Capítulo 39

Tardé en acostumbrarme al suave balanceo del helicóptero. Por fortuna, cuando aquella supermáquina concluyó su ascenso vertical, mi estómago regresó a su lugar y mi cuerpo comenzó a recuperar su tono de siempre. No tenía otra alternativa que relajarme. El miedo y la confusión no iban a sacarme del apuro, así que tragué aire y aflojé mis músculos, estirando piernas y brazos como lo haría en mis clases de yoga. El truco funcionó a medias. Todavía sentía cómo el pulso me martilleaba las sienes mientras los ojos seguían humedecidos por la rabia y el dolor por haber regresado al mundo de los vivos.

En aquel momento hubiera deseado no haberlo hecho. Había descubierto que la muerte era un tránsito dulce. Indoloro. Todo lo contrario a lo que estaba sintiendo en ese momento.

¿Qué había querido decir el señor Dujok con que me había sometido a no sé qué bombardeo de ondas? De repente caí en la cuenta de aquel detalle.

¿Por qué se había tomado la atribución de rescatar a Martin frente al tipo de la embajada con el que había estado conversando antes de encontrarme atada a su helicóptero?

Sentado frente a mí, con la espalda apoyada contra un asiento de cuero de respaldo alto, Artemi Dujok me vigilaba sin pestañear. Me ofreció algo de beber mientras todos a bordo hacíamos esfuerzos por mantener el tipo cada vez que atravesábamos una nube.

– Dígame una cosa, señora Faber. ¿Le contó su marido para qué fue a Turquía? -preguntó mientras me veía apurar con dificultad su refresco isotónico.

– Más o menos… -Traté de hilar una respuesta neutra-. Me dijo que quería terminar su estudio sobre el deshielo de las cumbres del planeta. Y como yo iba a estar muy atareada en la restauración de la catedral, supuso que era el mejor momento para su viaje.

– Entonces, no se lo contó…

– ¿Qué quiere decir? -La boca llena de refresco me hizo pronunciar mi pregunta con torpeza.

– Martin fue al monte Ararat a devolver su adamanta. La piedra salió originariamente de allí. ¿Lo sabía?

– Eh… Eso también, claro -tragué, mintiendo.

– Escúcheme bien, señora Faber. Su marido y yo trabajamos juntos desde hace años. Tratamos de reunir las pocas piedras como su adamanta que hay esparcidas por el mundo. Ambos sabemos lo extraordinarias que son, pero no se hace una idea del poder que pueden generar estando juntas. De hecho, hemos descubierto signos que indican que muy pronto vamos a necesitar todo su potencial para protegernos de lo que parece que va a ser una catástrofe global. Un golpe a la biosfera del que su marido está más que seguro. Por eso es muy importante que colaboremos y que seamos sinceros entre nosotros. ¿Lo entiende?

Dujok dijo aquello muy serio, sin sombra alguna de grandilocuencia ni intriga.

– ¿Qué pretende? ¿Asustarme?

– En absoluto, señora. Lo que quiero decirle es que Martin está implicado en una operación de altísimo nivel, y que si no la puso al corriente de todos sus detalles hasta ahora fue sólo para protegerla. Ahora, él está en peligro.

La situación ha cambiado y ambos tenemos la obligación moral de ayudarle. Necesito su confianza, señora. Sé que apenas me conoce, pero le prometo que no se arrepentirá.

– ¿Va a ayudarme a rescatar a mi marido?

El tipo de los bigotes asintió.

– Por supuesto. Pero para eso necesitamos su piedra. ¿Recuerda cuándo le pidió que se la entregara? ¿Cuándo la escondió?

– Hará más o menos un mes… -suspiré-. Fue justo antes de irse a su viaje. En realidad tuvimos una discusión y se la devolví.

Artemi Dujok asintió como si conociera ese detalle.

– Entonces la ocultó en lugar seguro -dijo como si pensara en voz alta-. Un escondite especial, en un punto geográfico de gran potencia energética, donde además de estar segura se cargaría de una gran fuerza.

– ¿Ah, sí?

Mi pregunta sonó desconfiada.

– Pero, sobre todo, debió de hacerlo pensando en que hombres como el que estaba con usted hace un rato no se la robasen, señora Faber.

– ¿Ese hombre quería robarme mi piedra? ¿El coronel Allen? -Me encogí de hombros.

– Así es. Era lo único que le interesaba de usted. Puede creerme. Si se la hubiera dado, tal vez no habría vivido lo suficiente para este reencuentro…

El helicóptero se inclinó entonces sobre un costado, haciendo que la sangre me subiera a la cabeza. Afuera el cielo empezaba a clarear anunciando la pronta llegada del amanecer. Todavía el armenio no me había dicho adonde nos dirigíamos.

