No. Y lo… lo acusé de ser misterioso -dijo la contessa con voz inexpresiva.
– ¿A qué hora cree usted que se marchó?
– ¿A qué hora? ¿Importa eso, commissario?, a las nueve, a las diez. Nos disponíamos a jugar a cartas. -Levantó la barbilla agresivamente. ¿Por qué no dice usted, digamos, a las nueve y media? Póngalo concreto. A sus superiores les gustará eso.
Brunelli la ignoró.
– ¿Esperaba usted que el conde jugara?
– Naturalmente.
Brunelli hizo una pausa.
– Las apuestas… ¿eran altas o bajas?
Venecia había inventado el casino. Huelga decir que nadie jugaba con garbanzos.
– Usted probablemente las consideraría altas. Mil liras, más o menos.
Brunelli asintió. Había esperado más.
– ¿Y el conde Barbieri podía permitirse gastar ese dinero?
Ella dejó escapar una risita.
– No huía de las mesas, commissario.
Se oyó un golpecito en la puerta.
– Avanti!
Scorlotti, el ayudante de Brunelli, entró en la habitación con indecisión. Vio a la contessa y se inclinó.
– Tengo algo de que informar, commissario.
Brunelli llevó a Scorlotti aparte y hablaron en voz baja.
– Eso es todo, Scorlotti, gracias.
Cuando el policía hubo salido, el commissario se volvió nuevamente hacia la contessa.
– Creo que esto es todo por el momento.
– ¿Por el momento?
– A menos que haya algo más que usted desee decirme ahora. Sobre Barbieri, quizás. -Hizo una pausa-. ¿Alguna cosa… no sé, desacostumbrada, sobre la noche de ayer, por ejemplo?
Algo, pensó Brunelli, cambió momentáneamente en la expresión de la contessa.
Él esperó, paciente como un gato ante la madriguera de un ratón.
– Yo… No se me ocurre nada.
Él percibió su reticencia.
– Podría ser cualquier cosa… Incluso trivial. ¿Una observación? ¿Un invitado que no apareció como era costumbre en él?
– No. No exactamente -dijo ella con lentitud. Levantó una mano para retorcer uno de sus rizos alrededor del dedo-. Un norteamericano. No se encontraba muy bien, creo.
– ¿Perdió a las cartas?
– No, no. Se marchó mucho antes… -Sus ojos se ensancharon-. Se fue antes que el conde.
Brunelli se quedó en silencio un rato.
– ¿Y el nombre de ese norteamericano, contessa?
Pero ya sabía la respuesta.