Capítulo 10

Miguel Pazos y Santiago Mirás llevaban sólo un año destinados en la comisaría de policía de Santiago de Compostela. Habían terminado sus estudios en la Academia con excelentes calificaciones y disfrutaban trabajando en una ciudad como aquélla, donde pese a estar radicado el gobierno de la región y recibir la mayor población flotante del norte de España, casi nunca sucedía nada digno de mención.

El inspector Figueiras los había enviado a vigilar la escalinata que daba acceso a la puerta principal de la catedral y al Pórtico de la Gloria, y los dos especulaban animados sobre lo que acababa de ocurrir. Estaban relajados. Los disparos que habían puesto en estado de alarma a su unidad habían parado hacía rato. Gracias a Dios el templo no se había incendiado ni nadie había resultado herido en el tiroteo. Pese a todo, se les había ordenado que permanecieran alerta ante cualquier movimiento sospechoso. Un prófugo armado seguía oculto en alguna de las callejuelas que morían en la impresionante plaza del Obradoiro, y su prioridad era ahora detenerlo.

En la puerta del hostal de los Reyes Católicos todo parecía tranquilo. El acceso al parador nacional estaba cerrado a cal y canto, como siempre a esas horas, y la luz eléctrica había devuelto su tono macilento a la catedral y a la fachada del palacio de Rajoy. La lluvia, además, jugaba a su favor. Los obligaba a quedarse dentro del coche patrulla, aparcados en la esquina de la calle San Francisco, proporcionándoles un observatorio seco y privilegiado desde el que poder controlar la irrupción de cualquier transeúnte.

Ninguno de los dos esperaba que a eso de las doce y cuarenta el suelo empezara a temblar.

Primero fue un estremecimiento suave, como si la lluvia hubiera intensificado su fuerza e hiciera vibrar al Nissan Xtrail sobre sus ejes. Los agentes se miraron sin decir palabra. Pero cuando un zumbido cortante comenzó a tronar sobre ellos, ambos se removieron en sus asientos.

– ¿Qué carallo es eso…? -murmuró el agente Pazos.

Fue su compañero quien lo tranquilizó.

– Debe de ser el helicóptero que pidió el comisario. Calma -dijo.

– Ah, bueno.

– Hay que tenerlos bien puestos para volar en una nochecita así.

– Y que lo digas.

El zumbido aumentó su intensidad haciendo que algunos charcos que se habían formado sobre los adoquines de la plaza comenzaran a elevarse a pequeños chorros hacia el cielo.

– Santi… -El agente Pazos tenía la nariz empotrada en el parabrisas viendo cómo la aeronave descendía ante ellos-. ¿Ese helicóptero es nuestro?

Un pájaro de quince metros de envergadura, pintado de negro, con dos rotores superpuestos como no los habían visto en su vida y un tercero empotrado en la cola al estilo de la hélice de un barco, descendió a pocos pasos de ellos haciendo que los casi dos mil kilos de peso de su todo- terreno gravitasen a un palmo de los adoquines.

Cuando dejaron de girar, un silbido ensordecedor, agudo, recorrió la plaza obligándolos a taparse los oídos.

– ¿Quién ha llamado al ejército? -murmuró Pazos, con evidente disgusto.

Su compañero no lo escuchó.

Tenía la vista clavada en un tipo de tez blanca, el pelo recogido en una trenza, que presentaba una llamativa herida debajo de su ojo derecho y que estaba dando golpecitos a su ventanilla. El agente Mirás bajó el cristal.

– Buenas noches, ¿qué…?

No tuvo tiempo de terminar su pregunta.

Dos detonaciones secas se confundieron con el último silbido del helicóptero, lanzando los cráneos de ambos policías contra sus reposacabezas. Los impactos de la Sig-Sauer de última generación que sostenía aquel tipo fueron tan certeros que los arrancó del mundo de los vivos sin que se dieran cuenta. Ni siquiera llegaron a escuchar cómo su verdugo murmuraba algo en un idioma ininteligible -una especie de letanía, algo así como Nerir nrants, Ter, yev qo girkn endhuni!-, antes de persignarse y continuar su camino.

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