Capítulo 97

«Recuerda lo que eres capaz de hacer con tu don.»

Aquella frase resonó en mí de una forma extraña. Atada a una camilla y colocada casi en vertical, sentí que mi vello se ponía de punta mientras un agradable cosquilleo me recorría la espalda. Fue una reacción insólita dadas las circunstancias. Por alguna razón, no pude impedir que mis músculos se aflojaran y que las tensiones acumuladas después de la mala noche pasada en Hallaҫ, el ascenso matutino a la cumbre del Ararat y hasta mi reencuentro con Martin desaparecieran por completo.

Comencé a sentirme bien. Tranquila. La cercanía de Martin, pese a todo, me infundía confianza. Reconocí en aquel baño de endorfinas un bienestar lejano, familiar y reconfortante, en el que no me sumergía desde hacía una eternidad. Y así, de forma natural, sin sobresaltos, descubrí algo esencial: que aquella reacción se había desencadenado en cuanto acepté las piedras en mis manos. Ellas -y no una droga, o alguna clase de reacción hipnótica- eran las únicas responsables de mi sedación.

Si algo había aprendido del mundo psíquico en mis treinta años de vida era que nada sucede si antes no damos el permiso para que ocurra. Es un beneplácito que se otorga de forma voluntaria y que si se concede hace que «lo invisible» no tarde en irrumpir con fuerza en tu vida. Por eso, cuando Martin me pidió que recordara lo que era capaz de hacer con mi don y lo compartiera con su gente, al no negarme le estaba dando carta blanca sobre mí. Él lo sabía. Por eso me colocó confiado una adamanta en cada puño y me invitó a activarlas.

Pude haber mantenido mis puños cerrados, pero los abrí para recibirlas.

Pude haberlas dejado caer al suelo. Y no lo hice.

– Ahora -me susurró al oído- déjate guiar por ellas. No las fuerces, chérie. Contempla la mesa de invocación. Ya conoces aAmrak. Fíjate en sus signos y escruta también los que tienes frente a ti, en el Arca. En tu interior se esconde el tono adecuado para pronunciarlos. Combínalos. Visualízalos. Juega con ellos… Juntos integrarán el sonido perfecto para que este lugar resuene y vuelva a comunicarse con el Creador como hace nueve mil años. Tú tienes ese don.

– No sé si funcionará. -Mis labios dijeron aquello sin resistirse de verdad-. Hace mucho que yo no…

– Funcionará -me atajó con dulzura-. Confía en nosotros.

Sé que me entregué en ese momento. Apreté las adamantas y cerré con más fuerza aún los ojos.

De entrada no sentí nada especial. Su tacto liso y tibio me resultó indiferente. Sólo un segundo antes, mientras memorizaba los signos esculpidos en la pared que tenía delante, creí ver un ligero destello en sus vetas. Fue una luz pálida, apenas un reflejo parecido al que irradiaron el día de mi boda, así que pensé que nada malo podría traerme volver a experimentar su poder.

Sería sólo una vez más.

«La última», me dije.

– Siente cómo palpitan. -Escuché la orden de Sheila. Llegó amortiguada. Como si me hablara desde el fondo de una piscina.

– Y busca la esencia que compartes con ellas -añadió Daniel-. La vibración pura es el único lenguaje que comprenden las potencias celestiales.

– Te hemos traído hasta aquí para que nos comuniques con ellas. Ayúdanos, Julia.

«Ayúdanos.»

La súplica encontró eco dentro de mi mente.

«Ayúdanos, Julia.»

Era una petición desesperada. Intensa.

«Ayúdanos», repitieron.

Casi una oración. Un mantra. Uno que en realidad no era nuevo, que ya había oído antes, muchos años atrás.

En el limbo de mi infancia.

Cerré los ojos.

