Capítulo 82

Al commissario Brunelli le gustaba pensar que lo había visto todo en Venecia, pero cuando Maria lo acompañó hasta la cocina de su madre, cambió de opinión.

– Mi nombre, signora, es Brunelli, Vittorio Brunelli. -Inhaló profundamente, y su pecho se ensanchó-. Espero que no la esté molestando.

La vela, al principio, hizo que los cabellos de la nuca se le erizaran. Lo captó todo -la luz, los aromas, las sombras en las caras- mucho antes de comprender dónde se encontraba.

Era una fiesta para los pobres.

Vio el turbante. Vio la enjuta y pálida cara del signor Brett. Vio a Maria, con expresión dubitativa, con su cabello negro como el azabache. Vio a los niños, con la cabeza afeitada, mirándolo con sus grandes ojos, y a su padre, sonriendo, así como las sombras y las negras vigas y las brasas del agonizante fuego.

Entró con paso indeciso en la habitación.

– Buon appetito -dijo, al tiempo que hacía una inclinación. Tropezó con un jergón donde apenas si se sorprendió al descubrir la figura de un Cristo agonizante.

– Por favor, signor Brunelli -dijo la signora en tono autoritario-. Acompáñenos.

Brunelli se encontró apretujado en el extremo del banco con un niño pequeño a un lado y Yashim al otro, y el cuchillo, el tenedor, el plato y el vino tinto delante de él.

La única diferencia entre ésta y otras fiestas que podía imaginar era que nadie parecía estar realmente comiendo.

Brunelli olisqueó, y su mirada retornó a la mesa. Ésta se encontraba cubierta de un mantel limpio, y sobre él reposaban varios platos. Vio una gran cantidad de arroz, un plato de algo con cebolla cruda, un montón de curiosos bultos parecidos a huevos y un plato de loza cubierto de una salsa blanca.

Alrededor de la mesa, un grupo de caras recelosas.

El nombre de Brunelli no estaba inscrito en el Libro Dorado, que enumeraba las familias aristocráticas con derecho a disfrutar de las responsabilidades y recompensas del gobierno. Pero la sangre de Venecia corría por las venas de Brunelli, la sangre de unos hombres que habían comido carne de caballo cruda con los jinetes de Crimea, mordisqueado huevos pasados con el Gran Kan en Catay y estofados cargados de especias con los beduinos del golfo Pérsico… Por no mencionar la col hervida en las salas de los reyes polacos.

Brunelli extendió las manos e hizo la bendición de la mesa. Se trataba de una bendición que había oído muchas veces en el Ghetto.

– Bendito seas, Dios mío, Señor del Universo, que nos traes el pan de la tierra.

Palieski sonrió, y sirvió a la signora el arroz.

Brunelli cogió las hojas de parra y las ofreció a su vecino. Yashim cogió una, Brunelli otra, y pasaron el plato. Uno de los niños pequeños se sirvió a sí mismo un poco de arroz. El padre de Maria cogió una cucharada de hígado con cebolla, mientras Maria hacía lo mismo con uno de aquellos rollitos de hojas de parra y lo mordía. Exclamó:

– ¡Es pescado! Mamma, ¡prueba uno!

En cuestión de momentos todo el mundo estaba comiendo y hablando a la vez.

Brunelli se inclinó a través de la mesa.

– Signor Brett… -empezó.

El aludido lo interrumpió.

– Me temo que no he sido franco con usted, commissario. Desde el comienzo. Lo cual lamento. Éste es Yashim.

– Bien -dijo el grandullón-. Me gustan los rodeos. -Tomó un sorbo de vino-. ¿Qué están ustedes haciendo, exactamente?

Palieski desvió la mirada hacia Yashim.

– ¿Qué estamos haciendo?

– Buscando justicia -replicó Yashim-. Justicia, y un Bellini.

Brunelli enarcó una ceja.

– Ambas cosas son valiosas, signor. Pero raras.

Yashim sonrió y le contó todo lo que sabía.

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