Capítulo 33

En mi viaje por la tierra de los muertos hubo otra cosa que me sorprendió. Fue un detalle que jamás encontré en texto alguno ni, por supuesto, en ninguna de esas obras de arte que retratan el más allá y que, desde niña, habían ejercido una extraña fascinación en mí. El asunto tenía que ver con cómo se perciben nuestros recuerdos en un mundo donde el cerebro ya no funciona y en el que todas las referencias físicas han desaparecido. A diferencia de lo que sucede con la memoria de los vivos, lo que ahora desfilaba ante mí no eran evocaciones lejanas, más o menos difusas, de hechos fundamentales de mi existencia. No. Lo que veía era la vida misma, igual de vibrante y cercana que la que acababa de perder, aunque con una pequeña pero fundamental diferencia: la perspectiva. Era como si, de repente, me fuera posible enfocar mi pasado con una óptica distinta. Más precisa. Más clara, si cabe. Como si al atravesar el velo de la muerte hubiera ganado agudeza visual y el mundo en el que había transcurrido mi existencia se hiciera al fin comprensible al mirarlo con mis ojos nuevos.

Quizá fue ésa la razón por la que mi alma decidió repasar lo ocurrido en mi boda. Quise creer que al dejar de existir en el mundo material se me estaba dando la oportunidad de atender a momentos clave de mi pasado, contemplándolos tal y como lo habría hecho una cámara de televisión invisible, perfecta y fiable. «Como los ojos de Dios», pensé. De este modo conocí lo que voy a contar. Lo que sucedió justo después de que Daniel terminara su oscuro parlamento sobre Gilgamesh y Utnapishtim, cuando uno de nuestros invitados se levantó precipitadamente de su asiento y abandonó a toda prisa la capilla de Biddlestone.

Dócil, me dejé llevar por aquellas imágenes.

El hombre que abandonó el templo se llamaba Artemi Dujok. Era un viejo amigo de Martin llegado desde Armenia que, según acababa de saber, era el accionista mayoritario de una importante empresa de exportaciones tecnológicas. Por supuesto, yo ignoraba que su foto hubiera aparecido en la prensa en los días previos a nuestra ceremonia. «El hombre del fin del mundo», lo llamaban en titulares. Al parecer, el señor Dujok se encontraba entonces detrás de un curioso proyecto llamado Bóveda Global de Semillas, un búnker a prueba de catástrofes que entonces planeaba construir en Noruega para la preservación de la biodiversidad vegetal terrestre. Martin me explicó que su plan era excavar en el permafrost de Svalbard una especie de «invernadero de Noé» para que, cuando funcionara, pudiera alojar dos mil quinientos millones de simientes de los cinco continentes a temperaturas bajo cero, preservándolas ante cualquier catástrofe planetaria. La empresa de Artemi Dujok era la encargada de desarrollar los controles de seguridad e informáticos de tan colosal granero, aunque en esos mismos artículos se lo vinculaba también a proyectos de ingeniería militar y armamento de vanguardia, cuestionando la imagen benefactora que se esforzaba en dar.

Lo primero que pensé cuando lo saludé es que, para ser un genio multimillonario, su indumentaria no estaba a la altura de su cartera. El señor Dujok se escondía tras una estudiada imagen de tipo gris. De hecho, cumpliendo a rajatabla con ese papel, apenas le vi cruzar palabra con el resto de los invitados. Tal vez se sentía distinto a los demás.

Había venido solo, sin chófer ni guardaespaldas. Y quizá por su color tostado de piel o por los enormes bigotes que lucía, prefirió quedarse rezagado tratando de no llamar la atención más de la cuenta, abstraído en la pantalla de su teléfono móvil.

Así pues, nadie se fijó en Artemi Dujok cuando recién terminado el parlamento de Daniel echó mano a su terminal y se arrastró hasta un rincón del templo para consultar algo en ella. Con discreción, dejó atrás la capilla, torció hacia el jardincito de las tumbas y, en cuanto se supo libre de nuestras miradas, se guardó el aparato en el bolsillo del abrigo y dirigió sus pasos hacia el aparcamiento.

Para mi sorpresa, en mi estado post mórtem pude seguir con comodidad lo que hizo después y que nunca llegué ni a imaginar cuando aquellos hechos tuvieron lugar.

Los intermitentes de su BMW estacionado a pocos metros de allí destellaron al recibir la señal del mando a distancia. Cuando su maletero se abrió, dejó al descubierto una carga demasiado vulgar para un vehículo de cincuenta mil libras: un pico y una pala usados, llenos de barro, y una bolsa de deporte beige que su dueño se echó al hombro sin titubear.

Un minuto más tarde, aquel hombre se había desprendido de su abrigo, su americana, su corbata y, en mangas de camisa, comenzó a mirar a uno y otro lado como si tratara de asegurarse de que nadie lo espiara. Pero Dujok estaba solo. Las siete casas de paredes devoradas por la madreselva que daban a aquel lado de la iglesia dormitaban perezosas. Todas tenían las contraventanas cerradas y no se veía a nadie en los alrededores que le prestara la más mínima atención.

