Capítulo 90

Aún no había caído la tarde en Santiago de Compostela, a casi seis mil kilómetros al oeste de Hallaς, cuando el inspector Antonio Figueiras tenía ya la certeza absoluta de que lo habían engañado. El americano que le prometió noticias sobre los asesinos de sus hombres se había volatilizado. Ingenuo, Figueiras le creyó cuando dijo que se llevaba al espía que había iniciado el tiroteo en la catedral para concluir su investigación. Y también cuando, amparado en sus impresionantes credenciales, su traje caro y su envolvente aroma aaftershave, Tom Jenkins le juró que ni Julia Álvarez ni ellos saldrían de España sin consultárselo antes.

Ahora, a la vista de las evidencias, se sabía ninguneado.

Una llamada de la oficina de la Policía Nacional del aeropuerto de Lavacolla le había puesto al corriente de que sus norteamericanos habían embarcado en un flamante Learjet 45 -el mismo con el que Nicholas Allen había aterrizado en Santiago- y abandonado el país sólo una hora después de sus promesas. Habían conseguido un plan de vuelo preferencial con escala en Estambul, permisos para desplazarse hasta el aeropuerto de Kars y un tanque lleno de combustible cedido por el Ministerio de Defensa español.

Cuando se enteró de todo eso ya era demasiado tarde. Si la información del aeropuerto era correcta, Jenkins y Allen llevaban al menos tres horas en su destino y en ese tiempo tampoco había recibido ni un simple mensaje de texto suyo. Nada.

Así, pues, estaban las cosas para él: su testigo principal se había esfumado tras pasar por Noia. Sus refuerzos norteamericanos también. Y las noticias que goteaban a cada rato desde ese municipio de apenas quince mil habitantes en la costa da Morte no podían ser peores. Confirmaban que el helicóptero de los asesinos aterrizó muy temprano a las afueras del pueblo y dejó otro reguero de sangre a su paso.

En Noia no se hablaba de otra cosa. Sus ocupantes habían protagonizado una batalla campal contra soldados norteamericanos, dejando cuatro cadáveres más para los forenses así como cuantiosos daños patrimoniales.

Sin nadie a quien interrogar, Figueiras decidió regresar al lugar donde había empezado su pesadilla. Se le ocurrió que, si conseguía cierta complicidad con el deán de la catedral, tal vez pudiera encontrar algún que otro detalle del que tirar mientras llegaba la llamada del americano.

Por eso, a las nueve menos cuarto de la noche ambos hombres se encontraron frente a la Puerta Santa del templo. No era una reunión secreta -no tenían nada que ocultar-, pero nadie los vio.

– Hábleme de ese signo que ha aparecido en la catedral, padre.

Figueiras hizo su pregunta a bocajarro en cuanto distinguió la silueta del padre Benigno Fornés bajo la luz macilenta de las farolas santiaguesas. Ya no llovía y el frío avanzaba posiciones en el termómetro. Al verlo de pie, en plena plaza, tiritando, casi se apiadó de aquel anciano de setenta y un años, de espalda torcida, con el que no recordaba haber cruzado nunca una palabra amable. Casi. Porque antes de que sacara sus manos del gabán, el policía soltó la ráfaga de interrogantes que había estado acumulando en las últimas horas.

– ¿Todavía cree que es una especie de señal del fin del mundo? ¿Cómo la llamó usted anoche? ¿Una marca de los ángeles del Apocalipsis?

Benigno Fornés tragó saliva. Frunció sus arrugas mirándolo con desconfianza y mientras soltaba una vaharada de resignación, le tendió la mano con desgana:

– Llega tarde -gruñó.

El deán tenía aspecto cansado y, la verdad, no estaba de humor para debatir de angelología con un comunista.

– Usted no cree en nada, comisario. Es ateo. Un hombre sin esperanza. ¿Para qué voy a gastar lengua en darle nociones de fe?

