Dos días después, contemplando el Gran Canal desde la ventana del vestíbulo de su apartamento, con un vaso de prosecco en una mano y un telescopio en la otra, Palieski reflexionaba que la vida, realmente, era hermosa.
Le debía su actual sensación a Antonio Ruggerio, lo cual dejaba poco margen para la autocomplacencia. Ruggerio era, en muchos aspectos, una absurda lata. La satisfacción que dependía de sus inconstantes gestos apenas podía considerarse segura. Pero allí estaba: se había pasado un día con el listo cicerone, examinando apartamentos para alquilar por un mes.
Al parecer no había un término medio, cada uno era más grande, más oscuro, más deteriorado y más caro que el anterior, cada uno de ellos vinculado a familias con título. Los títulos, al parecer, eran cada vez más largos y sonoros y vacíos, hasta que Palieski le marcó al guía otra dirección y estipuló algo modesto.
Y Ruggerio, tragándose finalmente aquel golpe descargado a su orgullo, y a su bolsillo, le había conducido a esta pequeña y perfectamente utilizable casa situada a orillas del Gran Canal, no lejos de la arruinada mole del Fondaco dei Turchi: un apartamento en la segunda planta intercalado entre la agradable patrona griega y su veneciano marido, arriba; y una famosa aunque ya no tan joven cantante de ópera, abajo. La planta baja, lamida por el propio canal, daba a un tranquilo y poco elegante café, donde los barqueros venían a veces a almorzar, y donde Palieski estaba seguro de poder comer un plato de arroz y beber una botella de tinto, por la noche.
Se preguntó qué le parecerían a Yashim esos risottos, que tenían un parecido familiar con el arroz pilaf; sólo que el arroz era más grueso. Yashim creía que los italianos habían aprendido a cocinar en Estambul; y sin duda los venecianos, que habían vivido, luchado y comerciado tanto en, como alrededor de, las lindes del mundo otomano, comían de forma muy parecida a los turcos. Tenían las mismas preferencias, observó Palieski, por docenas de platitos, como la mezze, aunque los nativos lo llamaban cicchette. Y eran tan remilgados como cualquier otomano sobre la procedencia de algunas frutas y verduras. En Estambul, se comía pepinos de Karakoy, o mejillones de Therapia. En Venecia, Ruggerio insistía en que unas hojas amargas llamadas radicchio tenían que venir de Treviso, las alcachofas de Chioggia, y las judías tiernas de una pequeña ciudad llamada Lamon, tierra adentro. Ni los turcos, ni los venecianos, parecían valorar el pescado.
Ruggerio le había ofrecido un enloquecido tour por los tesoros y maravillas de la ciudad, simplemente, como dijo él, para ayudar al signor Brett a familiarizarse con el carácter de la población, sus iglesias, palazzi y obras de arte; aunque Palieski había empezado a sospechar que el cicerone se sentía decepcionado con él y estaba buscando clienti más valiosos. Algunos días, Ruggerio llegaba tarde. Y en una ocasión, no compareció. Otras veces, a menudo parecía distraído.
La idea de que Ruggerio podía, finalmente, empezar a dejarlo solo, constituía un alivio para Palieski. Eso contribuía a su sensación de bienestar mientras enfocaba su catalejo hacia el embarcadero opuesto y observaba cómo un gondolero le tendía un gran paquete a una mujer, que aguardaba en tierra, junto con su perrito.
Dejó el telescopio a un lado con una sonrisa, y cogió una tarjeta impresa del bolsillo.
Mr. S. Brett
de Nueva York
CONNAISSEUR
Por primera vez desde su llegada a Venecia sentía que podía ser útil a Yashim.
Ruggerio entregaría las tarjetas a varios tratantes y coleccionistas que conocía, expresando la esperanza de que éstos visitaran al signor Brett para discutir sobre su propia colección y las suyas. Ruggerio hubiera preferido presentar personalmente al connaisseur americano a los tratantes. Pero el signor Brett se había mostrado firme sobre este punto. En una sociedad tan pequeña como Venecia, un hombre podía ser juzgado por la compañía que llevaba. Ruggerio, afectado, pintoresco y zalamero, no era el hombre que debía presentar un tratante americano a los círculos artísticos venecianos. Palieski estaba pescando un Bellini; fuera cual fuese el cebo, el anzuelo tenía que ser limpio, agudo… y caro. Un hombre como Ruggerio simplemente lo ensuciaría, como un alga.
Stanislaw Palieski no tenía ni idea de cuál sería exactamente el cebo. Era improbable que el Bellini apareciera a la venta públicamente. Se requeriría discreción. Sobre todo porque los austríacos, al decir de todos, vigilaban el mercado celosamente.
Se puso de pie, se desperezó y se dirigió a su dormitorio, donde se encontraba su deteriorado ejemplar, forrado en piel, de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos, de Vasari.
Se puso a leerlo nuevamente junto a la ventana abierta, escuchando los gritos de los gondoleros y el ruido de los remolinos de agua provocados por los botes y esquifes de abajo, ubicando en los ojos de su mente los comentarios de Vasari sobre las iglesias y pinturas de la ciudad. Él no era un auténtico connaisseur de pintura; pero, para cuando hubo terminado el capítulo sobre Bellini, y su botella, sabía lo que necesitaba saber.
Comprendía que Mehmet II, el Conquistador de Estambul, había provocado una pequeña revolución en Venecia.