Capítulo 37

Nunca supe cuánto tiempo permanecí en el otro lado. Ni tampoco por qué me vi empujada de nuevo al abismo en el que se encontraba la luz que ya había atravesado una vez. Sólo sé -y ese recuerdo me acompañará mientras me quede memoria- que cuando retorné a mi cuerpo, me sentí mal. Muy mal. De repente, la serenidad que había experimentado se hizo añicos. Mi soberanía sobre el tiempo se desvaneció. Fue como si ese cerebro del que ya me había despedido, que era parte de mi antigua carcasa física, se abriera otra vez al paso de la electricidad y activara todas sus terminales de dolor.

Los primeros segundos fueron de una angustia indescriptible.

Sentí una detonación en la cabeza. Creo que mi reingreso a la vida se produjo por su culpa. Una especie de impacto me sacudió de arriba abajo, tensando todos mis músculos. Pero eso fue sólo el principio. A continuación, millones de agujas parecieron atravesarlos a espasmos regulares, como si fueran cuchillas de hielo que se abrieran camino a través de ellos. Oh, Dios. Y después les llegó el turno a los pulmones. Se hincharon de aire sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Y a cada inspiración brusca, una nueva andanada de calor los barría con hálito de fuego.

Recé para morirme otra vez. Para no sentir más. Pero fue inútil.

Ignoro cuánto duró el suplicio. Aunque lo cierto fue que, antes de que acabase, ya sabía que seguía viva. Que había regresado. Y que me tocaba volver a luchar.

Varias ideas estúpidas se cruzaron por mi cabeza en esos instantes, aunque sólo una se resistió a desaparecer: era la última imagen que había registrado antes de «desconectarme». La que vi justo en el segundo preciso antes de morir y caer en el pozo de los recuerdos. Se trataba del perfil del hombre que había venido a Santiago sólo para decirme que Martin había sido secuestrado en Turquía y que sus captores iban a por mí. Según él, pretendían arrebatarme algo que ni siquiera sabía dónde estaba.

«La piedra de Dee.»

Maldita sea.

«La piedra que invoca a los ángeles.»

Atontada, sin poder abrir aún los ojos, me eché las manos al pelo y lo sacudí. Era una costumbre heredada de mi abuela. Zarandearme el cráneo y peinarme con los dedos solía devolverme el control. Sólo que esta vez me supo a poco. Iba a necesitar una ducha y un buen desayuno para empezar a pensar con fluidez. Y lo quería ya.

Entonces, al fin, di la orden. Y miré.

Santo cielo.

No sabría decir qué me asustó más: si ver que ya no estaba en La Quintana o descubrir que alguien me había sentado en posición vertical y amarrado a un respaldo desde el que sólo veía una pared de nubes bulbosas y oscuras.

Una mano pasó por delante de mis ojos.

– ¿Se encuentra bien, señora? ¿Se marea? -dijo un fantasma. Me pareció que sostenía una jeringuilla en la mano.

El caso es que hablaba con voz amortiguada. Casi sintética.

Cuando terminé de enfocarlo, observé que llevaba puesto un casco blanco; estaba sentado frente a mí y hacía unas muecas ridículas tocándose a la altura de las orejas. Me sentí indefensa, pero al fin comprendí lo que quería. Deseaba que hiciera lo mismo. Pensé que me habrían drogado o algo así, y que todavía estaba sufriendo los efectos de un alucinógeno. Pero al verlo gesticular de nuevo, arrinconé la idea. Terminé haciéndole caso y me acaricié las sienes. Fue una sorpresa. Descubrí que alguien me había tapado los oídos con una especie de auriculares flexibles provistos de una pequeña antena. Sentí curiosidad y me los quité para echarles un vistazo, pero entonces un ruido atronador casi me dejó sorda.

– ¿Puede escucharme?

La voz de aquel tipo intentaba elevarse sobre el estruendo. Ni siquiera aguardó a que le respondiera.

– Está bien, señora. Se encuentra a bordo de un helicóptero. No se asuste. No tiene nada que temer. Le hemos administrado una dosis leve de lidocaína para reanimarla. El mareo se le pasará enseguida. Ahora ponga esos auriculares en su sitio y le hablaré a través de ellos.

– ¿Un helicóptero? ¿Lidocaína?… ¿Reanimarme?

El hombre asintió mientras yo miraba como una tonta arriba y abajo, convenciéndome de que, en efecto, no mentía.

