Palieski oyó la llamada en su puerta y bajó gateando de la cama. Sería Ruggerio, supuso, mientras se ponía su batín. Ruggerio presionando al rico norteamericano para que lo llevara nuevamente a almorzar.
Palieski tardó un momento en casar el fornido hombre con el rostro arrugado que tenía en su memoria.
– Entre, commissario -dijo disimulando y abriendo la puerta de par en par. Una oleada de malestar del día anterior se apoderó de él. Se sintió como un fugitivo acosado sin amigos.
El commissario se dirigió a la ventana y contempló el Gran Canal.
Le sorprendía a Palieski que, al igual que Barbieri, el hombre fuera incapaz de apartar los ojos del canal. Uno pensaría que la novedad había desaparecido a estas alturas.
– ¿Puedo servirlo en algo, commissario?
Brunelli lanzó un gruñido.
– Para un hombre que ha estado en Venecia sólo unos pocos días, parece que está usted causando bastante impresión, signor Brett. -Se dio la vuelta-. No estoy seguro de si es exactamente la impresión que usted deseaba.
Palieski frunció el ceño y no dijo nada.
– La otra noche -continuó Brunelli-, usted pensó que yo había venido a comprobar su bona fides. Le dije a usted que para eso me habían enviado, pero no que fuera por eso por lo que yo he venido. ¿Recuerda?
– Tenía usted un cuerpo en el canal. Yo había visto cómo lo retiraban. No serví de mucha ayuda, me temo.
– Eso no es problema, signor Brett. Excepto que ahora, sabe usted, tengo otro.
– Tiene otro -repitió Palieski, desconcertado. Era la tarea del commissario, suponía, tratar con los cuerpos en los canales. ¿Por qué venía a verlo a él?
– A este segundo hombre, creo, usted lo conocía. Era el conde Barbieri.
La mano de Palieski subió hasta su boca.
– ¡Santo Dios! ¿Qué hora es? Lo olvidé completamente… Se suponía que íbamos a vernos a las once.
Brunelli lo miró a los ojos y lentamente movió la cabeza en un gesto negativo.
– No se verá con Barbieri, signor. Y, debería añadir, es casi mediodía.
Si Brett era un mentiroso, pensó, era muy bueno.
Un hombre más simple -el Stadtmeister, por ejemplo- podría haber sacado la evidente conclusión de que el signor Brett no era de fiar. «No nos engañemos -podría haber dicho el Stadtmeister-. Cuando el río suena…» Pero Brunelli, a diferencia de su jefe, no era un hombre simple. Se había pasado demasiados años considerando su propia motivación, y ahora siempre descubría lo que motivaba a las otras personas. Era un patriota veneciano, nacido y criado en esas atestadas islas, y creía que Venecia con toda su grandeza y decadencia, con todos sus estados de ánimo, con su dulzura y su maldad, le ofrecía un escenario sólido y suficiente. Torcello, digamos, o Burano, o los tramos más alejados de la laguna, estaban entre bastidores; la tierra firme apenas si estaba en el mismo teatro.
Era un patriota veneciano que había hecho un voto de lealtad al emperador Habsburgo. Esa paradoja enfurecía a su hijo, como él había reconocido a la contessa. Pero Paolo era también simple, porque era joven, y no se había enfrentado a diferentes opciones. Paolo no había tomado decisiones.
Brunelli tomó una, ahora.
– El conde Barbieri fue asesinado anoche, cuando salía de la fiesta de la contessa -dijo-. Fue atacado en su góndola. Le cortaron la cabeza con un cuchillo.
Palieski se sentó en una silla apoyada contra la pared.
– Qué cosa más horrible.
– La cabeza de Barbieri fue descubierta esta mañana por un sacristán en la iglesia de San Paolo, no lejos de allí. El sacristán la encontró en el altar, en un platillo de comunión.
Palieski miró al commissario.
– ¿Cómo san Juan Bautista?
Brunelli lanzó un gruñido.
– Sí. No lo había pensado de esa manera.
– Pero ¿qué podría significar?
– No tengo la menor idea.
Brunelli ocupó el asiento de la ventana, y él y Palieski se inclinaron hacia delante, apoyándose en el codo, mirándose mutuamente. Al cabo de una pausa, ambos rompieron a hablar al mismo tiempo.
– ¿Cree usted que yo…?
– No creo que usted…
Palieski fue el primero en recuperarse.
– Yo no maté al conde Barbieri, commissario. Por el contrario, estaba esperando hacer negocios con él.
– Estoy pensando en mi informe -dijo Brunelli con toda franqueza-. Usted vio a Barbieri en la fiesta de la contessa, luego se marchó, temprano. Algunas personas -un magistrado, por ejemplo- podría preguntarse adonde fue usted.
– Volví aquí. Me sentía enfermo… Un golpe de sol creo.
– Humm. -El commissario parecía preocupado-. Supongo que nadie le vio a usted más tarde, ¿no?
– ¿Más tarde? No.
Palieski vacilaba. Poseía un código, y creía que debía ser fiel a él, incluso cuando tenía problemas.
Especialmente, quizás, cuando tenía problemas. ¿De qué servía el código, si no?
– Me temo que no puedo demostrar que estaba aquí -dijo rígidamente.
Brunelli lanzó un suspiro.
– Es una lástima, signor Brett.
Sus ojos se encontraron. En el aquel momento, la puerta de la habitación se abrió y una joven entró. Se sujetaba una aguja en el cabello.
– Pero yo sí sé, commissario, que este caballero se encontraba aquí. -Sonrió con dulzura-. Estuve con él toda la noche.