Capítulo 13

Era una larga historia. Se lo advertí. Pero Nicholas Allen se dispuso a escucharla mientras pedía otro café bien cargado y apuraba los restos de bollería industrial del día que aún quedaban en la cocina. El camarero también se resignó. Aquello era un asunto policial. Tenía una patrulla de la Guardia Civil y otra de la Nacional aparcadas en su puerta y no le iba a quedar otro remedio que aguantar detrás de la barra lo que fuera necesario.

– Comience por donde quiera -me apremió Allen.

– Lo haré por el día en el que vi esas piedras por primera vez. ¿Le parece?

– Adelante.

– Fue la víspera de mi boda con Martin…

Nunca había visto a mi novio tan excitado como aquella mañana de principios de verano. Era el último día de junio de 2005 y habíamos llegado a nuestro hotel del West End con algo de tiempo para descansar antes de la ceremonia. La celebraríamos en una minúscula iglesia normanda del condado de Wiltshire; un lugar hermoso. Iba a ser un acto sencillo, con apenas un puñado de invitados y sin protocolos. De hecho, lo oficiaría un sacerdote amigo de la familia de Martin al que ya habíamos telefoneado poniéndole al corriente de nuestras intenciones.

Amaba a aquel hombre con locura.

Todo lo hacía bien. A medida. Como un alfarero capaz de modelar el mundo al tamaño de nuestras necesidades.

Martin me había convencido semanas atrás para que lo siguiera, dejándolo todo: mis oposiciones para conservadora de la Xunta de Galicia, mis padres, mis amigas, mi pequeña casa de piedra en la costa da Morte y hasta mi colección de cuentos celtas. ¡Todo! ¡Y era feliz al entregarme así!

Le parecerá una tontería, coronel, pero poco antes de conocerlo, había leído en alguna parte lo conveniente que era pedir por carta al universo lo que una esperaba de la vida. Poner ese tipo de cosas por escrito te obligaba a ordenar las ideas. Yo escribí la mía el día que cumplí los veintinueve. Quería un amante. Un hombre bueno. Un compañero de aventuras. Así que redacté un texto de tres folios dando cuenta de mis condiciones: necesitaba a alguien que respetara mi libertad y que fuera sincero, cálido, generoso, sencillo y mágico; alguien de honor, capaz de comunicarse conmigo con sólo una mirada. En definitiva, una persona limpia de corazón, que tuviera el don de hacerme volar con sus palabras. Recuerdo que plegué aquel documento y lo introduje en una cajita de sándalo que escondí detrás de un armario, y justo cuando me olvidé de ella Martin llegó a Noia. Tendría que haberlo visto. Por encima de sus harapos de peregrino lucía la sonrisa más expresiva del mundo. Era tan magnético, tan perfecto, que hasta olvidé lo mucho que aquel joven se ajustaba a mi escrito.

Lo cierto es que con él todo fue muy rápido y al cabo de diez meses estábamos ya camino del altar. Martin dejó su trabajo en los Estados Unidos y a mí, la verdad, tampoco me importó abandonar el mío.

El día antes de nuestra boda, en el avión de Santiago a Heathrow, mi prometido me enseñó algunas fotos del lugar que había elegido para la ceremonia. Todo lo había llevado en secreto. Y como era de esperar, su elección me pareció perfecta: la capilla era de piedra, con los muros cubiertos de madreselva y un recoleto cementerio ajardinado a la entrada donde celebraríamos el banquete. Hasta la posada en la que pasaríamos nuestra noche de bodas tenía un aire compostelano sorprendente. Nada era por casualidad. Martin quería que, pese a estar lejos de Galicia, me sintiera como en casa.

Esa tarde, en Londres, tomamos un taxi hacia el sur de la ciudad porque tenía algo importante que enseñarme. Mientras dejábamos atrás las avenidas medio vacías de la periferia, dio instrucciones al conductor para que nos llevara a un número de la calle Mortlake, en Richmond-upon- Thames. Atravesamos barriadas iraníes, chinas e hindúes, pero cuando llegamos a nuestra meta -un moderno edificio de apartamentos de cuatro plantas, de ladrillo caravista rojo, en un tranquilo distrito residencial-, me sentí algo decepcionada. Por un momento había imaginado que me invitaría a cenar en algún lugar romántico y haríamos planes de futuro. Pero aquella tarde Martin tenía otras cosas en mente.

