Capítulo 15

– ¿Y qué pasó después? ¿No me dijo que aquél fue el primer día que vio las piedras?

Nicholas Allen formuló su nueva pregunta con ansiedad. Como si determinar cuál era mi vínculo exacto con las piedras fuera vital para su investigación.

– Voy a explicárselo -dije, manteniendo un suspense involuntario-. Pero si quiere entenderlo, debo hacerlo paso a paso.

– Claro -aceptó-. Prosiga.

Después de su calculada disertación sobre Dee, Martin me dirigió hacia una puerta de aluminio blanco que daba paso a los apartamentos nueve al dieciséis de la calle Mortlake. Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí sobre el dintel una placa metálica, de letras blancas sobre fondo azul, que rezaba: «John Dee House

– Aquí es -dijo.

– ¿La casa de John Dee?

Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro de querubín. Aquel día Martin estaba de un humor excelente. Podía notarlo en la forma en la que se le marcaban los hoyuelos al reír y hasta en el modo de mirarme.

– ¡Vamos! ¿A qué esperas? -me urgió.

Subimos de dos en dos las escaleras que daban al primer piso. Cuando comprobé que sus pasillos eran amplios, luminosos y ventilados me relajé. Si aquello fue un día la casa de un nigromante, ya no quedaba ni rastro de ella. De hecho, estaba a punto de hacer un comentario al respecto cuando la puerta de una de las viviendas se abrió frente a nosotros.

– ¡Martin! ¡Muchacho!

Una mujer de aspecto cuidado, que rondaría los sesenta, de media melena morena, bien maquillada, blusón negro y sandalias de pedrería, se lanzó a sus brazos.

– ¡Estábamos esperándote!

– ¡Sheila, Dios santo! ¡Cuánto tiempo! ¡Estás maravillosa!

El abrazo de Martin y Sheila Graham -leí su nombre en la placa dorada con dos ángeles que presidía su puerta- fue interminable.

– Y ésta debe de ser…

– Julia -completó Martin, solícito-. Desde mañana, querida tía, la nueva y flamante señora Faber.

– Bonita melena roja -silbó, radiografiando de paso mi vestido estampado y mis piernas recién depiladas-. Elegiste bieeen.

Me hizo gracia, la verdad.

Sheila pronunció aquella frase como si fuera el guardián del Grial en Indiana Jones y la última cruzada antes de entregar su copa de madera a Harrison Ford. Y como en la película, también me regaló una sonrisa cómplice antes de guiarnos por un pasillo largo y mal iluminado. Su casa era fabulosa. Pasamos junto a estanterías dobladas bajo el peso de viejos libros antes de alcanzar un recoleto saloncito, confortable y luminoso, que se abría a la calle. Allí nos aguardaba un individuo de aspecto juvenil, alto pero entrado en carnes, de piel rosácea, barba y melena rizada, repantingado en un viejo sillón de orejas.

Al detectarnos, levantó el rostro del tomo que leía, prestándonos la justa atención.

– Hola -me saludó escueto-. Toma asiento donde quieras, cariño.

«¿Cariño?»

La «guardiana del Grial» hizo los honores. Aquella especie de león marino encaramado a su roca se llamaba Daniel. «Como el profeta», precisó ella. Daniel Knight.

– Y si estás pensando que soy una arpía que se ha echado un amante veinte años menor que yo, estás muy equivocada, querida.

Eso era exactamente lo que había supuesto, y me sonrojé. Avergonzada, borré la idea de mi mente mientras Martin y ella continuaban por otro pasillo en busca de algo para beber.

