Capítulo 48

Por una vez y sin que sirviera de precedente en un marxista como él, a Antonio Figueiras le hubiera gustado ser como san Martín de Porres para poder bilocarse. Estar en dos lugares a la vez le habría ahorrado la difícil decisión de elegir si rastrear al helicóptero que se había fugado delante de sus narices con el asesino de sus dos policías en la plaza del Obradoiro, o acudir a la casa de su amigo Marcelo Muñiz para que le aclarase qué había descubierto sobre las piedras de los Faber.

Su comisaría se había puesto ya al habla con el radar militar de la sierra de Barbanza, en la costa da Morte, para averiguar el plan de vuelo de la aeronave, así que mientras su equipo se hacía con esa información, él decidió acercarse a ver al joyero.

Justo detrás de la parroquia de Santa María Salomé, en un callejón estrecho en el que se aprietan una mercería, un hotel modesto y varios restaurantes ajenos al tumulto de peregrinos y turistas, se encontraba el piso de Marcelo. El joyero había reformado uno de los edificios más viejos de Santiago, convirtiéndolo en su museo particular. El lugar era de ensueño. Lleno de antigüedades, libros y recuerdos de viaje, sus estanterías parecían guardar respuestas para todo. Y eso era justo lo que Figueiras necesitaba. Respuestas. Las primeras estimaciones forenses habían confirmado sus peores temores: los casquillos hallados junto a los agentes asesinados se correspondían con los que la policía científica había recuperado en el interior de la catedral. Aquella conclusión, lejos de animarlo, lo había frustrado aún más. Si hubiera llegado un minuto antes a la plaza, sólo uno, hubiera detenido al asesino y quién sabe si salvado la vida de sus hombres.

– ¿Y dices que huyó en un helicóptero? ¿Estás seguro?

Muñiz había preparado café y magdalenas disponiéndolas con exquisito orden en la mesa de su salón. Sentado en un extremo, en mangas de camisa pero pertrechado con su inseparable pajarita y su calva pulcramente afeitada, miraba al inspector estupefacto.

– Lo vi con mis propios ojos, Marcelo. Aquí está pasando algo gordo.

Figueiras parecía ido. Comparado con el aspecto impecable de Muñiz, daba la impresión de ser un vagabundo. Sus gafas apenas ocultaban el cansancio de una noche muy larga. Tenía los labios agrietados, la camisa hecha un mar de arrugas y el pelo sucio y revuelto.

– Bueno… Tal vez pueda ayudarte -dijo, sirviéndole una taza y alargándosela. El joyero dio un sorbo a su café ocultando una sonrisa de oreja a oreja antes de continuar-: Ya sé por qué esas piedras que importaron los Faber son tan valiosas.

El inspector levantó la mirada del brebaje y lo contempló expectante.

– Suéltalo de una vez, ¿quieres?

– La primera pista me la diste tú al hablarme de su declaración de aduanas. ¿Recuerdas? Empecé por ahí. Hice un par de consultas por Internet y di con algo curioso. Esas piedras, amigo, son extraterrestres.

– ¡Vamos, hombre!

– Antonio, no bromeo -replicó Muñiz muy serio. Su mirada de bribón se había esfumado-. He rastreado su origen a partir del número de registro, y creo haber dado con algo. Antes de que los Faber las trajeran a España estuvieron un tiempo en manos del laboratorio de investigación mineralógica del Museo Británico. No hay informe con sus conclusiones. Una lástima. Pero en su base de datos encontré la fecha de entrada y de salida de las piedras y un detalle muy singular.

– Vamos, Marcelo… No tengo todo el día para esto.

Muñiz se atusó la pajarita y esbozó la mejor de sus sonrisas:

– El registro no dice que fuera Martin Faber quien confiara esas piedras al British, sino una compañía llamada The Betilum Company. TBC. ¿Te suena?

Figueiras, todavía algo adormilado, sacudió negativamente la cabeza.

– He buscado sus datos por toda la Red, y no he sido capaz de dar con ella. Es una especie de empresa fantasma. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de rendirme, se me ocurrió algo…

– ¿Qué?

Aunque Muñiz tenía cierta fama de genio informático, sus explicaciones empezaban a superar las expectativas del inspector.

– Anoche rastreé ese nombre en algunas de las páginas más comunes de compra de antigüedades. No encontré nada. En cambio, al echar un vistazo en las listas de clientes VIP que adquieren libros antiguos en subastas importantes, ¡bingo!, di con su pista.

– ¿Qué pista? -repitió impaciente Figueiras.

– Esa empresa, The Betilum Company, lleva tiempo comprando libros muy raros por la Red. Libros caros. Todos vinculados con la magia, la astrología, evangelios apócrifos y ese tipo de cosas. El último fue Monas Hieroglyphica, un texto publicado en Holanda en 1564, en latín, de un tal Ioannes Dee, Londinensis.

