Capítulo 26

Allí estaban pasando cosas muy raras.

Antonio Figueiras no podía organizar un operativo para proteger a una testigo con todos los elementos en contra. La falta de luz, de señal de radio y la última desconexión de los operadores de telefonía móvil de los alrededores lo habían dejado otra vez sin herramientas para trabajar. Por eso el inspector no se lo pensó dos veces: tomó su coche particular y, a toda prisa, enfiló el camino más corto que lo llevara a la plaza de la Quintana. Julia Álvarez debía de estar todavía hablando con el norteamericano. Por suerte, había dejado a varios hombres de confianza a su cargo y el helicóptero de su unidad estaba allí aterrizado para que no la dejaran marcharse. No creía que ningún terrorista kurdo -por osado que fuera- se atreviese a secuestrar a Julia en esas condiciones.

La lluvia -«por suerte», pensó- estaba dando una tregua. Había dejado de descargar con tanta furia y ahora dejaba entrever incluso el ligero resplandor del amanecer tras las torres barrocas de la catedral.

Si Figueiras se hubiera detenido a contemplar la hora que marcaba el reloj del salpicadero de su coche, se hubiera dado cuenta de que esa luminaria no podía ser, en modo alguno, el Sol.

Pero no lo hizo.

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