Capítulo 77

Las cosas se estaban poniendo feas para Michael Owen. Si no actuaba con prudencia, los sabuesos del presidente iban a interceptar las adamantas antes que él, comprometiendo el fin último de su operación. Por si eso fuera poco, las detecciones de otras «emisiones X» en varios puntos del globo -como si fueran un eco de la señal emitida por las piedras de los Faber- no auguraban nada bueno. Algo estaba cambiando en el geomagnetismo del planeta. Tal vez se tratara de un aviso. Una señal de la llegada del «día grande y terrible». Pero ¿estaba su país preparado para eso? ¿Lo estaba la Agencia que dirigía?

Lo cierto es que no.

Que él supiera, sólo existía un precedente conocido de ese momento. Durante años, su preocupación por documentar el único «día grande y terrible» del que hablaban todas las crónicas antiguas había sido máxima. En eso, seguía la obsesión de sus predecesores desde el mismísimo Chester Arthur. Lo decepcionante era que todo lo aprendido, todas las pruebas acumuladas cabían holgadamente en un sobre. Un cartapacio que Owen había pedido examinar por enésima vez en la tranquilidad de su despacho acorazado en Fort Meade, Maryland, y al que recurría siempre que su trabajo llegaba a un callejón sin salida. «Para entender el fin, antes hay que comprender el principio», se dijo.

Pero al cruzar el umbral de su oficina y sentir todo el poder que podía desplegar desde aquellas cuatro paredes, algo lo distrajo.

«Las noticias que nos llegan del departamento del Oise, al noreste de París, son desconcertantes…»

Su enorme televisor de pantalla plana se encendió elevando el volumen lo suficiente para captar su atención.

Owen dejó caer su chaqueta sobre uno de sus sofás Chester y escuchó. Aquel despacho estaba provisto de un sistema de escaneo multibanda de noticias que cuando detectaba algo de interés, lo grababa y se lo hacía ver en cuanto certificaba su presencia en la habitación. Aquella mañana su secretaria, sabiendo que había pasado la noche en la Oficina Nacional de Reconocimiento vigilando anomalías magnéticas, programó esa aplicación informática para recoger cuanto tuviera que ver con el asunto.

Al iluminarse el plasma, la presentadora del informativo de las siete de C-SPAN comenzó a dar la información internacional. La cara más conocida del canal por cable de Capítol Hill, Lisa Hartmann, parecía más preocupada que de costumbre.

– ¿Qué está ocurriendo en Francia, Jack?

El anguloso rostro de Jack Austin, el corresponsal de la cadena en el país europeo, pasó a primer plano. Owen lo escrutó con curiosidad.

– Aquí pasan unos minutos de las nueve de la mañana y la pequeña ciudad de Noyon, capital de la Picardía, sigue sin comprender la razón de esta emergencia. Sus veinte mil vecinos llevan sin luz desde anoche. La compañía EDF, Électricité De France, no da explicaciones sobre una falta de suministro que afecta incluso al tráfico ferroviario o a los hospitales y que empieza a generar ya cierta incertidumbre entre la población.

– ¿Hay miedo? ¿Creen que podamos estar ante un sabotaje terrorista?

– En ese extremo las autoridades policiales han sido muy claras. El apagón no obedece a causas técnicas conocidas. La razón debe de estar en otro lugar, pero no en un ataque. Durante la noche han examinado cada una de las subestaciones de este departamento y todas se encuentran en perfectas condiciones. Ni siquiera las heladas de estos días las han afectado.

– ¿Y con qué causas especulan los expertos? -insistió Lisa Hartmann desde el plato de Washington.

– Una comisión de estudio está reunida en estos momentos analizando el problema. Aquí todos cruzan los dedos para que el apagón no se extienda a ciudades cercanas, más pobladas, como Amiens…

El director de la NSA miró su reloj y comprobó que esa información había sido emitida hacía sólo seis minutos.

«¿Ha empezado ya?»

