Capítulo 98

Cero minutos. Cero segundos.

Un silencio absoluto se adueñó de la caverna de hielo. Incluso la entrecortada respiración de William Faber dejó de sonar en la bóveda bajo la que se ocultaban Jenkins y Allen. El consejero del presidente estaba tan absorto con la serena belleza que irradiaba Julia Álvarez que tardó unos instantes en darse cuenta del final de la cuenta atrás. Allá tendida, con la cabeza llena de electrodos, apoyada en una pequeña almohada y con su camilla erguida en un ángulo cercano a los noventa grados, Julia dormitaba con placidez. Parecía una princesa de cuento que estuviera esperando el beso de un príncipe azul para volver a la vida. Se preguntaba en qué estaría pensando en ese momento. Con qué estaría soñando.

Pero la española no abrió los ojos cuando el contador se puso a cero.

De hecho, ninguno de los que la rodeaban -ni siquiera Ellen Watson, que todavía seguía pasmada, con la mirada fija en el Arca- parecía esperarlo. Todos aguardaban a que su evanescente don activara ese misterioso mecanismo de comunicación en el que las piedras que aferraba desempeñaban un papel esencial.

– Bien, señores, ha llegado la hora -anunció William Faber, rompiendo la quietud general-. La lluvia de plasma está atravesando la ionosfera en estos momentos. Ahora sabremos si esas partículas de alta carga energética harán o no su trabajo. Será cuestión de segundos que hagan su irrupción y…

Un crepitar intenso lo interrumpió. Sonó en algún lugar cerca del generador de gasoil, como si se estuviese quemando algo.

Artemi Dujok se giró hacia ese punto pero no distinguió nada fuera de lugar. Sus hombres, armados con sus fieles uzi, apuntaron hacia allá buscando en vano algún intruso. Era absurdo pensar que nadie los hubiera seguido hasta allí. Sin embargo, antes de que pudieran volverse otra vez hacia Julia, un arco de luz azul eléctrica cayó del cielo a pocos pasos de ellos. Y otro. Y otro más. En segundos, un pequeño aluvión de ellos se precipitó contra el suelo como si fueran chispas de soldador.

– ¿Qué es eso? -se asustó Ellen.

Ninguno de los ángeles reaccionó.

Lo curioso de aquellas chispas es que no se fundieron al tocar el hielo. Varias de ellas empezaron a reptar por el suelo, atraídas por la camilla de la médium. Eran como fideos planos agrupados en racimos. Blancos. Muy brillantes. Pero, sobre todo, parecían moverse de acuerdo a una intención. A alguna clase de inteligencia.

Martin dio un paso atrás al verlas. Haci y Waasfi lo secundaron.

Las «arañas» -pues, a la postre, eso era lo que parecían- alcanzaron el casco de Julia y se dividieron en tres grupos. Cada uno se desdobló a su vez en un nuevo ovillo de chispas y pronto cubrían ya el cuerpo entero de la mujer. Su mayor densidad se concentró en los puños. Las adamantas atraían aquella corriente como si fueran un imán. Julia, inconsciente, se sacudió una, dos, tres… y hasta seis veces antes de volverse a empotrar contra la camilla. Tiró de las correas, incrustándoselas en el pecho, y se desplomó después contra la colchoneta, tiesa como un cadáver.

– ¿Qué es eso? -volvió a chillar Ellen, histérica-. ¿Qué es?

Pero esta vez, su voz apenas se oyó.

Los altavoces que estaban justo frente al grupo comenzaron a emitir algo. Era como un silbido agudo, casi imperceptible, que quizá llevara un buen rato flotando en el ambiente sin que nadie lo hubiese percibido. Después, mientras las arañas eléctricas se multiplicaban extendiéndose por todas partes y los equipos electrónicos parpadeaban dando las primeras señales de sobrecarga, aquel silbido se transformó en un zumbido constante. Todo ocurrió al tiempo que la mesa de invocación que tenían frente al grupo, y que Sheila y Daniel vigilaban sin descanso, comenzara a exhalar una columna de humo verdoso que se disparó hacia el techo. Un instante después, como si todo obedeciera a una meticulosa coreografía, unos soplidos secuenciados, rítmicos, surgieron de los bailes dejando a los armenios hechizados y a Martin, su padre y sus dos colegas, como en éxtasis.

