Capítulo 58

El paciente de la habitación 616 seguía sin reaccionar, aunque sus constantes vitales -temperatura corporal, pulso, frecuencia respiratoria y presión arterial- indicaban que se encontraba ya fuera de peligro. Las inyecciones de adrenalina todavía no habían conseguido despertarlo. Sus ojos indicaban que Nicholas Allen seguía sumergido en la fase REM de un sueño inusualmente prolongado. Quizá por ello, los médicos del hospital de Nuestra Señora de la Esperanza no parecían muy seguros sobre cómo evolucionaría en las próximas horas.

– Es posible que despierte en breve… -comentó el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos en la primera reunión de equipo, a eso de las seis de la mañana-, pero también que el coma colapse definitivamente su sistema nervioso y no se recupere.

– ¿Podemos hacer algo por él? -preguntó otro.

– No mucho. En mi opinión, no deberíamos aplicarle ningún tratamiento hasta saber qué le ha pasado exactamente.

– Pero lleva varias horas inconsciente, doctor -replicó una de las enfermeras.

– Mi opinión es firme. Mientras siga estable, no intervendremos. Es mejor esperar a que despierte y averiguar qué lo ha llevado a ese estado.

Ninguno de aquellos facultativos podía imaginar, ni por lo más remoto, que el cerebro de aquel gigante trabajaba en ese momento en la resolución del problema. De hecho, sus circuitos neuronales pasaban revista a la última vez que una fuerza sobrehumana como la que acababa de postrarlo impactó contra su cuerpo.

La memoria celular de Allen lo recordaba bien.

Entre Armenia y Turquía.

11 de agosto de 1999

Todo ocurrió en las horas siguientes al robo frustrado en la catedral de Santa Echmiadzin.

Herido en la frente, desarmado y puesto fuera de circulación por los gorilas de Artemi Dujok, Nick Allen fue sacado de la ciudad en un camión frigorífico y conducido clandestinamente al otro lado de la frontera con Turquía. Junto a él habían maniatado al torpe de Martin Faber. Nadie podía quitarle de la cabeza que si no lo hubieran sorprendido en su improvisado centro de control a las afueras del recinto santo, las cosas hubieran sido muy diferentes. Pero ¿de qué iba a servir lamentarse? Lo único cierto era que, tendido a su lado, el joven burócrata presentaba un aspecto mucho mejor que el suyo. Allen no le adivinó hematomas ni heridas significativas, y aunque lo habían amordazado sólo con cinta adhesiva, parecía asustado e incapaz de actuar. Su propio caso, por desgracia, era bien distinto. Había perdido mucha sangre, se sentía demasiado débil para huir, tenía los músculos de brazos y piernas agarrotados y era consciente de que su supervivencia dependía de la energía que ahorrase hasta que lo llevaran a un hospital. Si es que lo hacían.

Durante siete interminables horas, sin agua ni aire limpio, ninguno de los dos hizo ademán de comunicarse.

Aquel éxodo duró más de lo esperado. Si lo que buscaba el santón de Echmiadzin era ponérselo difícil a un eventual equipo de rescate de la NSA, lo estaba haciendo muy bien. De entrada, los habían alejado de la catedral conduciéndolos a una suerte de planicie inhóspita, en medio de la nada, que los estremeció nada más verla. Ya no estaban en la montañosa Armenia, sino en una plataforma infinita en la que el perfil de las cumbres de aquel país apenas era una sombra tras la que el Sol amenazaba con ponerse en cuestión de minutos.

Faber y él repararon en seguida en el edificio que se levantaba a apenas un centenar de metros de ellos. Situado al otro lado de una depresión enorme y oscura, pocos pasos más allá destacaba una especie de minarete de base circular, más ancho en su parte inferior que en su extremo superior, de factura antigua, que parecía un dedo apuntando al cielo. Había sido cubierto parcialmente por una torre de ladrillos de adobe, como si por alguna razón hubieran querido ocultar la estructura a miradas indiscretas.

– ¿Dón… Dónde estamos?-balbució Nick. Su herida había dejado de sangrar.

