La signora estaba barriendo alrededor de sus pies.
– Duerme usted como un niño, signor, ¡un hombre grandote como usted! -dijo la mujer cuando Palieski abrió un ojo-. Bueno, Maria bajará ahora.
Su marido se había ido, llevándose a Yashim con él.
– Es remero de las barcazas en San Lucano -explicó la signora-. Su amigo, el moro, dijo que le dijera, signor, que debería quedarse donde está.
La importancia de no moverse no le pasaba por alto a Palieski. La policía podía estar aún vigilando su piso, y tampoco sentía deseos do encontrarse con Alfredo.
Maria bajó, bostezando, y muy bonita con un corpiño abotonado con descuido. Ella y Palieski compartieron un plato de polenta gratinada, mientras la mujer le contaba con gran detalle todo lo que había sufrido.
– ¡Y eran venecianos! -concluyó, en un tono de asombro-. Mi madre no lo comprende.
Yashim regresó media hora más tarde. Llevaba algunas de las bolsas de la signora atestadas de provisiones, así como una muda de ropa para Palieski. Llevaba otra vez turbante, aunque nadie parecía notarlo. Palieski recordó a un grupo de obreros que recientemente había visto cerca del Campo San Polo. También ellos llevaban turbante… Aunque los suyos eran menos blancos y no estaban tan limpios.
– La signora me permite cocinar esta noche -dijo Yashim con felicidad, mordiendo un pedazo de polenta. Sacó un sobre amarillo del bolsillo-. Mientras tanto, tienes una invitación, mi viejo amigo. La recogí en tu apartamento. El signor Eletro, hoy, a las doce en punto.
Palieski se cruzó de brazos.
– Se supone que me estoy ocultando, no que voy paseando por Venecia con un personaje salido de Las mil y una noches. ¿Quién es ese Eletro?
Yashim se puso de pie.
– ¿No lo sabes? -Cogió el sombrero de Palieski y se lo dio a éste. Saludó a Maria con una reverencia-. Hasta luego -dijo con una sonrisa.
– Tenga cuidado -dijo ella.
Yashim cogió a su amigo del brazo y lo llevó afuera, a través del patio.
Palieski hizo una mueca de malhumor.
– De acuerdo, Eletro es uno de los tratantes que Ruggerio me dijo que tanteara. Le envié una tarjeta.
– ¿Cuál es su especialidad?
– ¿Cómo quieres que lo sepa, Yashim? Quizá la charla convincente. No creo que tenga un Bellini en su desván.
– Probablemente no. Pero me gustaría tomarle la medida, de todos modos. Podría resultar útil.
Subieron a una góndola.
Palieski resopló.
– Francamente, Yash. Casi desearía que no hubieras aparecido. Yo podría estar a kilómetros de distancia a estas alturas. Me gustó el Bellini… Y al sultán le hubiera gustado también.
– Hasta descubrir que era una falsificación.
– Si era una falsificación -dijo Palieski malhumoradamente-, yo no lo sabía. Y él no lo sabría. Y los tratantes como Eletro o Barbieri, probablemente pensarían que era auténtico.
– Pero ¿y si suponían que era falso?
– Oh, entonces tratarían de venderle algo del mismo estilo. ¿Y por qué no, maldita sea? Es un asunto ridículo, y todo el mundo es feliz.
Yashim frunció el entrecejo.
– Sería falso.
– ¿Falso? Todo el juego es falso. Tengo un cuadro del rey Sobieski en mi cuarto de estar, Yashim. Me gusta. El hombre parece un rey.
– Conozco el cuadro -dijo Yashim.
– Pues claro que lo conoces. El hecho es que fue pintado veinte años después de que Sobieski muriera. Está escrito en el dorso. ¡Y no me preocupa!
Yashim miró fijamente a su viejo amigo. Se estaban deslizando por una serie de estrechos canales verdes. Cuando irrumpieron en la laguna, la frágil embarcación empezó a cabecear.
Yashim puso una mano sobre la borda.
– La mentira engendra mentira -declaró-. Hasta que, un día, alguien necesita la verdad.
Palieski paseó su mirada por la laguna .
– La verdad… -dijo pensativamente.
Estaban demasiado cerca del meollo ahora. El ineluctable misterio de los asuntos humanos, las cuestiones de la fe, la duda y la prueba…
– Yo desearía que el sultán tuviera una falsificación -dijo finalmente Palieski.