Iossssummmm… Oemaaaa…

– ¡Funciona! -exclamó Ellen, entre risas nerviosas, mirando a los ángeles.

Hasdaaaaeeee… Oemaaa…

– ¡Funciona!

Seis metros por encima de sus cabezas, Tom Jenkins y Nick Allen no necesitaron decirse nada para saber que ése era el momento que habían estado esperando.

Con tiento, vigilando de reojo la escena y evitando interferir el ascenso de la nube verde, se descolgaron por una torrentera cercana a la entrada del glaciar. Nadie detectó su presencia. Jenkins fue el primero en tocar suelo y lo hizo con el pulso desbocado. Si tenían suerte, pensó, sería cuestión de un minuto que llegaran al armario que atesoraba la artillería. Allen, un tipo que lo doblaba en envergadura y que, pese a su edad, estaba mucho más preparado para situaciones de combate que él, se arrastró por el borde más occidental de la pared de hielo y encontró refugio tras varios contenedores metálicos. Estaba a sólo cinco pasos de Haci y a unos siete u ocho de las armas. Si aquellos insectos luminosos continuaban hipnotizándolos no le sería demasiado difícil alcanzar su objetivo.

Pero cuando iba a recorrer el último tramo, un destello lo retrasó.

Fue un brillo. Apenas un golpe de luz en la pared que le recordó algo que hubiera preferido olvidar hacía años. El aire se estaba enrareciendo igual que aquella vez, en 1999, junto al cráter de Hallaҫ.

El coronel no pudo evitar un escalofrío.

Cuatro pequeñas formas sinuosas relampaguearon entonces en la pared misma del Arca.

«¡Los símbolos!»

Y el viejo pánico que había experimentado años atrás, tan cerca de allí, en compañía de Martin Faber y de Artemi Dujok, comenzó a nublarle la vista. No quería pensar en la Gloria de Dios.

«Otra vez no.»

Pero Allen era un soldado. Así que, haciendo acopio de toda su disciplina militar, se concentró en completar su misión.

Con todo el ímpetu que fue capaz de reunir, el coronel atravesó la zona descubierta que lo separaba de la armería y, antes de que tuviese tiempo de calcular su siguiente movimiento, la abrió examinando su contenido. Varios fusiles de asalto M16 mejorados, como los que emplean las tropas de asalto de los Estados Unidos, descansaban alineados sobre sus culatas. Sin titubear, armó los dos primeros, les acopió sus respectivos cargadores, se echó uno al hombro como reserva y se preparó para lanzarse contra los hombres de Dujok.

«Esta vez esa cosa no me encontrará desarmado», se dijo para ganar fuerza.

En esa fracción insignificante de tiempo, los decibelios que bombeaban los altavoces conectados al casco de Julia aumentaron de forma exponencial. El tono de las notas largas -Iossssummmm… Oemaaaa… Hasdaaaaeeee… Oemaaa…- se tornó más agudo. Y con una sincronización perfecta, uno tras otro, en una secuencia pavorosa, como de temporizador, los glifos comenzaron a iluminarse y oscurecerse alternativamente.

Allen no vio aquello. O no quiso. Con todo, al pivotar sobre sí mismo con sus armas cargadas, sus ojos se encontraron con otro espectáculo difícil de digerir.

Las siete personas que formaban el grupo a neutralizar habían mutado de repente.

Las arañas eléctricas se habían abalanzado sobre ellos, cubriendo sus cuerpos con una red de pequeñas descargas que los hacían refulgir como el cobre.

El más anciano tenía los brazos elevados hacia el Arca, mientras que los que estaban armados habían dejado caer sus ametralladoras. Waasfi, el lugarteniente de Dujok, pareció mirarlo a través de su prisión chisporroteante, sin mostrar emoción alguna por su presencia.

No espero más. Antes de que empezaran a estallar los focos que tenían aquellos tipos a sus espaldas, el coronel se abalanzó sobre Ellen Watson. Una lengua de centellas lamió en el acto el lugar que había dejado libre. Jenkins tuvo el acierto de recogerla al vuelo y empujarla hasta más allá del laboratorio, a un área fuera del alcance de aquellas cosas. La mujer trastabilló y cayó al suelo, rodando junto a su compañero. No todo fue malo. El agudo pinchazo que notó en su tobillo izquierdo la ayudó a salir de su ensimismamiento.

– ¡Tom! -chilló-. ¡Eres tú…!