– ¿Y cómo sé que puedo confiar en usted, señor Dujok?

– Lo hará -sonrió-. Es cuestión de tiempo. Martin me contó muchas cosas de su relación y de lo que llegaron a hacer con las adamantas. Incluso me pidió que si le ocurría algo en alguna de sus misiones, yo me ocupara de su seguridad. Temía por usted, ¿sabe? Por eso conozco aspectos de su matrimonio que quizá ni siquiera usted recuerde…

– ¿Lo dice en serio?

– Desde luego. -Frunció la comisura de sus labios, amagando otra sonrisa, más ácida-. Por ejemplo, ¿le explicó alguna vez por qué Martin y usted se casaron en Biddlestone? ¿Tiene la más remota idea de por qué me invitó a su ceremonia?

Miré a Artemi Dujok a los ojos. Estaba claro que ese hombre de grandes bigotes y ademanes de caballero estaba intentando ganarse mi confianza. Sus niñas marrones eran profundas y misteriosas. Las había visto encendidas hacía muy poco, en el otro mundo, y no tenía duda de que eran las mismas.

– Pues sí creo saberlo, señor Dujok… Usted fue a Biddlestone a recoger algo -dije recordando lo que había visualizado justo antes de despertar en su helicóptero-. Algo que desenterró a escondidas de la iglesia mientras nos casábamos, ¿me equivoco?

Sus pupilas se contrajeron como si un rayo de Sol las hubiera golpeado.

– Vaya, vaya… -titubeó-. No se equivoca en absoluto. ¿Puedo preguntarle quién se lo dijo?

– Lo he visto.

– ¿En serio? -Se arqueó.

– Justo antes de que usted me despertara en este helicóptero.

– Eso es… -susurró complacido, alargando su respuesta con pompa- perfecto. No sabe cuánto me alegra que conserve su viejo don, señora. ¿Lo ha reactivado otra vez?

«¿Cuánto sabe este tipo de mí?»

– Puede -respondí bajando la vista.

– Está bien -convino-. Me hago cargo de sus recelos. Pero quizá le ayude a disiparlos comprender lo que ocurrió en su boda. Ustedes acudieron a Biddlestone para desposarse siguiendo un ritual angélico secular. Oficiaron su ceremonia recurriendo al Libro de Enoc en lugar de a la Biblia, y se consagraron empleando las mismas piedras que utilizó por última vez John Dee para comunicarse con seres celestiales en el siglo XVI.

– ¿Va usted a hablarme ahora de ángeles? -dije con evidente fastidio. Dujok ni se inmutó.

– John Dee, como su marido le habrá contado, fue el último occidental que tuvo éxito en sus intentos de comunicarse con ellos, señora. Y como usted, no fue precisamente un místico. No sufría trances extáticos ni nada por el estilo. Era más bien un hombre de ciencia y su aproximación a ellos fue racional. Se valió de tres elementos para conseguirlo: unas piedras de enorme poder, un médium llamado Edward Kelly que sabía cómo mirar en ellas y extraer información de su interior, y una especie de mesa o tabla con signos grabados que, puesta en conjunción con lo anterior, abría ese canal con el cielo y hacía que se manifestaran ante sus ojos. Todo ese instrumental debía conjugarse en fechas y lugares precisos para que funcionara, y Dee se las ingenió para averiguarlos.

– Sigo sin comprender qué tiene que ver eso con su presencia en el lugar donde nos casamos, señor Dujok… -lo presioné.

– Es muy fácil de entender.

– Eso espero. Siga.

– Al final de sus vidas, John Dee y Edward Kelly cayeron en desgracia y fueron perseguidos por sus contemporáneos. La culpa la tuvo el mal uso que hicieron de sus herramientas. Kelly, por ejemplo, se convirtió en un sujeto arrogante. Se creyó heredero de la tradición profética iniciada por Enoc y continuada por Elías o el mismísimo san Juan. Pero a diferencia de éstos, buscó enriquecerse con los pronósticos de los ángeles. Fue cuestión de tiempo que todo se volviera en su contra. Por eso, cuando finalmente se separó de John Dee, éste decidió salvaguardar las piedras y el tablero para que no volvieran a caer en manos inadecuadas. Disimuló las primeras en un ejemplar del Libro de Enoc que la familia Faber conserva desde hace generaciones. En cuanto al segundo, fue enterrado en Biddlestone, en la parte exterior del ábside de su iglesia. ¿Lo comprende ahora? El mago eligió ese lugar por razones mágicas, aunque también porque, en el antiguo dialecto de Wiltshire, Biddlestone significa «Biblia de Piedra». Y era así como Dee veía a su instrumento. Como una auténtica Biblia, un soporte vivo de la palabra de Dios.