Pese a que nací en Galicia, en los confines del mundo antiguo, y crecí oyendo hablar a mi familia de fantasmas y aparecidos, de demonios que robaban niños o de espíritus que los protegían, siempre puse un empeño especial en no creer en nada de eso. No es que me considerara una descreída que sólo admitía lo que la ciencia era capaz de explicar. No. A los nueve años una no piensa en términos racionales y la ciencia apenas es una palabra más de los libros de texto. Mi razón para no creer en esas cosas era mucho más trivial: tenía miedo. Un temor profundo, atávico, con el que me he visto obligada a convivir desde que nací.

Una Noche de Difuntos muy parecida a la que me había llevado a Turquía ocurrió algo que quedó almacenado en mi subconsciente con la etiqueta del terror. Mi tía Noela y la abuela Carmen vinieron a buscarme al dormitorio para llevarme a un lugar que jamás he podido olvidar.

Estaba a punto de cumplir diez años. Tía Noela había enviudado hacía poco del hermano de mi madre, y mamá pensó que sería bueno que se viniera a casa en esos días de visitas a cementerios y misas de difuntos para distraerse en compañía de su alegre sobrinita.

Como siempre en esa época, me fui a dormir poco después de cenar. El frío y la humedad eran tan intensos en casa que lo más prudente era acostarse temprano y calentar las sábanas antes de que la noche las empapara del todo. Si había suerte, a las diez ya me habría dormido. Y aquella velada no fue una excepción. Sin embargo, ocurrió algo que no pude prever. Abuela y tía Noela aguardaron a que mamá estuviera dormida para venir a por mí y, sin avisarme siquiera, me sacaron de la cama a toda prisa. No me dejaron ni terminar de vestirme. Parecían nerviosas, susurraban cosas inconexas, a trompicones, como si les urgiera salir del pueblo. Torpes, me envolvieron en un viejo añórale azul y me pidieron que me sentara en el asiento delantero de nuestro Citroën dos caballos sin rechistar.

– ¿Adónde vamos, tía? -preguntaba, frotándome los ojos de sueño.

– Tu abuela y yo queremos que veas algo.

– ¿Algo? -bostecé-. ¿Qué?

– Queremos saber si eres una de las nuestras, rapaza. Si tus ojos son especiales.

Las miré con terror.

– No te preocupes. Lo pasarás bien.

Pero tía Noela no dijo nada más.

Cuando al cabo de tres horas de curvas y baches llegamos a nuestro destino, descubrí aliviada que era un lugar que conocía bien. Pese a que nunca había estado allí en invierno, y menos aún de noche, supe que me habían llevado a la playa de la Langosteira, una ensenada de casi dos kilómetros de largo, de arenas blancas que nacen de unas colinas siempre verdes, paradisíacas, a poca distancia del cabo Finisterre. Aquello era el fin del mundo en sentido estricto. Quizá por eso me desconcertó descubrir bajo la luz de la luna que ese lugar estuviera lleno de gente. Conté no menos de una veintena de mujeres y niñas que correteaban por allí a altas horas. Hacía mucho frío. Y un viento helado que venía del mar. Parecía que aquella muchedumbre estaba celebrando algo. Habían llevado cestas con comida, refrescos, vino y unas garrafas grandes, forradas de cáñamo, que destapaban mientras conversaban alegres bajo la luz espectral de la noche.

– ¿Sabes qué es eso? -me preguntó la abuela al ver que sentía curiosidad.

Sacudí la cabeza.

– Licor de meigas, rapaza. Si te lo bebes de un trago, podrás volar a donde quieras. ¿Te apetece probarlo?

Nunca había mirado a mi abuela con el estupor con el que lo hice aquella velada. Las únicas meigas que conocía hasta entonces eran las de mis cuentos. A diferencia de las brujas del sur, las meigas eran su versión dulcificada. Se trataba de herboleras que curaban pequeñas enfermedades o esguinces, actuando como una especie de médicos de cabecera populares. Pese a todo, de vez en cuando la sombra de la heterodoxia planeaba sobre ellas. Hasta esa noche, yo creía que mi abuela era lo opuesto a ese mundo. Mujer de misa diaria. Devota de la Virgen de Fátima y confidente del cura de nuestra parroquia. Era la que arreglaba las flores de la iglesia y quien tomaba nota de los niños que se apuntaban a la catequesis.