Sus ojos azules parecieron enfocarlo al fin.

– ¡Dios, Ellen! -La zarandeó-. ¡Pensé que te habían hecho algo!

– ¿Dónde está Julia? -balbució-. ¡Tiene las piedras! ¡Quitádselas!

Jenkins se dio cuenta de que su compañera estaba aún en estado de shock. Su ansiedad tal vez fuera el efecto secundario de su exposición al fuerte campo magnético circundante. Estaban a cinco mil metros de altura y la lluvia solar debía de haberla impactado de pleno.

– ¿Y Martin Faber?-insistió Ellen, con la mirada aún algo perdida-. Esto… ¡Esto es una trampa suya!

Tom buscó a Martin. Pese a que sólo lo había visto en el vídeo de su secuestro, enseguida lo reconoció entre el grupo. Estaba a unos cinco metros de él, en pie, tieso como una estatua, recorrido de arriba abajo por las chispas que lo habían iniciado todo. Su intención era sacarlo de allí, pero Jenkins no se atrevió a tocarlo. Estaba preso en una especie de red de alto voltaje que lo mantenía vivo y, sin embargo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Sólo las notas que radiaban los altavoces parecían importar a aquella especie de zombi. Las cuatro seguían subiendo y bajando de intensidad como si alguien las hubiera programado en un bucle infinito. Iossssummmm… Oemaaaa… Hasdaaaaeeee… Oemaaa. Cada vez que se reiniciaban algo más estallaba en cualquier parte del glaciar. Quedaban ya muy pocos focos intactos. Los ordenadores habían dejado de funcionar y las telecomunicaciones que hacía sólo unos minutos conectaban aquella cumbre con la red global de satélites se habían desintegrado.

Sorprendentemente, sólo tres personas parecían inmunes a aquella especie de llamada: el coronel Allen, su compañera Ellen Watson y él.

A Julia no podía verla. La corriente la mantenía envuelta como a los demás. Parecía que se la había tragado un gusano gigante. Un insecto del que partían incontables filamentos eléctricos que reptaban hasta el resto del grupo y los mantenían fuera de juego, pero unidos como por un cordón umbilical de alto voltaje.

– ¿Qué diablos está pasando aquí?

El grito de Nick lo obligó a aparcar su repaso de la situación.

– ¡A los ángeles les está ocurriendo algo serio…! -La voz de Ellen apenas logró hacerse oír sobre el zumbido reinante. Tom dudó. Su compañera estaba lánguida, como si quisiera dormirse.

– ¿Ángeles? Dios mío. ¿Te encuentras bien, Ellen?

– Eso le dijeron a Julia, Tom -asintió sin ganas de darle explicaciones-. Esos tipos… son todos descendientes de ángeles caídos que quieren llamar a casa. Aprovechan la energía de la tormenta solar para…

– Debes descansar, Ellen -la interrumpió preocupado-. Pronto te sacaremos de aquí.

– No, espera… -Sus ojos lo enfocaron bien por primera vez-. No podemos irnos sin las piedras. Se las prometimos al presidente, ¿recuerdas?

– ¡Las piedras!-bufó Allen-. ¡Hay que recuperarlas!

Antes de que el coronel se acercara a la camilla en la que descansaba Julia, una especie de viento invisible, duro como el acero, los abofeteó arrojándolos contra una de las paredes de hielo del glaciar.

Aturdido él, y magullados los asesores del presidente, los tres presenciaron cómo el lugar se ensombrecía por completo, apagando los pocos instrumentos electrónicos que se resistían a extinguirse. El glaciar se volvió oscuro.

De hecho, sólo la pared del Arca, la mesa de invocación y los seis cuerpos envueltos por las arañas mantuvieron su luminosidad irradiando una claridad fantasmal a toda la cavidad. Era una iridiscencia amortiguada, pulsante, que se expandía y contraía como si necesitara tomar aire para mantenerse viva.

Entonces, de forma brusca, la secuencia acústica cesó.

Durante un segundo todo quedó en silencio.

Pero la calma duró poco.

Antes de que Allen y Jenkins recuperaran el fuelle y decidieran qué hacer, la cueva volvió a estremecerse haciendo que sus paredes de hielo se cimbrearan sobre las cabezas del grupo.

«Jesucristo!» -tembló Allen aferrándose a sus fusiles.