Owen se sacudió esa idea de la cabeza. «Si fuera una tormenta magnética nuestros satélites se hubieran visto afectados», se dijo. Apagó el televisor y se concentró en lo que había venido a hacer. Necesitaba abrir el sobre que acababan de enviarle del archivo y examinarlo con la mente lo más clara posible.

Se acercó a un aparador disimulado tras su escritorio. Se sirvió un café, lo cargó de azúcar de caña y se puso manos a la obra.

Le reconfortaba saber qué iba a encontrarse: un puñado de fotografías antiguas impresas en un papel que ya no se fabricaba y documentos manuscritos, algunos de hacía casi un siglo. Los había pedido al archivo acorazado de la NSA horas antes, cuando su hombre de confianza en España, Richard Hale, le habló por teléfono del interés que había mostrado por ellas Martin Faber antes de abandonar la Agencia.

«Martin Faber -masculló-. ¿Qué querías ver tú aquí?»

Los recuerdos que Owen había asociado con los años a esos papeles eran casi todos gratos. Viejos amigos como George Carver, experto en seguridad de la CIA fallecido de un ataque cardiaco en 1994, habían dedicado sus últimos meses de vida a rastrear aquella quimera del Arca de Noé, convenciéndolo de su existencia y de la necesidad de tenerla bajo permanente observación. Para él no había dudas de que teníamos mucho que aprender del «día grande y terrible» en el que la Humanidad ya pereció una vez si queríamos superar otra situación de esa envergadura.

Aquel Carver fue un tipo de principios. Se había interesado por la cuestión después de escuchar a un profesor de la Universidad de Richmond que, siendo cadete en West Point, oyó hablar a sus oficiales de un satélite de la CIA que había fotografiado el Arca de Noé por casualidad, sobrevolando el monte Ararat. Carver hizo algunas comprobaciones en Langley y descubrió, para su sorpresa, que esa historia no era un bulo. En septiembre de 1973, en efecto, uno de los tres orbitadores de la serie KH-11 inmortalizó algo extrañísimo: de los bordes de un glaciar en deshielo, en la cara noreste de la cumbre mayor del Ararat, asomaban tres enormes vigas curvas, de madera, como las que formarían parte del casco de un viejo barco. ¿Y qué otro barco podría encontrarse en esa cumbre sino la dichosa Arca?

Carver consultó su hallazgo con todo el mundo. Hizo preguntas. Elevó peticiones documentales y hasta convenció a algunos representantes del Senado para ir hasta el fondo del caso. Por desgracia, su enfermedad lo detuvo en seco. Tras su muerte, su amigo, el profesor, redobló los esfuerzos por sacar a la luz el dossier del Arca y no se detuvo hasta que consiguió la desclasificación de buena parte del material gráfico relativo a la «anomalía del Ararat». Eso ocurrió en 1995. Ni que decir tiene que el tema no tardó ni veinticuatro horas en alcanzar las páginas de The New York Times y convertirse en el chascarrillo que corrió de boca en boca por toda la comunidad de Inteligencia.

Entre las secuencias desclasificadas no sólo se entregaron tomas del KH-11, sino imágenes obtenidas por aviones espía U2 e incluso por los heroicos satélites Corona. Todas estaban fechadas entre 1959 y 1960 y demostraban que aquella maldita cosa con el aspecto de un gran cajón de madera existía. Y que se dejaba ver sólo cuando sus caprichosos hielos querían.

Pero no había sido únicamente eso lo que Martin Faber solicitó a los archivos de Langley.

Lo que él pidió formaba parte de un dossier más reducido, no desclasificado, del que unos pocos miembros de Elías conocían su existencia. Y justo ése era el archivo que estaba ahora en su mesa.

Michael Owen lo acarició nostálgico.

Ya tenía una idea de lo que Faber buscaba; de lo que lo había llevado a huir al Ararat antes de su secuestro, e incluso de lo que Dujok quería. Todo era lo mismo. Sólo esperaba que aquello que estaban detectando sus satélites no tuviera que ver con ello.

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