– No es la fe lo que me ha hecho llamarlo, padre -sonrió Figueiras, cínico-. Me conformaría con averiguar por qué después del tiroteo de anoche, y de que apareciera esa especie de pintada en la catedral, fue secuestrada Julia Álvarez.

La mirada del deán se oscureció.

– ¿Secuestrada? ¿Julia?

– Eso he dicho, padre.

– No… No sabía nada, comisario -tartamudeó-. Pensé que hoy no había venido a trabajar porque ustedes todavía la estaban interrogando.

Figueiras no le regaló ningún detalle. El asunto estaba bajo secreto de sumario, así que decidió ir al grano:

– ¿Recuerda el helicóptero que vimos de madrugada?

– Cómo olvidarlo -asintió el sacerdote.

– Creemos que pertenece a un grupo terrorista.

El deán lo miró desconcertado. ETA, la organización terrorista vasca, había puesto algunas bombas en Santiago en el pasado, pero por lo que él sabía nunca habían tenido acceso a esa clase de medios.

– Se trata de unos fanáticos con tentáculos internacionales, padre -precisó Figueiras comprendiendo su ambigüedad-. Se la han llevado a Turquía. Lo más probable es que hayan sido los mismos que secuestraron a su marido.

– ¡Ah! ¿Es que también han secuestrado a Martin?

Las palabras del deán sonaron apesadumbradas y sinceras.

– Sí. ¿Se le ocurre por qué?

Fornés, gallego de pura cepa, rumió su respuesta. No se le escapaba que, pese a todo, su interlocutor podía ponerle en un aprieto si decía algo inconveniente.

– ¿Y a usted? -resopló-. ¿Qué se le ocurre? ¿Es que cree que su secuestro tiene algo que ver con la señal?

– O quizá con su trabajo en el Pórtico. No lo sé. Tal vez usted haya visto algo sospechoso en los últimos días. Alguna actitud extraña de la señora Faber en el trabajo. Cualquier cosa. Su perspicacia podría sernos de alguna ayuda -sonrió-. Al menos a ella.

Los dos hombres caminaron hasta buscar refugio dentro de la catedral. Alcanzaron una de sus puertas de servicio, que Fornés abrió con diligencia con una gran llave de hierro, y penetraron pasillo adentro caminando sobre un pavimento de piedra que retumbó bajo sus suelas. El anciano se desplazaba a pasos pequeños, abriendo una tras otra viejas puertas decoradas con imágenes del apóstol Santiago.

– ¿Qué puede decirme de los hombres que se han llevado a Julia, inspector? Usted sabe que le tengo mucho aprecio a esa muchacha…

– No mucho, la verdad. Sólo que medio mundo los busca.

– ¿Ah, sí?

– Los Estados Unidos están investigando el caso.

– Es lógico… -barruntó Fornés mientras abría la última puerta, con un espléndido Santiago Matamoros repartiendo mandobles en la batalla de Clavijo-. Martin es norteamericano.

Don Benigno buscó entonces el interruptor de la luz de aquella habitación y se arrastró detrás de una gran mesa de roble para tomar asiento.

– ¿Y nada más? ¿No tiene nada más que decir de esos tipos?

Figueiras se sintió intimidado por primera vez. El deán había colocado sus manos sobre la mesa, como si esperase que le entregara alguna cosa.

– En realidad, sí -aceptó-. Parece que han desaparecido por culpa de unas piedras. No son joyas, pero parece que tienen cierto valor. Además, están relacionadas de un modo u otro con un símbolo más.

– ¿Otro símbolo, inspector?

– Ajá. Y como usted es un experto en estas materias -prosiguió Figueiras-. Tal vez si le echara un vistazo podría indicarme por dónde seguir.

– ¿Puedo verlo?

– Claro.

Figueiras hurgó en su gabardina tratando de localizar algo. De uno de sus bolsillos sacó un cuaderno de notas que abrió justo por el dibujo que había copiado en casa del joyero Muñiz y se lo tendió. Era aquella especie de garabato con cuernos de luna y patas en forma de tres tumbado.