– ¿Has oído hablar alguna vez de John Dee? -me preguntó a bocajarro, mientras nos dejaban en mitad de la calle.

– ¿Es un pariente tuyo?

– ¡No, claro que no!-rió la ocurrencia-. Suponía que una española culta como tú debería conocerlo.

– Pues no…

– No importa. -Bajó la voz como si alguien fuera a escucharnos-: Dee fue el mago y astrólogo personal de la reina Isabel de Inglaterra. Se le consideró el experto en ciencias ocultas más célebre de su tiempo. De hecho, su fama sólo rivalizó con la de su contemporáneo Nostradamus. Tenía el mismo don que tú.

– ¿Vas a hablarme otra vez de magos? -rezongué-. Yo creía que…

Martin me miró de reojo, poniéndose muy serio.

– Debo hacerlo. Es el momento.

– Ya -suspiré.

Lo único por lo que Martin y yo habíamos discutido alguna vez era por esa obsesión suya por el ocultismo. A él le apasionaba de un modo que yo no compartía. En esa época aún no había escrito mi libro sobre los símbolos esotéricos del Camino de Santiago y todo lo que oliera a sobrenatural me daba pavor. Por culpa de algunas experiencias desagradables en mi infancia, no quería asumir que existieran fenómenos que se escaparan a las leyes de la física. Me incomodaba pensar en ello. Era la época en la que había dado por enterrado mi don. En realidad, prefería creer que ese tipo de asuntos eran cosas de supersticiosos y desinformados. Supongo que formaba parte de mi reacción natural contra lo que llevaba años escuchando en casa. Pero él, un hombre de mentalidad científica, con un doctorado en Ciencias por la Universidad de Harvard, admitía como dogma de fe la clarividencia, la alquimia, la astrología o la mediumnidad. Decía que esos saberes fueron el sustento de «la ciencia antes de la ciencia». Que los alquimistas, por ejemplo, habían estudiado la composición del átomo mucho antes que nuestros físicos nucleares, ocultando sus hallazgos tras metáforas y retruécanos que garantizaran que nadie sin la ética adecuada accediera a ellos. Yo me resistía a seguirle por ese camino.

– Te ruego que me escuches, Julia -dijo agarrándome de los hombros en plena calle. Fue la primera vez que lo vi ansioso-. Sólo por una vez.

– Está bien.

– Antes de que entremos en esa casa, debes saber algo de John Dee. Ese hombre fue un importante matemático, cartógrafo y filósofo del siglo XVI. Y, como buen católico, un escéptico como tú ante lo sobrenatural. Tradujo a Euclides al inglés. Fue el primero en aplicar geometría a la navegación prestando impagables servicios a la Marina de Su Majestad. De algún modo, hizo de Inglaterra un imperio.

– ¿Y por qué te importa tanto un brujo muerto hace tanto tiempo, Martin?

– Hay un aspecto de John Dee que siempre me ha fascinado -dijo esquivando mi pregunta-. Desarrolló un sistema para comunicarse con los ángeles que todavía es un misterio.

Me quedé muda de asombro. ¿Qué estaba intentando decirme el hombre que en unas horas iba a convertirse en mi esposo?

– Debes creer en esto, Julia. Al menos, acéptalo como posibilidad -me rogó-. En 1581 un ángel de carne y hueso, un ser que pasaría desapercibido si ahora mismo cruzara esta calle, se presentó ante John Dee y le explicó cómo podría comunicarse con sus semejantes cara a cara. Desde aquel día, este científico se convirtió en su gran invocador, aprendiendo de los ángeles cosas maravillosas. Cosas que cambiaron la ciencia y la historia, que terminaron por inspirar la gran revolución tecnológica que llegaría después.

Los ojos de Martin brillaban de excitación al hablarme de aquello. No pude pararlo.

– Lo que aún no sabes, porque es un asunto que mi familia sólo confía a sus nuevos miembros, es que a la muerte de John Dee nosotros heredamos sus libros y sus sortilegios, aunque perdimos buena parte de su capacidad para invocar a esas criaturas.

– ¿Tu familia invoca ángeles?-dije aún más espantada-. No lo dirás en serio, ¿verdad?

– Vas a conocer a los que han llegado más lejos en ese empeño, chérie. Y vas a saber por qué te he traído a verlos. Sólo te ruego un poco de paciencia… Y de fe.

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