Capítulo 63

Scorlotti comprendió que el commissario deseaba estar solo. No le engañaba su aire de fatigada calma. Brunelli quizás despreciaba las razones políticas de su situación, pero odiaba la injusticia aún más… especialmente la injusticia perpetrada por personas cuya tarea era dispensar la justicia honradamente.

El paseo, supuso vagamente Scorlotti, lo llevaría a una resolución.

Los propios pensamientos de Brunelli también eran vagos mientras salía de la Procuratie e iniciaba con rabia su andar renqueante a lo largo del Molo. No hacía suficiente ejercicio, la verdad; y por lo general le gustaba comer demasiado bien… la seppie con nero era solamente la punta del iceberg. Se consideraba afortunado de poder comer bien, porque mucha gente en Venecia había estado a media ración durante años, incluso desde la llegada de «los amigos» y la decadencia del puerto. A veces su mujer le recordaba que debía ser más indulgente. El hambre hace ladrones, decía.

Anduvo, sin decidir realmente adonde ir, siguiendo la invitación de un puente o el aspecto de un callejón. Pero lo intrincado del paseo le agradaba, entre otras cosas porque reflejaba las intricaciones de su propia mente. El Stadtmeister se quejaba de no tener ningún lugar donde ir a montar a caballo, o donde dar grandes zancadas cuando quería pasear; a veces se había embarcado para ir al Lido una tarde. «Me gusta la línea recta, Brunelli. Y -no nos engañemos-, eso también vale para el trabajo policial.»

Brunelli conocía cada centímetro de su ciudad, tanto desde el agua como desde tierra. El Gran Canal se curvaba formando una perezosa «S» entre unas islas con diferentes dialectos, diferentes lealtades, diferentes santos y tradiciones separadas. Hasta las caras podían variar de una parroquia a otra. Pero Venecia estaba compuesta de todas esas diferencias. Juntos, sentía Brunelli, constituían un todo.

Eso explicaba por qué la ciudad se había sometido a un desordenado Imperio, luchado, comerciado y cedido terreno cuando la empujaban, y recuperado lo que podía cuando surgía la oportunidad. El dinero que había construido Venecia -el dinero que había pagado los ladrillos, las piedras y los jardines secretos, las bellas fuentes de cada piazzetta, las iglesias y las escuelas- procedía de cualquier cosa menos de seguir la línea recta. Procedía, pensó Brunelli, mientras giraba para entrar en un sopportego bajo un edificio construido con las ganancias del comercio de camellos en el Neguev, de la costumbre de mirar más allá de la siguiente esquina; de observar continuamente las yuxtaposiciones -la curva de un puente, el color rojo de una vieja pared, y el reflejo de un diminuto nicho votivo en el canal por la noche. Procedía de cierta clase de eficiencia… No del tipo de la línea recta, sino de uno que podía mantener mil giros en la mente al mismo tiempo.

Se encontró en el Rialto, y cruzó el puente.

Según el Stadtmeister, los austríacos tenían planes para rellenar los canales e instalar una vía de ferrocarril a través de la laguna. ¿Por qué no? La ciudad se estaba muriendo de pie. Las zanahorias eran más baratas en Padua o Mestre. Los abogados estaban ocupados a todo lo largo de la costa… pero en Venecia, seguramente, buscaban trabajo como todos los demás.

Brunelli se encontró en un puente con pretil -otra feliz idea austríaca- y se asomó, mirando hacia abajo, a las verdes aguas del canal.

Загрузка...