– ¿Y cómo supo que esa tabla estaba allí?

– Martin lo descubrió estudiando las últimas anotaciones de Dee conservadas en el Museo Ashmoleano de Oxford. Su hallazgo se produjo poco antes de conocerla a usted, señora. Cuando las encontró creyó que estaba predestinado para reconstruir el instrumental de invocación de Dee. Tenía las piedras. Sabía dónde estaba el tablero y, durante un viaje a España para hacer el Camino de Santiago, se tropezó con usted y se dio cuenta enseguida de que tenía las dotes de médium que necesitaba. Ya sabe, ese second sight del que tanto hablaron los espiritistas ingleses en el siglo XIX.

Dujok tomó aire antes de continuar:

– No es de extrañar que, con los tres elementos tan a mano, pensara recuperar el tablero teniendo las adamantas cerca. Juntas de nuevo, tras cuatro siglos separadas, colmarían de bendiciones su matrimonio. ¡Podrían abrir un canal directo con el cielo ustedes dos solos!

– ¿Y por qué lo llamó a usted? -insistí.

– Conocí a Martin en Armenia, cuando él aún trabajaba para el gobierno de los Estados Unidos…

– Eso lo he sabido hoy.

– Bien. El caso es que allí lo convencí para que dejara de buscar esas piedras para su país. Su gobierno no iba a darles un uso pacífico, ni tampoco creo que supieran manejarlas como debían. Pero al dejar su trabajo en la Agencia Nacional de Seguridad, los problemas empezaron a perseguirlo. Por esa razón, hace más o menos un año, decidió separar las adamantas y confiarme el tablero para su custodia. Pensaba tenerlos separados hasta estas fechas en las que estamos. Su marido encontró un motivo para reunirías de nuevo e intentar su comunicación con los ángeles de Dee.

– ¿Un motivo? ¿Cuál?

– Las piedras actúan por vibración, señora. Reaccionan a estímulos sonoros, a ultrasonidos y a ciertas frecuencias del espectro electromagnético. En estos días el Sol está en plena ebullición. Tormentas solares han llenado de manchas su superficie y las erupciones de helio son las mayores detectadas en el último siglo. Sólo hace falta que un buen golpe de viento solar, cargado de trillones de electrones, golpee la Tierra de lleno para que las piedras, el tablero y su catalizador, usted, dispongan de la energía suficiente para hacer esa llamada al cielo. Lo malo, señora -dijo en tono más lúgubre-, es que esta información la conocen más personas, y me temo que han secuestrado a Martin para asegurarse el control de esa llamada.

El helicóptero dio dos o tres sacudidas muy bruscas, como si atravesara un camino empedrado, pero estaba tan absorta en el relato del señor Dujok que no le presté la menor atención.

– Entonces… ¿no cree que haya sido secuestrado por un grupo terrorista kurdo?

– Lo dudo. -Tosió, incómodo-. Eso es lo que los antiguos jefes de Martin quieren hacerle creer para que no haga demasiadas preguntas.

– Pero ¡en el vídeo lo reivindican!

– Eso es falso. Quien ha organizado esta operación es mucho más poderoso que el Partido de los Trabajadores del Kurdistán. A su lado, el PKK es tan inofensivo como un mosquito.

– ¿Y de quién se trata, según usted?

– No puedo hablarle de eso… No ahora.

– Al menos podría decirme adónde vamos.

– Eso sí. -Sonrió, alargando la mano para tomar la medalla que yo llevaba al cuello-. Al lugar donde todo empezó para ustedes dos.

Dujok dejó la frase en el aire, como si esperara que yo cayese en la cuenta. Pero no lo hice.

– La última frase de Martin en el vídeo… ¿La recuerda? «La senda para el reencuentro siempre se te da visionada.» -Asentí, sonriendo ante la torpe pronunciación de esa frase-. La dijo en español porque se la enviaba a usted. ¿Lo entiende?

– No…

– ¿Dónde se encontraron ustedes? ¿Dónde se conocieron?

– En Noia. Yo vivía allí… Justo al final del Camino de Santiago.

– Y éste es el escudo de su pueblo, ¿no es cierto? -dijo acariciando el anverso del colgante que yo llevaba al cuello, con un barco y unos pájaros sobrevolándolo-. Pues justo allá vamos, señora. Al reencuentro con su marido.

Загрузка...