Sentada junto a un Daniel enfrascado de nuevo en su lectura, me entretuve en examinar la estancia. Tendría unos veinte metros cuadrados y estaba dividida en dos ambientes: uno para comedor y otro para salita de estar. La larga mesa del centro y las sillas de respaldo alto que flanqueaban el «ala norte» daban la impresión de haber acogido banquetes interesantes. Me intrigó, eso sí, la alacena que descansaba frente a la ventana. Sus puertas de cristal protegían una heterogénea colección de cachivaches. Distinguí una flauta de pan, una esfera traslúcida, una especie de pipa larga tallada con la cara de un beduino, algunas láminas de buen tamaño apiladas en un extremo y tres o cuatro figuritas de escayola lacadas en negro… Pero el rincón que de verdad atrapó toda mi atención estaba en el extremo opuesto del salón. Habían entelado su pared principal y sobre ella lucían una avalancha de grabados antiguos y fotografías. En algunas encontré a una Sheila más joven. Había sido una mujer muy atractiva. Y allá posaba en lugares históricos de Gran Bretaña reconocibles incluso para una extranjera como yo. Identifiqué el perfil de la atalaya militar de Glastonbury que aparece en tantas portadas de libros sobre el rey Arturo, la fachada del Museo Británico, los monolitos de Stonehenge y hasta las suaves colinas de Wiltshire con uno de sus caballos blancos grabados sobre el suelo. Justo en aquella foto, Sheila se había retratado con un grupo de hippies ataviados con túnicas blancas, que sonreían a cámara sosteniendo unos extravagantes bastones.

– Son druidas, cariño -gruñó Daniel cuando me acerqué a mirarla más de cerca-. Uno de ellos es John Michell.

– Druidas, claro -repetí inocente, sin tener ni idea acerca de quién me hablaba-. ¿Puedo preguntarte a qué se dedica Sheila?

Daniel levantó la mirada del libro.

– ¿No te lo ha dicho tu prometido?

Negué con la cabeza.

– Somos ocultistas, cariño.

– ¿Ocultistas? -Traté de no parecer sorprendida, mientras me preguntaba si habría dicho oculistas. A veces mi inglés me jugaba esas malas pasadas.

– Ocultistas -insistió-. Y de los mejores.

Daniel aguardó a que su respuesta provocara alguna reacción. Y aunque mi cara debía de estar pidiéndole a gritos más detalles, el hombretón me mantuvo en ascuas. Tuvo que ser Martin, mientras hacía graciosos equilibrios con una bandeja de pasteles, el que me desvelara quiénes eran exactamente nuestros anfitriones.

– Julia, Daniel Knight se gana la vida en el Real Observatorio de Greenwich. Es astrónomo. Pero también el mayor experto contemporáneo en John Dee. Acaba de publicar un libro en el que explica sus métodos de comunicación con los ángeles. En estos momentos estudia el idioma que usaron. ¿Te apetece un baklava?

– ¿No habíamos quedado en que Dee fue un científico? -ironicé ahora, mientras tomaba uno de aquellos deliciosos pastelillos de la bandeja.

– ¡Lo fue! ¡Y de los grandes! Debes saber que en el Renacimiento se tenía una noción de ciencia algo diferente a la nuestra. A los alquimistas de ese tiempo les debemos descubrimientos fundamentales. Paracelso, por ejemplo, introdujo el método experimental en medicina. Robert Fludd, un célebre escritor rosacruz del siglo XVII, inventó el barómetro, y otro alquimista holandés, Jan Baptiste van Helmont, acuñó la palabra «electricidad» mientras investigaba con imanes…

– Todo eso es muy cierto, Martin -aplaudió el barbudo.

– Por favor, convéncela tú, Daniel. Julia no me cree cuando le digo que existe una historia ocultista del mundo, tan importante o más que la que aprendemos en el colegio.

Al astrónomo le brillaron los ojos de excitación por primera vez.

– Muy bien, cariño -aceptó complacido su reto-. Lo intentaré. Lo primero que debes saber es que hasta la llegada de la revolución industrial, quienes hacían ciencia en este país estaban más preocupados por cuestiones espirituales que materiales. Isaac Newton, sin ir más lejos, puso todo su conocimiento al servicio de la reconstrucción del Templo de Salomón. Sus escritos revelan su preocupación por recuperar el único espacio sagrado de la Antigüedad en el que se podía hablar «cara a cara» con Dios. Los Principia mathematica, por los que pasaría a la Historia de la Ciencia, en realidad fueron algo de importancia menor para él. Eran sólo un medio con el que alcanzar un fin superior. Creía que el lenguaje de Dios se fundamentaba en los números y que había que aprender matemáticas si queríamos llegar a conversar con Él.