Estaban nuevamente en el cuerpo central de Venecia ahora, examinando cuidadosamente sus venas y ventrículos. El gondolero se detuvo en un pequeño campo.
– Espéranos -dijo Yashim.
El campo estaba más desierto que de costumbre. A Yashim le llevó un momento darse cuenta de que todo el lado izquierdo no era más que una fachada vacía. Detrás de una puerta medio abierta vio montones de escombros y vigas carbonizadas; un gato se deslizó, desapareciendo al momento. En el centro del estrecho patio había una fuente, manchada de humedad.
Palieski, a su lado, se estremeció.
– No es extraño que lo quemaran. Este lugar parece como si nunca viera el sol -observó-. ¿Dónde está Eletro?
– Debe de ser por este lado -dijo Yashim-. Es donde está la única puerta.
Ésta se abrió de par en par al primer empujón. Dentro, un estrecho corredor desaparecía hacia la parte trasera, al pie de las escaleras.
– Hay mucha humedad -dijo Palieski haciendo una mueca.
Yashim olisqueó el aire.
– No es humedad -dijo-. Son las alcantarillas. Y, a propósito, puedes presentarme a Eletro como el sirviente del pachá.
– ¿El sirviente del pachá? -repitió Palieski-. ¿Qué se supone que significa eso?
Yashim se encogió de hombros.
– Nada en absoluto. Vamos, estará esperando.
El olor era más fuerte en la escalera y en el rellano del primer piso. Palieski sintió náuseas y tuvo que ponerse un pañuelo en la nariz.
– Huele como si fuera gangrena -murmuró-. Mira eso.
Señalaba la puerta cuyas jambas estaban negras por enjambres de moscas. Una gorda moscarda pasó zumbando perezosamente por su lado y se estrelló contra la ventana del rellano.
Yashim se recogió los pliegues de su capa y se acercó a la puerta. Un enjambre de moscas zumbando ascendió al techo y se precipitó hacia la ventana. Palieski tuvo que cerrar los ojos cuando pasaban junto a él, golpeando contra su cara y sombrero. Yashim, el cuerpo medio vuelto hacia él, posó su mano sobre el picaporte.
Yashim sintió que las moscas se amontonaban sobre su muñeca.
Giró con decisión el pomo, y empujó la puerta, liberando una franja de sol y una espesa y cálida bocanada de descomposición.
Una nube de moscas se levantó.
Yashim se agachó instintivamente, tapándose los ojos y la boca con su capa. El intenso y dulzón tufo de carne en descomposición se pegó a su garganta, haciéndole retroceder al rellano.
Palieski se encontraba en la ventana, sacudiendo el picaporte de ésta y al instante ambos hombres estaban asomándose a la sombra del campo, tratando desesperadamente de llenar sus pulmones con aire limpio.
Al cabo de unos minutos, Yashim se cubrió otra vez la nariz y la boca, y regresó a la puerta. Penetró en el piso de Popi y lo cruzó enteramente, hasta la ventana del lado opuesto, que abrió.
Esta vez no fue sólo el hedor lo que le provocó náuseas.
Las paredes, el suelo, la mesa y las sillas aparecían rebozadas en sangre seca, sobre la cual se amontonaban miles de brillantes moscas azules. Entre él y la puerta yacía, aunque sólo vagamente, la forma de un hombre, tan abotargado y putrefacto se había convertido el cadáver bajo el calor del sol. Bajo la capa de moscas, el cuerpo estaba a la vez hinchado y licuado, fundiéndose sobre las tablas del suelo como si su piel no pudiera ya contener su derretida putrefacción.
Palieski se dirigió a la puerta.
Vomitó en el vestíbulo. Se sintió mejor, hasta que vio que las moscas se apiñaban sobre su vómito.
Se quedó de pie en la puerta otra vez y señaló torpemente el hinchado cadáver.
– ¿Dónde está su piel?
Su voz era un graznido.
Yashim volvió a mirar, sintió náuseas, apartó la cara y trató de concentrarse en la habitación. Era la habitación de un trabajador. Incluso sin la sangre, necesitaba una nueva capa de pintura. Un pequeño hule descansaba bajo la mesa de pino, y una tabla estaba instalada sobre la mesa, con algo deforme sobre ella, probablemente un trozo de queso viejo. Junto a ello había un cuchillo. El cuchillo no estaba ensangrentado. En el otro extremo de la mesa había una silla, papel y una pluma. El papel estaba salpicado de sangre, pero era el mismo papel que el de la carta. No había nada escrito en él. Bajo la silla, se encontraba una botella de vino, con el corcho metido.