– Esto es el Kurdistán libre, coronel -anunció solemne Artemi Dujok abriendo sus brazos hacia el abismo que los separaba de los edificios-. La tierra sagrada de los herederos de Noé.

Martin tragó aire.

Aquel tipo no les estaba mintiendo. Debían de haber recorrido casi cuatrocientos kilómetros hasta llegar a ese lugar. Desde su nueva posición, los picos nevados del vecino Ararat destellaban bajo las últimas luces de la tarde. Calculó que debían de encontrarse cerca de su cara sur, en algún punto equidistante entre las fronteras de Armenia, Turquía e Irán.

– ¿Y qué hacemos aquí?-volvió a abrir la boca Allen mientras pateaba con desgana el suelo, como si tratase de recuperar el tono muscular-. ¡No pueden retener a dos súbditos americanos!

El tipo de los grandes bigotes y sus hombres sonrieron de medio lado.

– Vaya. ¿No reconoce el lugar, coronel?

– Yo sí -los atajó Martin señalando al horizonte-. Aquello es Agri Daghi, «la montaña del dolor», en turco. O Urartu, «la puerta hacia arriba», en armenio.

– Muy bien, señor Faber. Hoy va a saber por qué los turcos la llaman así.

– ¿Ése es su plan? -musitó-. ¿Van a abandonarnos ahí? ¿En la montaña? ¿Va a despeñarnos por alguno de esos barrancos?

– No, no. Nada de eso. -Dujok retomó aquella extraña sonrisa que nunca terminaba de caérsele del rostro-. Eso les daría una inmerecida oportunidad de escapar a su destino, señor Faber. Y queremos que les duela. Los yezidís, créame, hacemos las cosas a conciencia.

– ¿Yezidís?

Por alguna razón, Martin se estremeció al oír aquel término. El joven enviado de la NSA se quedó mirándolo con gesto de sorpresa, mientras éste se adelantaba al borde del agujero y lo examinaba con inquietante satisfacción. Pese a estar en pleno mes de agosto, la caída del Sol empezaba a dejar paso a un viento frío del norte que no consoló a los prisioneros.

– ¿Sabes quiénes son…? -le susurró Allen cuando Dujok se hubo apartado.

Martin, solícito, respondió enseguida:

– Desde luego -bisbiseó-. Mi padre me ha hablado mucho de ellos. Exploró estas regiones hace años y contaba cosas asombrosas de esta gente. Aquí los tienen por adoradores del diablo pero en realidad mantienen el único culto exclusivo a los ángeles que existe en el mundo. Los santones yezidís no se afeitan nunca los bigotes. Míralos. Creen en la reencarnación. No comen lechuga. Ni visten de azul. Se consideran los supervivientes legítimos de varios diluvios, y por tanto los únicos leales protectores de reliquias como la de Santa Echmiadzin.

– Fanáticos… -chistó Allen con fastidio.

– Pero no asesinos.

– ¡Pues casi me matan en la catedral!

Martin Faber no supo qué replicar. De poco hubiera servido explicarle a un herido por cuchillo yezidí la fascinación que ejercía aquella gente en su familia. Los padres de Martin habían pasado años interesándose por su extraña teología y los consideraban pacíficos. Aunque quizá les cegaron los sutiles lazos que los unían con John Dee. Ambos -yezidíes y seguidores del mago inglés- aseguraban haber establecido comunicación con inteligencias superiores e incluso haber visto «libros» y «tablas celestiales» que les habrían permitido el acceso directo al Creador.

Y eso era justo lo que Martin, inspirado por su padre pero impulsado por el proyecto en el que militaba, había ido a buscar a Armenia.

– ¿Sabe? -Artemi Dujok giró entonces sobre sus talones, interrumpiendo los cuchicheos de sus prisioneros. Su mirada estaba puesta en el joven Martin-. No debería extrañarme que haya heredado la ambición de su padre.

– ¿Mi padre? -saltó-. ¿Lo conoce?