– ¿De veras quiso reconstruir el Templo de Salomón? -pregunté mientras trataba de tragarme el pastelillo, que resultó ser una bomba calórica de miel y nueces.

– E incluso escribió sobre ello -precisó Daniel-. Conservamos sus notas. Todas prueban sus esfuerzos por comunicarse con el gran arquitecto del Universo. Para Newton, el Templo debió de ser una especie de centralita telefónica desde el que invocarlo.

– Pues, por lo que dice Martin, parece que Dee estuvo más cerca que el mismísimo Newton de conseguirlo. O al menos con los ángeles -sonreí.

– No te equivoques, Julia. Sir Isaac Newton creía en los ángeles más que nadie.

Me ruboricé.

– No quise ofender…

– No es a mí a quien ofendes -gruñó-. Mucha gente ha muerto por hacerse con este secreto. A fin de cuentas, los grandes arcanos de la Humanidad están ligados a la comunicación directa con Dios. ¿Qué fueron el Arca de la Alianza, el Santo Grial o la Kaaba sino herramientas para dirigirse a Él? Debes saber que el doctor Dee fue el último personaje histórico que tuvo en sus manos esa capacidad. Gracias a sus comunicaciones con las jerarquías celestiales se ganó una reputación extraordinaria en Inglaterra. Y todo lo logró desde este solar sobre el que estamos. Por eso Sheila se mudó aquí.

– ¿El suelo es importante?

– Suele serlo, desde luego. Los esfuerzos de Dee por lograr abrir ese puente con el mundo angélico nunca han sido comprendidos del todo. Por eso respetamos los lugares que nuestros antepasados eligieron para sus contactos.

– Pero ¿de veras creéis que John Dee habló con los ángeles?

Mi interlocutor se retorció en su asiento mientras Martin nos contemplaba divertido.

– Hay una prueba que, a mi juicio, lo demuestra más allá de toda duda -precisó Daniel, como si lo hubiera herido en su amor propio-: esas criaturas superiores le transmitieron cientos de eventos que estaban por suceder. Sus comunicantes eran capaces de moverse adelante y atrás en el tiempo. Un don que fue muy apreciado por la reina Isabel, que incluso estuvo en varias ocasiones en esta casa para reclamar sus servicios proféticos.

– ¿Y acertaba?

– No sé si ése es el verbo más adecuado.

– Está bien -concedí-. ¿Profetizaba?

– Júzgalo tú misma, jovencita. Dee anunció la decapitación de la reina María de Escocia, las muertes del rey de España Felipe II, del emperador Rodolfo II y hasta de la mismísima reina. Sí. Yo diría que fue un futurólogo extraordinario.

– Verás, Julia -nos atajó Martin, mientras decidía tomar asiento a mi lado como si quisiera protegerme de los humores de su sabio amigo-: mis padres encargaron hace veinte años a Daniel y a tía Sheila que investigaran a fondo la vida de Dee y, en especial, los instrumentos que desarrolló para hablar con esos ángeles. Como ellos se fueron a vivir a los Estados Unidos pero Sheila y Daniel se quedaron en Londres, pensaron que a ellos les sería más fácil hacerlo. Sabíamos que Dee reclutó al menos a dos videntes capaces de usar los objetos que recibió de los ángeles, pero ignorábamos el alcance exacto de lo que vieron a través de ellos. Y, al parecer, fue algo extraordinario.

