Capítulo 30

Benigno Fornés hizo un esfuerzo notable al deshacer corriendo el camino que lo separaba de los dormitorios del palacio arzobispal. Sin aliento, alcanzó el umbral del secretario de monseñor y aporreó su puerta hasta que el buen hombre se la abrió. No debió de llevarse muy buena impresión del deán: sudoroso, con una linterna en la mano y la mirada queriéndosele salir del rostro, por un momento dudó si el anciano conservaría aún su sano juicio. Fornés tuvo que jurarle que lo despertaba por algo importante. Parecía nervioso. No dejaba de repetir que era vital que su ilustrísima viera algo. Y cuanto antes.

– ¿A estas horas? -masculló el secretario.

– Lo siento. Es un asunto entre monseñor y yo, y tiene una importancia capital -replicó.

– ¿Importancia? ¿Para quién, padre?

– Para la Iglesia.

Aquello lo hizo titubear, pero al final cedió:

– Más le vale que así sea, padre Benigno. Lo llamaré por teléfono, aunque le recuerdo que será usted quien asuma toda la responsabilidad de este atropello.

– Dese prisa, se lo ruego.

Faltaban unos minutos para las cuatro de la madrugada cuando, al fin, un pálido y desconcertado monseñor llegó a las estancias de su secretario. Juan Martos lo había preferido así. Se había vestido a toda prisa con un traje oscuro y todavía estaba terminando de abotonarse el alzacuellos cuando saludó con gesto interrogativo a su deán. Lo encontró hecho un manojo de nervios, paseando en círculos en el pasillo y con las manos entrelazadas, como si buscase consuelo en la oración.

– ¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante que tiene que decirme?

– Discúlpeme, ilustrísima -balbució-: no quiero distraerlo con palabrería; en realidad se trata de algo que debo mostrarle.

– ¿Mostrarme? ¿Qué? ¿Dónde?

– En la catedral.

– Creí haberle dejado claro que debía mantenerla cerrada hasta que terminara la investigación policial.

Fornés lo ignoró.

– ¿Recuerda la señal de la que estuvimos hablando?

Aquello descuadró a Martos. Se había figurado que el padre Benigno, el determinado guardián de su catedral, llevaría algo más mundano entre manos. Quizás algo relacionado con el tiroteo de esa tarde.

– Claro… -concedió desconcertado-. Pero, padre, ¿no podría esperar al desayuno para discutir de leyendas conmigo?

«¿Leyendas?» Fornés torció el gesto.

– No es posible, monseñor -replicó-. Su Eminencia lleva sólo tres años en esta sede. Yo más de cuarenta. Debo enseñarle algo, ahora, antes de explicarle qué está pasando aquí. El incidente en nuestra seo no ha ocurrido por azar. Ahora lo sé…

Intrigado, el arzobispo siguió al anciano enloquecido hasta el templo. Descendieron por el mismo pasillo que había transitado ya dos veces esa madrugada y se dirigieron justo hacia el precinto de la puerta de Platerías. Tras dejar atrás el altar mayor y atravesar el crucero, el deán se adelantó hasta el punto exacto que quería mostrarle.

– Hace cuatro décadas, monseñor, uno de mis predecesores en el cargo me contó una curiosa historia -se arrancó-. Me explicó que durante al menos quinientos años éste fue considerado el santuario más occidental de la Cristiandad y, como tal, se lo tuvo por algo así como la iglesia del fin del mundo.

El arzobispo Martos no dijo nada. Se quedó en pie, escuchándolo con atención. Fornés prosiguió:

– En el siglo XII la curia estaba tan convencida de que Compostela sería el primer lugar desde el que se vislumbraría la llegada del Reino de los Cielos, que en secreto se decidió decorarla con una simbología adecuada a su función. Desmantelaron los viejos ornatos románicos y los sustituyeron por otros acordes a su misión apocalíptica. Y así, nuestro Pórtico de la Gloria, monseñor, encarnó la quintaesencia de ese proyecto. De hecho, como sabe, sus imágenes anuncian la llegada de la Nueva Jerusalén, la ciudad celestial que impondrá un nuevo orden al mundo.

– ¿Y bien?

– Ese orden, Ilustrísima, creían que se daría a conocer cuando se abrieran los siete sellos que cierran el misterioso libro del que habla el Apocalipsis de Juan. Un tomo en el que se guardan las instrucciones para recibir a las jerarquías que nos conducirán al Reino de los Cielos cuando llegue el Final de los Tiempos. Naturalmente, Ilustrísima, para acceder a ellas antes habría que encontrar los sellos.

Monseñor Martos parpadeó incrédulo.

– ¿Y usted cree que éste es uno de ellos, padre?

– Verá: no es cuestión de creer o no. El hecho cierto es que acaba de aparecer en su catedral. Eso es lo que quiero que vea.

– Padre Fornés, yo…

– No diga nada. Sólo mírelo. Es ese que tiene frente a usted.

Juan Martos se inclinó hacia el punto de la pared que le señalaba su deán sin intención de creerse ni una palabra de aquello. Contempló, en efecto, una muesca perfecta, oscura, tallada o fundida -no sabría decirlo- con una meticulosidad que excedía los hábitos de los viejos canteros medievales y que mostraba algo parecido a una L invertida del tamaño de un folio A4. Pasó las yemas de sus dedos por ella y la escrutó con toda severidad. Sin embargo, por más que el deán insistió monseñor Martos se resistió a darle una interpretación. Mientras la escrutaba, se preguntaba a qué alfabeto pertenecería.

– ¿Es una letra celta? -tanteó al azar.

– No. Y tampoco hebrea, ilustrísima -se adelantó Fornés-. Ni ninguna humana.

– ¿Sabe qué es?

El deán ladeó la cabeza, evitando responder.

– Apuesto a que el hombre al que han tiroteado esta noche en la catedral podría responderle a eso. Según la policía, una de las restauradoras lo sorprendió mientras estaba arrodillado en este lugar, como si orara o buscara algo en la pared.

– ¿Esto?

El deán, grave, asintió.

– ¿Sabe lo que pienso, monseñor? Que alguien se ha propuesto abrir los sellos de los que habla el Apocalipsis y ha encontrado el primero en nuestra catedral. Por eso urge que atrapen a ese hombre y nos lo traigan cuanto antes. Debemos hablar con él.

Martos contempló al padre Fornés con infinita tristeza. Su pobre deán, pensó, había perdido el juicio.

Загрузка...