– Señor Faber, por favor. Su ingenuidad me conmueve. Conozco a todos y cada uno de los implicados en el Proyecto Elías. Hubo un tiempo en el que incluso yo trabajé para él. Antes incluso de que usted tuviera uso de razón. Sin embargo, lo dejé en cuanto conocí las verdaderas intenciones de su país.

– ¿Trabajó para Elías?

Los ojos del armenio relampaguearon. Los de Martín también.

– Sí. Y, por lo que veo, todavía siguen dispuestos a conseguir el monopolio de las piedras a toda costa.

Nicholas Allen estaba aturdido. No lograba entender de qué estaban hablando aquellos tipos. ¿Conocían los yezidís a los padres de su compañero? ¿Qué diantres era ese Proyecto Elías? ¿Y por qué, de repente, tenía la impresión de que su agencia lo había metido en un avispero sin haber tenido la consideración de informarle siquiera de su existencia?

– Lo que no entiendo muy bien -terció Martin ajeno a los razonamientos de su mermado colega- es por qué nos ha traído aquí. A una de sus famosas torres…

Dujok se acercó a sus prisioneros con las manos a la espalda:

– Celebro que reconozca el lugar, Martin Faber. No esperaba menos de usted.

– He leído sobre ellas en los libros de William Seabrook. Y también en los de Gurdjieff.

«¿Torres? -La consternación de Allen iba en aumento-. ¿Gurdjieff? ¿Seabrook?»

– ¿Y ha leído por casualidad lo que dicen de nosotros Pushkin o Lovecraft? -sonrió malévolo el armenio-. Quizá ya lo sepa, pero mi obligación es decirle que todos mienten. Gurdjieff, el místico más famoso de mi país, ni siquiera llegó a ver estas torres. Sin embargo, en Europa disfrutó de una popularidad inmerecida sólo porque publicaba sus panfletos en francés.

– Aunque William Seabrook sí descubrió su secreto, ¿no es cierto?

– Seabrook, sí -masculló.

– Fue un ocultista y reportero que trabajó para The New York Times a principios del siglo XX…

– Sé quién fue Seabrook, señor Faber. El primero que publicó detalles sobre estas construcciones -lo atajó señalando la inmensa aguja de piedra oculta por estrechos tabiques de adobe y plástico-. El muy estúpido las llamó las «torres del mal» porque creía que irradiaban vibraciones con las que Satán dominaba el mundo. Pero cuando escribió sobre ellas, no pudo demostrar siquiera su existencia. La mayoría habían sido destruidas o en el mejor de los casos sepultadas bajo otras estructuras.

– Leí su Adventures in Arabia -asintió Martin, satisfecho de estar distrayendo a su verdugo-. Y eché en falta que diera sus ubicaciones exactas…

– Nunca las supo. Por eso no las dio. Ninguno de los sheikhs yezidís con los que habló en los años veinte se las hubiera revelado. Tuvo que contentarse con suponer que alguien muy preparado, en la noche de los tiempos, las distribuyó por todo el continente y que nosotros, de tarde en tarde, las visitamos para saber si aún funcionan.

– ¿Y ésta es una de ellas?

– Así es -asintió el armenio-. Mi familia se vio obligada a ocultarla en tiempos de Seabrook por culpa de sus escritos. Su libro consiguió estigmatizar a nuestro pueblo al vincularnos al diablo y afirmar que esas torres estaban controladas por el mal.

– ¿Y no lo están? ¿No son ustedes satanistas? -intervino Nick dubitativo, con voz cansada. Sus piernas empezaban a flaquearle y la respiración se le hacía cada vez más penosa. Empezaba a desear que aquello, fuera lo que fuese lo que les esperaba, terminara rápido.

– ¡Claro que no!

– Y entonces, ¿por qué va a sacrificarnos? -Tosió. El coronel empeoraba. La fiebre había empapado por completo su frente herida. Aquel sudor frío que no presagiaba nada bueno-. ¿No hacen eso los adoradores del mal? ¿Sacrificar humanos?

Dujok dejó de dar vueltas alrededor de sus prisioneros para inclinarse sobre el texano.