Martin hizo una pausa antes de continuar:

– Hoy debemos imaginar esos objetos como una especie de teléfonos satélite del tiempo. Por fuera parecen simples piedras, pero son muy poderosos. Gracias a ellos Dee se hizo con datos de primer nivel en óptica, geometría, medicina… Sus informaciones estuvieron llamadas a revolucionar su época. El propio Dee, convencido de su valor, invirtió su fortuna en la construcción de una «mesa de invocación» en la que encastraba aquellas piedras. Adquirió un espejo de obsidiana traído por los españoles desde México, e incluso reunió una pequeña colección de joyas para que sus médiums pudiesen recibir más y mejores mensajes de los ángeles. Siguió al pie de la letra todas sus instrucciones, sobre todo las de cierto arcángel Uriel, y abrió una línea de comunicación con el Cielo que no existía desde la Antigüedad.

– ¿Y por qué tu familia se interesa por eso? -Empezaba a no dar crédito a lo que estaba oyendo. Mi marido había dejado de sonreír hacía un rato, mudando su estado de ánimo a uno más serio. Solemne, incluso-. ¿Es que los Faber coleccionáis ese tipo de joyas?

Sheila no dejó que Martin respondiera. Llegó con una tetera bien caliente que olía a hierbabuena y la plantó entre nosotros con la intención de no moverse de allí.

– Jovencita -se arrancó-, lo que verdaderamente importa ahora es que nosotros tenemos las dos piedras que usó el doctor Dee en sus experiencias angélicas. Hay algunas más circulando por ahí, incluso expuestas en las vitrinas del Departamento de Antigüedades Medievales del Museo Británico. Pero no son tan poderosas como las nuestras. Nosotros guardamos las únicas y verdaderas adamantas de Dee.

– Ada… ¿qué?

– ¡Oh, vamos, Martin! -La anfitriona palmeó la espalda de mi novio, divertida-. ¿La has traído hasta aquí sin decirle nada?

– Te prometí que lo haría. Ni media palabra.

– ¡Buen chico! -sonrió.

Mientras vertía un poco de té aromático en unos vasitos de aspecto árabe, Daniel retomó la conversación.

– Entonces, se lo explicaré yo -dijo. Dio un sorbo a su infusión, hincó el diente a un nuevo baklava y prosiguió-: Verás, Julia, según lo poco que dejó escrito el doctor Dee al respecto, esas joyas fueron el mejor regalo que le hicieron los ángeles. Su origen era celestial. Tan únicas como las rocas que se trajo la NASA de la Luna. De hecho, antes de confiárselas, se cuidaron bien de explicarle que las habían tomado del Paraíso terrenal. Del Edén.

Lo miré estupefacta.

– Por supuesto, puedes creértelo o no, pero desde que el padre de Martin nos las entregara, no han dejado de asombrarnos.

– ¿Ah, sí?

– Bueno… Nunca se han comportado como dicen las notas del doctor Dee, pero a veces las piedras hacen cosas extrañas. Varían de peso, cambian de color, dejan ver signos que después desaparecen y son tan duras que ni el diamante puede cortarlas.

– ¿Y eso qué tiene que ver con la comunicación con los ángeles?

– El caso es que las hemos puesto en manos de videntes de buena reputación, tal y como hizo Dee en el siglo XVI, y algunos han llegado a arrancarles sonidos y hasta luces.

– ¿Y un gemólogo? ¿No las ha visto un experto?

– Ese es otro tema. -Sonrió Daniel enigmático, acariciándose los rizos de la barba-. Digamos que todos los intentos racionales por arrancarles sus secretos han fracasado. Sólo ciertas personas con habilidades psíquicas nos han ayudado a avanzar algo en su conocimiento. Y eso es ahora justo lo que esperamos de ti, jovencita. ¿Verdad, Martin?

Vi cómo las pupilas de Daniel se dilataban al pronunciar aquellas palabras:

– Martin -añadió- cree que tú eres una de ellas. Ya sabes, una vidente.

– ¿Yo?

El corazón me dio un vuelco. ¿Qué era aquello? ¿Una encerrona? Interrogué a Martin con la mirada. El sabía que llevaba años huyendo de ese tipo de cosas. ¿Cómo podía hacerme eso, justo el día antes de nuestra boda?

– Creo, Julia -dijo impertérrito-, que ha llegado el momento de que veas esas piedras y nos muestres lo que eres capaz de hacer con ellas.

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