– ¿Sabe qué puede significar, padre?

El deán agarró el cuaderno y lo escrutó con severidad.

– Mmmm. Parece un signo lapidario -murmuró. Sus ojos escrutaban el diseño con avidez.

– Un signo lapidario, claro…

Un eco de decepción asomó a la frase del inspector. Fornés no lo tuvo en cuenta.

– Los signos lapidarios son marcas antiguas, de origen incierto, inspector -prosiguió-. Seguramente son prehistóricas y pueden tener entre cuatro y diez mil años de antigüedad. Galicia está llena de ellas. Quizá sea la región de Europa donde más haya. Cuando se encuentran en rocas en medio del campo se las llaman petroglifos, pero si las descubren en iglesias como ésta, se clasifican como marcas de cantero. Las más famosas son las de Noia. ¿Las conoce?

– ¿Noia? -El sobresalto de Figueiras no pasó desapercibido al deán.

– Allí se conserva la colección de lápidas medievales inscritas más importante del mundo. En muchas aparecen signos como ése. Acérquese. Se lo mostraré.

Fornés se inclinó entonces hacia una estantería cerrada por dos puertas huecas de madera. Tomó una pequeña llave del manojo que llevaba colgado a la cintura y la abrió. Pronto, un tomo enorme lleno de grabados antiguos cayó sobre su escritorio.

– Aunque nadie sabe con exactitud si son letras, ideogramas o representaciones esquemáticas de alguna cosa, es significativo que esta clase de marcas nunca hayan aparecido en edificios civiles -dijo mientras hojeaba el tomo-. Eso demuestra que se trata de iconos sagrados de algún tipo, aunque lo de la iglesia de Santa María de Noia excede todos los cánones, créame. Mire.

Del tomo que había elegido el deán, enseguida emergieron un mar de curiosos diseños. Parecían monigotes trazados a partir de toscas cruces y círculos. Justo como el de Dee. El inspector los examinó, seguro de que aquello quería decir algo, aunque no fuera capaz de descifrar el qué.


– ¿Y se sabe para qué servían estas cosas? -murmuró absorto, hojeando las páginas posteriores y anteriores, también llenas de garabatos similares.

– No. Nadie lo ha explicado aún de forma convincente, inspector. Cada historiador tiene su teoría, y yo, claro, también la mía.

– ¿De veras? ¿Y cuál es la suya?

– Estos signos complejos de ahí, como el círculo con el punto en el centro que se repite una y otra vez, están vinculados a familias. Podrían ser una especie de escudos heráldicos primitivos. Algo parecido a los hierros para marcar ganado cuyo origen volvería a llevarnos a la prehistoria.

– Eso es algo vago.

– Tiene razón. Pero no hay mucho más que decir.

– ¿Y el que le he mostrado? -titubeó-. ¿Sabe a qué familia podría pertenecer? ¿O de qué época es?

Figueiras lo miró con cierta ansiedad mientras cerraba su libro.

– Creo que ya sé adónde quiere ir a parar con sus preguntas, inspector. Pero me temo que por ese camino sólo va a llegar a un callejón sin salida.

– Pero ¿lo reconoce o no? -insistió.

– El signo que tanto le interesa es una reelaboración del más antiguo que se conserva en Noia. Una rareza absoluta. Y, por tanto, del que menos cosas sabemos. Por si le sirve de algo, allí creen que representa al patriarca Noé.

– ¿A Noé?

Las arrugas del deán volvieron a enmarcar su mirada escrutadora.

– ¿Sabe? Ahora que lo pienso, quizá tenga usted ahí la razón por la que se han llevado al matrimonio Faber a Turquía.

– ¿La razón? ¿Qué razón?

El padre Fornés desesperó. Aquel tipo era estúpido de veras.

– ¿No le enseñaron en el colegio que Noé encalló su célebre arca en la montaña más alta de Turquía? ¿No ha oído nunca hablar del monte Ararat, inspector?

– Nunca me gustaron las clases de religión, padre.

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