«¿Qué va a hacer ahora?», me inquieté.

En cuanto el señor Dujok alcanzó la cara exterior del ábside, inició una curiosa tarea. Dejó su bolsa en el suelo y comenzó a sacar de ella útiles de trabajo manual: primero se cubrió el rostro con una mascarilla, a continuación se puso encima del traje un mono de trabajo sin marcas ni distintivos, manchado de grumos de barro. Se aseguró de que las botas de agua que había traído se ajustaran herméticamente al pantalón, tomó una pala extensible de las que usan los escaladores de alta montaña y echó un rápido vistazo a su reloj. Tuve la impresión de que deseaba actuar deprisa. Ante sus ojos se abría un agujero de un metro de lado por otro tanto de profundidad que, por alguna razón, supe que había abierto él mismo la noche anterior. Qué extraño. Sus paredes eran irregulares y estaban cubiertas de un limo húmedo y pedregoso. Y justo en medio de mi boda, a espaldas de todos, incluso de su amigo Martin, se disponía a rematarlo como si buscara algo que fuera crucial para aquel preciso momento.

No le requirió mucho esfuerzo dar con lo que había ido a desenterrar. Cinco o seis paladas bastaron para alcanzar su objetivo. Y lo cierto es que no pareció muy sorprendido cuando dio con él. El primer golpe de metal contra metal lo dejó indiferente. Era como si supiera que aquello estaba allí, esperándolo.

Primero con la herramienta y luego con las manos, Artemi Dujok fue delimitando el perímetro de un cofre de plomo de pequeñas dimensiones. Tendría el tamaño de un cajón de cocina; estaba hecho de un metal envejecido, cubierto de impurezas y cráteres que le conferían un aspecto decididamente antiguo. Desde mi posición pude apreciar que carecía de goznes, cerraduras o cualquier otro elemento funcional. No presentaba dibujo ni inscripción alguna, y parecía haber sido soldado con meticulosidad de joyero para impedir que la humedad del suelo en el que había sido escondido pudiera afectar a su contenido.

Sólo antes de extraer aquel tesoro, Dujok titubeó. Sustituyó sus guantes de caucho por otros de aspecto metalizado, más fuertes, y asió el cofre con correas elásticas para asegurarlo. Cuando estuvo seguro de que su hallazgo no corría riesgo de colapsarse, tiró de él con cautela hasta depositarlo fuera del agujero, a sus pies.

Lo que vi entonces me desconcertó. Aún me estaba preguntando por qué se me estaba dando a presenciar aquello después de muerta cuando descubrí a Artemi Dujok forzando con un escoplo la tapa superior de su hallazgo. Cuando cedió, un fuerte aroma a amoniaco lo obligó a cubrirse el rostro con el brazo, mientras una casi imperceptible columna de vapor buscó su camino hacia el cielo. El armenio gruñó algo incomprensible, pero no se amedrentó. Se asomó al interior del cofre y, satisfecho, bajó el brazo dejándome ver cómo sus bigotes se arqueaban hacia arriba de satisfacción.

Por desgracia, no logré acercarme lo suficiente para averiguar qué le alegraba tanto. Apenas adiviné los contornos irregulares de una superficie rugosa y oscura. Una especie de tabla del tamaño del cajón, arañada por muescas que tal vez formaban parte de un diseño geométrico mayor. Pero poco más. La espalda de Dujok, y la velocidad con la que se apresuró a mover la caja y situarla bajo la ventana central del ábside, me impidieron determinar el modo en el que estaba manipulando aquella cosa. No obstante, quedé convencida de algo importante: aquel tipo sabía cómo manejarla.

– Sobra zol ror i ta nazpsad!-murmuró de repente en un idioma que no reconocí-. Graa ta malprag! -añadió subiendo el tono de voz.

El señor Dujok había dejado de ser el personaje gris de unos minutos atrás. Se había desprendido de su máscara de vulgaridad y ahora su mirada brillaba llena de una intensidad sobrehumana.

– Sobra zol ror i ta nazpsad! -repitió. Su tono retumbó en toda la calle.

Entonces sucedió algo. Al pronunciar por segunda vez esas palabras, me pareció ver que el interior de la caja se iluminaba lanzando una breve llamarada de luz hacia el cielo. Fue como un relámpago. Algo intenso y brevísimo, que se arqueó sobre el plomo que envolvía el origen de la luz dirigiéndose hacia la vidriera que separaba el jardín del altar en el que nos estábamos casando Martin y yo.

Tragué saliva. Por un segundo, tuve la impresión de que aquel tipo había despertado aquel objeto. Que lo había hecho entonando un viejo hechizo. Una especie de abracadabra que había logrado desatar una fuerza en esa materia inerte que ignoraba que pudiera existir. Nunca -a excepción de Sheila Graham aquella velada antes de la ceremonia en Biddlestone- había visto a nadie hacer algo así.

¿Quién diablos era el señor Dujok?

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