Mi cabeza amenazaba con estallar. ¿Qué demonios hacía a bordo de un helicóptero? ¿Y quién era aquel tipo?

Mis auriculares dieron un par de chasquidos. La voz de mi interlocutor sonó ahora limpia y tranquilizadora.

– Bienvenida a bordo, señora Faber -dijo en un inglés exótico.

– ¿D… dónde estoy?

Traté de incorporarme en falso, golpeándome con el cinturón de seguridad.

– No se esfuerce, señora. Debe descansar cuanto pueda. Somos amigos. Acabamos de salvarle la vida.

Si bien no reconocí al hombre que hablaba, noté que se dirigía a mí con cierta familiaridad. En la catedral, el coronel Allen me había saludado con una fórmula parecida, pero no era él. De hecho, lo busqué en las tripas de aquel aparato, sin éxito, logrando tan sólo que el tipo de los grandes bigotes que tenía delante sonriera divertido. Había un indisimulado deje de orgullo en sus gestos pero, por más que lo intentaba, no lograba recordar dónde lo había visto antes. Los dos muchachos jóvenes que lo acompañaban tampoco me ayudaron a salir de dudas. Me contemplaban con curiosidad de entomólogo. Sostenían fusiles con mira telescópica. Cuando me fijé mejor en ellos, hice un descubrimiento revelador: uno de ellos, el que estaba más cerca de la cabina, ¡era el muchacho del tatuaje de serpiente en la mejilla!

Al sentirse reconocido, el muchacho me miró sin decir nada.

– ¡Oiga! -Me revolví en mi asiento, intentando zafarme de los arneses que me sujetaban-. ¡Si son…!

– Cálmese, señora Faber. Se lo ruego.

– Pero ¡yo he visto a ese chico!

El tipo de los bigotes me miró divertido.

– ¿Quiénes son ustedes? -le grité-. ¿Qué quieren de mí?

– Oh. -La mueca de mi interlocutor fue teatral-. ¿Ya se ha olvidado, señora?

– ¿Lo… lo conozco?

Si quiso desconcertarme más de lo que estaba, lo consiguió.

– Me rompe el corazón. -Volvió a sonreír-. Mi nombre es Artemi Dujok. Y no se imagina cuánto me alegra haberla encontrado a tiempo.

– ¿Artemi Dujok?

Diablos.

Habían pasado cinco años desde la primera y última vez que había visto a aquel tipo, pero a mi entumecido cerebro no le costó ubicarlo. ¡Acababa de tropezármelo en el «sueño de muerte» del que acababa de salir!

El caso es que, sorprendida y curiosa a la vez, lo miré con resquemor. Sí. Era él.

– Señor Artemi Dujok… -repetí-. Le recuerdo. En efecto. Pero…

– Me alegro. Estuve en su boda, en Wiltshire. Soy amigo de Martin.

– ¡Martin! ¡Dios mío! -Mis pupilas se dilataron de angustia-. ¿Sabe usted lo que…?

Dujok alargó su brazo para tenderme un pañuelo de papel.

– Lo sé todo, señora. Trate de conservar la calma. Sé por lo que acaba de pasar. Su cerebro ha estado más de veinte minutos en estado comatoso. Nadie que haya sido víctima de un bombardeo de ondas delta debe hacer grandes esfuerzos.

– ¿Qué quiere de mí?-repliqué sin entender ni una maldita palabra de aquella jerigonza-. ¿Qué hacemos en un helicóptero? ¡La policía ha dicho que Martin ha sido secuestrado…!

– Precisamente de eso necesito hablar con usted. ¿Ha visto la prueba de vida que han circulado sus secuestradores?

– ¿El vídeo?

Dujok asintió.

– He descubierto lo que Martin deseaba decirle en él, señora Faber.

Me quedé de una pieza.

– Su marido ha sido muy ingenioso al hacerle llegar un mensaje cifrado. Uno que sólo alguien que lo conociera tan bien como su esposa podría desvelar…

– ¿Alguien…? ¿Como usted, tal vez?-repliqué con cierta ironía-. El coronel Allen también dijo que conocía a Martin, incluso que habían sido compañeros de trabajo. ¿Dónde está?

Dujok ignoró mi pregunta.

– Sí, señora. Alguien como yo. Un buen amigo. Debe saber que posee una piedra muy codiciada. Y que juntos la recuperaremos y rescataremos a su marido.

– ¿Sabe dónde está la piedra?

El helicóptero dio un pequeño salto al entrar en una nube.

– Llegaremos en unos minutos -dijo-. Agárrese.

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