Capítulo 18

Media hora llevaban muertos los agentes Pazos y Mirás cuando la emisora de su vehículo sonó por primera vez para comprobar que todo iba bien. Apenas produjo un chasquido y después se apagó. El responsable de hacer la ronda se encontraba con su walkie frente al café La Quintana en el momento en el que, por segunda vez en aquella noche de perros, el suministro eléctrico de toda la zona volvió a venirse abajo.

– Hay que joderse -dijo con evidente fastidio.

Por alguna razón que el agente no acertó a explicarse, su radio también dejó de funcionar. Zarandeó un par de veces el aparato, intentando recuperar al menos el ruido de estática, pero no lo logró. Al verlo tan inerte, incluso con la señal de la batería extinguida, el policía recordó que todavía era noche de difuntos.

– Será cosa de meigas… -murmuró ahogando un estremecimiento y persignándose por si acaso.

Cerca de allí, al final del paredón del monasterio benedictino de Antealtares, frente al antiguo restaurante O Galo d'Ouro en la rúa da Conga, tres sombras calculaban su siguiente paso. No perdían de vista los dos coches con hombres armados que estaban estacionados frente a su objetivo.

– Esta vez no fallaremos -murmuró al grupo el que llevaba la voz cantante-. Debemos llegar a la mujer.

– ¿Y si no llevase la piedra encima?

Quien daba las órdenes adoptó un tono severo:

– Eso no importa. Las necesitamos a las dos. La piedra sin ella no nos sería de gran ayuda. Y ahora es la mujer la que está a nuestro alcance.

– Entendido.

– Recuerda que nuestro hermano entró hace una hora a la catedral con «la caja» y ésta no tardó en activarse. Esa clase de cosas sólo suceden si un catalizador humano, una adamanta, o ambos elementos juntos, se encuentran cerca uno del otro e interactúan entre sí. Hay una posibilidad entre dos de que ahí dentro esté todo lo que buscamos -dijo señalando la entrada de la cafetería-. Y eso es más de lo que hemos tenido hasta ahora.

– ¿Y si se dejó su adamanta en la catedral?

Durante un segundo, nadie respondió.

– No -dijo uno al fin-. Si la tiene, la llevará encima.

– Me asombra tanta seguridad.

– Piensa en lo que acaba de suceder -lo atajó la voz anterior-. Apenas nos hemos acercado a ella y ha vuelto a irse la luz. Cada vez que «la caja» detecta una intermediaria potente, absorbe la energía de su derredor para poder funcionar.

– Mirad. Ahí tenemos otra prueba de que el sheikh tiene razón -dijo la tercera sombra.

Su dedo señalaba justo hacia la vertical de donde se encontraban. No era cómodo alzar la vista al cielo y sentir un millón de frías gotas de agua clavándose en la piel, pero el rostro de aquellos hombres resistió. A unos cinco metros por encima de sus cabezas, a ras de las cornisas de los edificios circundantes, no se veían ya las nubes de tormenta sino una sombra fantasmagórica, informe, de una vaga tonalidad fluorescente, que parecía expandirse en todas direcciones.

– ¿Vamos a activar «la caja»? El sheikh asintió.

– Sólo así saldremos de dudas… Y recemos para que esta vez no haya que matar a nadie.

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