– Lo interesante del caso, coronel -susurró-, es que no voy a ser yo quien los ejecute. No quiero mancharme las manos con su sangre. Por suerte, al robar una reliquia sagrada, ustedes dos se han hecho merecedores de una ordalía. ¿Sabe qué es eso?

Nick Allen no tenía ni la más remota idea. Jamás había oído esa palabra. Y Dujok, que lo imaginaba, no tardó en aclarárselo:

– Es un juicio de Dios, coronel -siseó-.Justicia pura impartida por el Todopoderoso. Una sentencia implacable. Instantánea. Exacta. Él será quien decida su suerte. ¿Le parece bien?

– Está loco…

Otro soplo del viento helado del norte, reflejo quizá de la tormenta que se estaba gestando a la altura del pico menor del Ararat, dio por terminada su conversación.

– No hay tiempo que perder. -El armenio se irguió desoyendo el desprecio de su prisionero.

A un gesto suyo, dos hombres los empujaron más cerca del borde de aquel cráter oscuro. El corte en la roca era feroz: bajo sus botas se abría una sima vertical, un hueco horadado como a cincel que, al sentirlo cerca, los bañó con un inesperado bofetón de aire caliente. ¿Pensaba Dujok arrojarlos allí? ¿En eso consistía la ordalía?

Faber conocía bien aquel término.

Fue acuñado por la Santa Inquisición en la vieja Europa y se refería a aquellos juicios contra brujas y herejes en los que se renunciaba al proceso habitual forzando a los reos a demostrar su inocencia venciendo a las llamas o flotando con manos y pies atados ante un grupo de eclesiásticos. Él no creía que los fueran a lanzar al vacío. La ordalía debía darles una pequeña oportunidad de defenderse. Y un precipicio como aquél no parecía que fuera a concedérsela.

– ¿Qué va a hacer con nosotros, Dujok? -preguntó Martin inquieto al notar que el suelo se terminaba ya bajo sus botas.

– Vamos a poner a prueba su fe, señores.

El armenio había tomado la pequeña reliquia de Echmiadzin entre las manos y la sostenía sobre su cabeza. Aquel riñón de piedra destellaba casi como si fuera un diamante. Su luz debía de ser propia porque la oscuridad ya se había hecho la dueña del lugar y no había nada que pudiera provocar aquellos brillos.

– ¿Sabe ya por qué llaman a estas reliquias piedras del Sol, señor Faber?

Martin no se esperaba aquella pregunta. Sin bajar su pieza de las manos, Dujok siguió hablando:

– Las heliogabalus son minerales especiales que sólo reaccionan a ciertos estímulos del Astro Rey. Hace sólo unas horas un eclipse de Sol total ha ensombrecido una latitud cercana a la nuestra, haciendo visible parte de su corona de plasma. Aunque no lo hayan notado, esa energía ha impactado contra la tierra y ha hecho que las siete torres de los ángeles que quedan en el mundo se hayan activado durante unas horas. Si una de estas piedras se encuentra en sus inmediaciones recibirá esa energía y podrá desencadenar una interesante reacción.

– ¿Qué reacción?

– Nosotros la llamamos la Gloria de Dios, señor Faber -sonrió-. La Biblia hebrea la llama kabod. Es el brillo del Padre Eterno. El mismo fuego que Moisés contempló en el Sinaí. Aquel que quemaba la zarza pero no la consumía y que hizo posible que el Inefable hablara a través de ella… En realidad, es nuestro canal más antiguo para hablar con Dios. Sólo que a ustedes, si no tienen el don necesario para recibir esa luz, los matará.

– John Dee vio ese fuego y no murió -replicó Martin desafiante.

– Fue una excepción. Usó a videntes con el don y le confiaron ensalmos que lo protegieron.

– En ese caso -sonrió Faber, recordando sus años de estudio de las fórmulas mágicas de Dee-, estoy deseando ver esa Gloria.

El rostro del maestro yezidí brilló malévolo tras la piedra.

– Entonces, señores, sea.

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