Capítulo 59

39° 25' 34" N.

44° 24' 19" E.

Los guarismos relampaguearon en un extremo del monitor, iluminando el rostro del armenio.

– Ya lo tenemos -exclamó, sin importarle el tiempo que llevaba sentado en el suelo de piedra de Santa María a Nova, con el trasero rígido y frío.

Artemi Dujok tenía la cabeza en otras cosas. Tal vez su mayor preocupación fuera que yo no descubriera la impostura hacia la que me estaba abocando. Pero, ingenua, no podía ni imaginar lo que me esperaba.

Concentrado, introdujo de inmediato esas coordenadas en el programa cartográfico de acceso libre de Google, y aguardó a que la bola del mundo dejara de girar sobre su eje para aproximarse a su objetivo.

Los dos contuvimos la respiración. Esperábamos que los datos suministrados por los satélites nos pusieran, al fin, tras la pista de Martin. Las imágenes sobre las que se había programado esa aplicación nos darían, en segundos, una idea aproximada del punto en el que se encontraban él y la segunda adamanta.

El movimiento del mapa enseguida dejó atrás Europa, acelerándose rumbo al este. Cruzó los Balcanes, Grecia, y dos segundos más tarde se centraba sobre un punto de intersección entre las fronteras de Armenia, Irán y Turquía. A 39 grados latitud norte la velocidad del mapa comenzó a disminuir y la superficie a agrandarse en la pantalla.

Cuando se detuvo por completo, la imagen resultante fue más que desoladora:

– ¿Es… eso? -pregunté incrédula. Dujok asintió.

Lo que aparecía ante nuestros ojos era un terreno plano, de color ocre, sin un solo árbol; una superficie monótona, pedregosa e infinita que apenas se interrumpía por un racimo de miserables casuchas desparramadas sobre suaves lomas deforestadas.

– Este programa no da coordenadas exactas al cien por cien -se excusó Dujok, mientras desplazaba la imagen arriba y abajo-. Exploraremos los alrededores para ver si encontramos algo de interés.

El paisaje se deslizó obediente bajo el cursor ofreciéndonos un panorama cada vez más desalentador. El único camino de la imagen aparecía cruzado por rodadas de vehículos de gran cilindrada, quizá camiones pesados, y se extendía a ambos lados del cercanísimo puesto fronterizo de Gurbulak. Era un campo liso. Sin accidentes orográficos destacables ni poblaciones o asentamientos que fueran de interés. Por fin, a apenas un kilómetro de una miserable aldea llamada Hallaҫ, dentro de una zona militar vallada, vimos algo curioso. Quizá lo único anacrónico del lugar: el tejado nuevo, impecable, de una mansión enorme, y una pista de tierra batida que podría servir para el aterrizaje de pequeñas avionetas. A un lado, escrito en caracteres grandes y alargados, alguien había trazado un nombre sólo discernible desde el aire: Turkiye. Turquía. Y en la cabecera de pista, un centenar de metros más al sur, el perfil de un edificio o instalación había sido borrado deliberadamente de la toma satelital.

Yo sabía que esos «borrados» en el software de Google Earth eran habituales. Cuando traté de utilizar el programa para estudiar la orientación de algunas iglesias cristianas en la ciudad vieja de Jerusalén, me encontré que toda ella estaba clasificada por «razones de seguridad» y no había manera ni de consultar su mapa urbano. Y lo mismo ocurría con instalaciones militares sensibles en Gibraltar, Cuba, China y tantos otros lugares. Pero ¿qué podría querer esconder nadie en Halla??

Al mover el cursor hacia el final de la pista, encontramos otra sorpresa. Era aún más extraña que la zona censurada si cabe: un boquete redondo, regular, un pozo enorme -de unos cuarenta metros de diámetro- abierto en aquel suelo miserable.

Dujok detuvo el cursor sobre él y comenzó a ampliarlo.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

No me hizo caso. Vi que tomaba nota de los datos periféricos que le ofrecía el programa. Altura: 4 746 pies. 39° 25' 14" norte. 44° 24' 06" este. Y calculó algo más: su distancia a los picos gemelos del Ararat. Estaban muy cerca. A unos treinta kilómetros a vuelo de pájaro.

Después, absorto, comenzó a girar la imagen para verla desde todos los ángulos posibles.

– ¿Qué es? -insistí.

Dujok no lograba despegar la vista de aquella peculiar herida geológica. Parecía que hubiese caído un misil justo en ese punto, dejando un boquete descomunal de un perímetro geométrico muy preciso.

Él sonrió.

– Su marido está ahí -sentenció con aplomo.

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