– ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! -murmuró Palieski. Tenía las botas delante del fuego, y un puñado de dibujos en su regazo.
– ¡Muy bueno! -dijo con entusiasmo, sosteniendo ante sus ojos un dibujo de la choza. Asintió vigorosamente, y su nuevo amigo soltó una risita y se balanceó.
Era más bien como tener un hijo, pensó Palieski.
– Maravilloso volvió a decir, cogiendo un nuevo dibujo del montón-. Maria, ¿has visto lo que nuestro amigo ha hecho?
Maria se acercó y se inclinó sobre su silla. Palieski sintió la redondez de su pecho contra su mejilla.
– Éste -dijo-. Y éste.
Maria dejó escapar un suspiro.
– ¡Increíble! ¡Como un ángel!
– Quizás te gustaría sentarte aquí a contemplarlos todos, Maria…
– Sí, signor… Pero mi madre quiere que barra y limpie la habitación.
– Yo podría barrer.
Maria se rió. Una risa cálida y feliz. Era la primera vez que se reía desde que había vuelto a casa.
– Creo que realmente lo que le gusta es que tú mires sus dibujos.
Palieski le lanzó una mirada de enfado.
– No creo que él sea tan exigente.
Pero Maria había cogido su escoba y ya estaba barriendo el suelo bajo la mesa.
Palieski suspiró.
– Pero ¡qué hermoso es esto! -dijo, para hacer reír otra vez a Maria. El extraño joven asintió, farfulló algo y sonrió.
Palieski sintió una punzada de remordimiento. Los dibujos de aquel joven eran sublimes; ¡el problema era que hiciera tantos! La lengua siempre en la comisura de la boca, los ojos centelleando, su mano moviéndose con facilidad por la página. Una vez tras otra, el joven había esbozado escenas enteras en unas pocas líneas; la inclinación de la cabeza de una mujer, la atmósfera de una atestada habitación, la curva de la mejilla de un niño. Varias veces, Palieski se había reconocido a sí mismo, con las piernas estiradas y las anchas y elegantes solapas de su chaqueta.
A veces el joven dibujaba de memoria… Rápidos bocetos de la piazza llena de gente, con los músicos de la banda austríaca a punto de tocar; o la vista, desde una alta ventana, de los tejados y la laguna y los lejanos Dolomitas.
– ¡Hola! -exclamó Palieski, sacando otro dibujo del montón-. ¡Aquí está Barbieri!