– ¿Y tú eres… bruja? -le pregunté atónita.

Me miró con aquellas pupilas desvaídas, azulonas, que tanto cariño me habían dado. Entonces me regaló una sonrisa tierna y la respuesta más extraña y amorosa que sus labios pronunciaron jamás:

– Y desde esta noche tú también, Julia -dijo medio en serio.

En esa remota velada bebí y bailé con tía Noela y con ella hasta el amanecer. Una vez repuesta del primer susto, hice amistad con otras niñas de mi edad, también nietas de meigas, e incluso experimenté por primera vez el don de volar sin alas, más allá de mis limitaciones físicas. Fue la primera ocasión en que sentí que mi cuerpo no era un obstáculo. Que disponía de recursos que sobrepasaban lo físico y con los que ni siquiera había soñado hasta entonces. El bebedizo que habían dejado enfriar en la playa resultó ser un mejunje cargado de propiedades. No me explicaron de qué estaba hecho, pero no hacía falta ser muy lista para distinguir en el fondo del vaso trocitos de ortiga, cardos y otras hierbas repelentes nadando en una base de alcohol amargo. Ahora sé que eran sustancias psicotrópicas. Drogas naturales capaces de alterar la percepción y cambiar mis funciones cerebrales.

Cuando ya estaba ebria, mi tía se arrodilló junto a mí y me tendió un papel.

– Y ahora, ayúdanos, Julia.

– Ayúdanos -repitió mi abuela.

En un folio arrugado y sucio distinguí varias palabras.

– Léelas en voz alta y dinos qué sientes -me ordenó.

Lo hice, claro. Todas eran vocablos extraños. Sin sentido. Trozos de frases de un idioma que no conocía.

Arakib… Aramiel… Kokabiel…

Temblando de miedo, nada más pronunciarlos en voz alta mi boca comenzó a llenarse de sabores exóticos. Cada vocablo evocaba uno distinto. Noté con claridad la menta ascendiendo por mi nariz. Y el romero. Y enseguida, el helecho. Incluso a partir de cierto momento empecé a ver aquellas palabras escritas en caracteres luminosos, flotando sobre mí como pequeños insectos. Destacaban sobre el fondo oscuro de la noche, balanceándose alegres cada vez que alguien volvía a pronunciarlas.

Tía Noela y la abuela Carmen se miraron complacidas al percibir mi cara de sorpresa.

Después, ajenas a mi pavor, me pidieron que escuchara lo que iban a cantarme y que entrecerrara los ojos para percibir el color de sus voces. ¡Era una locura! ¡Otra más! Pero yo, borracha como estaba, comencé a describir mis sensaciones en voz alta. Si entonaban en fa, distinguía una especie de sombra amarilla que crecía sobre sus bocas igual que lo haría el vaho. En do, esa sombra era roja. Y en re, violeta. Los colores duraban lo mismo que su entonación, caracoleaban bajo la luna y después se disolvían.

– Querida -sonrió mi abuela al cabo de tres o cuatro pruebas, acariciándome el pelo color zanahoria-: tienes el don de la visión. De eso no cabe duda. Tus ojos pueden penetrar donde los de la mayoría no ven. Eres de las nuestras. Del clan.

No dije nada.

– Tener el don implica una responsabilidad, rapaza -me advirtió mi tía, complacida-. A partir de hoy tu misión será utilizarlo para socorrer a la comunidad.

– ¿Lo has entendido?

– Pero ¡me da miedo!

– Tranquila. Pasará.