El Universo entero pareció sentir aquella especie de bofetada. El suelo se movió como si fuera de papel, crujiendo bajo sus botas, al tiempo que la estructura oscura del Arca, abrazada por el glaciar, se deslizó adelante y atrás igual que si la montaña quisiera sacudirse aquellos molestos huéspedes. Antes de que tuvieran tiempo de buscar algún lugar al que asirse, una marea de trocitos de hielo y carámbanos comenzó a caer sobre ellos.

«¡Un terremoto!»

La sacudida fue sólo un aviso. Tres o cuatro movimientos bruscos más zarandearon la cueva. Mientras Allen rodaba glaciar abajo, de costado, resbalándose por el suelo hasta la base de una de las columnas refrigeradoras, Ellen caía a plomo de los brazos de Tom, alejándose contra su voluntad a unos metros de él y se situaba peligrosamente cerca de la silueta electrificada de William Faber. El anciano, ajeno a todo, seguía erguido, adherido al suelo con firmeza.

Fue Tom Jenkins quien se llevó la peor parte.

Tras dejar caer a Ellen, su cuerpo se desequilibró y se golpeó la cara contra la esquina metálica de una mesa. El sabor dulzón de la sangre llenó su boca enseguida. No tuvo tiempo de preocuparse. Desde su posición se dio cuenta de que la cúpula de hielo que protegía aquel refugio había comenzado a resquebrajarse, lanzando una salva de esquirlas contra sus cabezas.

Entonces lo vio.

«Lo.» Artículo determinado para definir algo neutro. No había mejor modo de referirse a aquello.

Una suerte de cortina fosforescente comenzó a derramarse sobre la cueva igual que lo haría una cascada de agua. Ya no eran proyectiles de hielo. Ni tampoco nieve en polvo. Faltaban palabras para describir su aspecto. Aquella cosa era sutil, sin bordes definidos. Un pañuelo de seda etéreo e infinito que daba la impresión de haberse formado gracias a un haz proyectado desde el cielo. Pese a su aspecto frágil, aquella «cosa» parecía integrada por partes sólidas, como si fueran travesaños anclados a una estructura mayor. Algo, por otra parte, capaz de plegarse sobre sí mismo o mecerse por el viento.

Antes de que el coronel y los asesores del presidente lograran reaccionar, la membrana comenzó a desplazarse por la sala atravesando a cada uno de los hombres envueltos por las arañas eléctricas. Qué extraño espectáculo fue verla pasar por encima de sus cuerpos. A través de ella era posible distinguir el casco oscuro del arca, la mesa de invocación y la enorme pantalla de televisión apagada… pero -y eso fue lo que los asustó- no así a los hombres que iba engullendo.

El primero en desaparecer fue William Faber.

Después, su hijo.

Luego el muchacho del tatuaje de serpiente en la mejilla, el piloto del helicóptero, el gigante del pelo largo y su singular acompañante.

Y por último, como si se hubiera reservado el mejor bocado para el final, aquello se dirigió hacia Julia con inconfundible determinación.

– ¡Las piedras!-bramó Tom al ver que la cosa enfilaba rumbo a la camilla-. ¡No puede llevárselas!

El coronel sintió sus palabras como una patada en el estómago. Se irguió de donde estaba y alzando su M16 al cielo descargó una tormenta de plomo contra aquello.

Para qué lo hizo.

La cortina se estremeció al notar el impacto del metal incandescente. Se expandió. Se contrajo. Y en una fracción de segundo se replegó sobre sí misma mientras una suerte de onda expansiva feroz volvía a sacudir el glaciar, derrumbando parte de las paredes de hielo que los rodeaban y multiplicando el caos por doquier.

– ¡Esto va a hundirse! -gritó Allen.

– ¡Debemos salir de aquí! -chilló Tom, arrastrando a Ellen con él-. ¡Llévese a Julia, coronel! ¡Llévesela, por Dios!

Julia Álvarez seguía inconsciente, atada a su camilla. Y frente a ella, desafiante como un depredador, la pared del Arca había abierto sus fauces dejando entrever un interior sombrío y gélido. Allen prefirió no mirar. Si el casco petrificado de la nao se derrumbaba sobre la mujer, perdería a la primera persona que había conocido capaz de dominar las adamantas. Michael Owen no se lo perdonaría jamás.

Sin pensárselo, se abalanzó sobre ella. Debía salvarla.

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