Colgaban varios cuadros de las paredes.
Se había levantado una ligera brisa, que soplaba entre la soleada ventana del apartamento y la ventana situada en la sombra de las escaleras. Palieski cruzó la habitación tapándose la nariz con el pañuelo y fue a hacer compañía a Yashim en la ventana.
– Podrían ser Canalettos -jadeó, volviéndose hacia el sol.
– ¿Canalettos?
– Esos cuadros. Un pintor de moda del siglo pasado. Pintaba, ¿qué? vedute venecianas. Vistas. -Tosió en su pañuelo-. Se ha perdido su auténtico nombre… Canaletto sólo significa pequeño canal. Los hacía por docenas… Tenía una fabulosa técnica. Visto uno, visto todos.
– ¿Quieres decir… que parecen el mismo? -Yashim miró fijamente el cuadro durante un rato-. Estos dos son, de hecho, idénticos.
Palieski se volvió para mirar.
– Lo son -murmuró-. Qué extraordinario. ¡Vaya, el viejo timador! Así que éste era su chanchullo.
Se dio la vuelta y abrió la otra puerta, cautelosamente, con el rostro enterrado en la curva de su brazo.
La ventana estaba abierta. Flotaba un olor a aguarrás y aceite.
– Aquí es donde debe de haberlos hecho. Mira.
Yashim lo siguió adentro, observando los cuadros esparcidos sobre una mesita, pintarrajeados con capas de verde y amarillo. Una gran tela yacía apoyada contra la pared; y otra descansaba en un caballete. En el rincón de la habitación había una sucia cama sin hacer.
Yashim estudió la tela del caballete.
Palieski la miró.
– Otro Canaletto -dijo despreocupadamente.
– Pero no pintado por Canaletto -le recordó Yashim, que contemplaba la obra, hipnotizado. Era un cuadro bullicioso, repleto de vistas de la vida en el canal en la Venecia de 1760. Góndolas que se deslizaban a través de la rizada agua; matronas que se asomaban en los balcones, subiendo su compra con una cuerda. Un pez gordo empelucado soltando una conferencia a sus damas sobre los órdenes clásicos delante de Santa Maria della Salute; un perro que ladraba a un mendigo; una mujer sentada junto a su ventana, leyendo una carta con una sonrisa feliz en su rostro.
A diferencia de Palieski, Yashim nunca había visto tanta atención al detalle. Era algo más que una representación realista de la luz en un cuadro. Era como mirar a través de una ventana. Casi creía que podía saltar dentro del cuadro y zambullirse en el Gran Canal.
– Eso no supone ninguna diferencia -estaba diciendo Palieski-. Este hombre, Eletro, debe de haber tenido cierta brillantez… Pero todo es puro reflejo. ¿Y por qué? Canaletto pintaba un fiel reflejo de la ciudad. Muy inteligente. Medalla de honor. Eletro repite lo que hacía Canaletto. Inteligente también. Medalla de honor de segunda clase.
Yashim se enderezó.
– ¿Crees tú que es ese Eletro el que está en el suelo aquí al lado?
– Supuse que sí. Pero no lo sé, ahora que lo mencionas.
– No, yo también pienso que es él. -Yashim hizo un gesto señalando las enmarañadas sábanas y mantas-. Aquí es donde vivía. Y donde lo asesinaron.
Volvió a mirar la tela, fascinado por la profundidad de la perspectiva, la animación de las diminutas figuras que parecían sólidas y reales en el fondo, y luego iban menguando hasta convertirse en simples pinceladas a medida que aumentaba la distancia.
Movió la cabeza para adelante y para atrás, entrecerrando los ojos.
– No fue Eletro el que pintó este cuadro -dijo finalmente-. Y no fue tu Canaletto, tampoco. Pero quienquiera que fuera, sí que pintó un fiel reflejo de Venecia. Mira.
Estaba señalando la tela… sin tocarla. La pintura estaba todavía fresca.
Palieski inclinó la cabeza y miró.
– ¡Santo Dios!
Yashim no estaba señalando hacia el fondo del cuadro, sino una pequeña ventana, en una fila de ventanas que casi se perdían en la sombra de la gran iglesia. Allí, en una oscurecida habitación, podía verse a un hombre de brazos rojos y un curioso moño forcejeando con un par de ensangrentadas piernas.