Noela y abuela Carmen me empujaron entonces hacia un promontorio en el que un grupo de mujeres alimentaban una hoguera. El calor de la lumbre entonó mis mejillas en el acto, reconfortándome. Mi tía saludó a las reunidas una por una, llamándolas por su nombre y abrazándolas con afecto. A todas les hablaba de mí y les contaba lo que acababa de sucederme. Yo la miraba avergonzada, deseando que no volviera a contar de nuevo lo de los colores y las palabras. Era incapaz de calibrar la importancia de lo sucedido y me daba cierto pudor estar en boca de aquellas mujeres por lo que yo creía que era sólo una especie de juego. Pronto comprendí lo equivocada que estaba. Cada vez que tía Noela concluía su relato, su confidente daba un par de pasos atrás, me escrutaba con los ojos abiertos como platos y después se abalanzaba sobre mí, besándome en la frente o en las manos. Aquel ritual debió de repetirse en una veintena de ocasiones y se alargó durante casi dos horas. Las que pasaban por él se servían un vasito de plástico con más licor de meigas y se quedaban merodeándome, comentando entre sí cosas que ya no alcanzaba a escuchar.

Pero cuando aquello concluyó, ocurrió algo impactante.

Las mujeres que ya conocían mi «secreto» se pusieron en fila frente a mí y empezaron a pedirme que las mirara. Al principio no las entendí. ¿Mirarlas? ¿Para qué? Tuvo que ser mi abuela la que, con paciencia, me explicó que su comunidad quería comprobar que, en efecto, en su seno había nacido una niña con el don de la visión. Una capacidad singular, rara, que permitía a unas pocas personas de cada generación acceder a información invisible sobre el presente, el pasado y el futuro de sus congéneres. A ver sonidos o escuchar imágenes. En definitiva, a acceder a umbrales de la percepción ajenos a la mayoría de los humanos.

– Sólo tienes que entrecerrar tus ojos y decir lo primero que pase por tu retina -me dijo.

Y así lo hice.

Hasta que el amanecer clareó a nuestras espaldas, estuve «mirando» a todas aquellas meigas al trasluz de la hoguera. A todas las vi rodeadas de una suerte de nebulosa o campo de luz de diferente intensidad que me decía mucho de su salud y de su estado anímico. «Ayúdanos, Julia», me rogaban con sus ojillos brillantes, excitados. Yo les decía cosas sin pensarlas y todas las aceptaban. «Cuídate la circulación.» «Revisa tu oído.» «Ve al médico y que te haga pruebas al riñón.» Lo hice siguiendo mi instinto. Donde veía su luz más apagada, allá que intuía que estaba el problema.

Tía Noela y la abuela sonreían satisfechas. «¡Ves el aura!», se maravillaban. Y yo asentía aunque no supiera siquiera lo que eso significaba. Con diez años, mi ignorancia era proverbial. Por no saber, ni imaginaba que en otros tiempos esa aureola fue tomada como señal de santidad. O que la emanaban humanos con dotes excepcionales de las que me hablaron no pocas de ellas.

– Hay ángeles entre nosotros que la tienen del color del oro -me dijo una anciana mucho mayor que mi abuela, con el rostro cruzado de arrugas largas y profundas-. Ellos buscan a niñas como tú. Sois como esos chacales egipcios que servían de guía a los difuntos para entrar en el más allá…

– ¿Y usted cómo lo sabe?

La anciana me sonrió condescendiente.

– Lo sé, hijita, porque ya tengo edad para conocer ese tipo de cosas…

A aquella mujer también le vi el aura. Estaba muy apagada. Tanto que temí que no le quedara mucho de vida. Presentaba el aspecto de una película de aceite muy fina que le cubría todo el cuerpo y que parecía haber mutado a negro. No obstante, cada vez que esa leve capa de luz fluctuaba -y lo hacía a cada respiración suya- soltaba unas graciosas chispas doradas al aire.

Mis ojos se abrieron de estupefacción.

– Usted… -comprendí-. ¿Usted es una de…?

Ella me hizo callar llevándome uno de sus dedos sarmentosos a la boca y sonrió.

Dos días después supe que había muerto. Aquel día le tomé miedo a mi dichoso don.

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