– ¿Y sabes de qué va?

– ¡Eso es lo más interesante de todo! Es un tratado sobre un símbolo que, según su autor, bien utilizado podría garantizarte el control del Universo. El tal Dee sostenía que ese grafismo contenía los principios elementales de todo lo creado. Una especie de llave maestra con la que puede controlarse la Naturaleza a voluntad. En una palabra, ser como Dios.

– ¿Un símbolo? -Muñiz era la segunda persona que le hablaba de símbolos esa madrugada.

– Claro. ¿Quieres verlo? Es éste.

Figueiras se sacó un pequeño bloc de notas del bolsillo y lo garabateó con más o menos acierto. No le pareció gran cosa.


– ¿Te dice algo?

– Pues no.

– Tengo un dato más que te va a encantar, Antonio -continuó-: ese John Dee se hizo famoso por su manejo de piedras mágicas en tiempos de la reina Isabel, que es la época en la que fueron inventariadas las de los Faber. Las piedras de Dee eran oraculares, muy raras. Servían para ver el porvenir, hablar con los espíritus y cosas así… Y la mayoría tuvieron un origen meteórico. Por eso digo que son extraterrestres. Lo que yo creo -añadió excitado- es que ésas fueron precisamente las que se trajeron los Faber a España cuando decidieron mudarse.

– ¿Estás seguro?

Marcelo apartó las tazas y la bollería de la mesa y extendió ante él unas fotocopias que parecían sacadas de un libro antiguo. Estaban escritas en latín. A Figueiras se le nubló la vista sólo con mirarlas.

– Echa un vistazo a esto. Son páginas del Monas Hierogliphica -anunció Muñiz excitado-. Un amigo de Los Ángeles me las ha escaneado hace un rato y me las ha enviado por correo electrónico. Mira. Aquí. En el prólogo de la obra que dirige al emperador Maximiliano de Habsburgo, un apasionado de la ciencia pero también de la magia, Dee explica que su símbolo es una especie de llave matemática para ponerse en contacto con los cielos. Viene a decir, con un lenguaje farragoso, que quien recupere los signos de una escritura ancestral y olvidada y disponga de «piedras de Adán» con las que tener una muestra de la materia divina podrá invocar a Dios y hablar con él.

– ¿Piedras de Adán? ¿Qué diablos es eso?

– Piedras de Adán. Adamantas. Reciben muchos nombres, Antonio, pero siempre se las describe como minerales traídos del Paraíso. Esto es, rocas caídas a la Tierra y veneradas como objetos sagrados, a través de las cuales se podían ver cosas lejanas, como si fueran un televisor… Obviamente eran alguna clase de meteoritos que había que activar con su correspondiente ritual mágico. Mira -volvió a ordenarle, acercándolo a una de esas páginas-. Ahí lo dice bien claro: quien las posea «aerean omnem et igneam regionem explorabit», explorará toda región aérea e ígnea.

Figueiras buscó la frase con su índice.

– Y fíjate en lo que precede a la frase en cuestión. -Muñiz resoplaba a su espalda-. Son tres letras hebreas desdibujadas justo antes de la palabra «lapide», piedra.

– No entiendo hebreo -protestó.

– Son álef, dálet y mem.. Las consonantes de Adán. «Adam lapide» significa piedras de Adán, adamantas, piedras del paraíso.


– ¿Y tú crees que las piedras de los Faber son de esa clase? -susurró justo al tropezar con la sentencia que las mencionaba.

– De esa clase no. Son las mismas -concluyó-. Por cierto, ¿sabes qué significa betilum?

Figueiras negó con la cabeza mientras notaba una inquietante vibración en su bolsillo. Acababa de entrarle un mensaje al móvil.

– Lo suponía. -Sonrió Muñiz-. Es una palabra de origen bíblico, Antonio. Bet-El fue el lugar en el que Jacob tuvo su visión de la escalera que se comunicaba con el cielo. El patriarca la tuvo al quedarse dormido sobre una piedra negra. Una de estas adamantas. Su nombre significa «casa de Dios», y desde la Edad Media el término «betilo» se aplica a los meteoros con ciertas propiedades.

– ¿Y cuánto vale uno así? -dijo abriendo la terminal y buscando aquel madrugador SMS.

Muñiz se maravilló de la ignorancia y poca sensibilidad de su amigo.

– Eso depende.

– ¿Depende?

– Sí. De sus propiedades, su antigüedad, su currículo… Unas piedras con la historia de Dee detrás podrían costar una fortuna. Y si además te pueden abrir las puertas del cielo, ni te cuento.

– ¿Tú crees que el cielo tiene puertas?

– Yo soy hombre de fe. No como tú…

Pero Antonio Figueiras ya no le prestaba atención. El mensaje entrante era una orden de su comisario. Había intentado llamarlo otra vez sin éxito, e irritado le daba aquella instrucción por escrito. Debía recoger a unos refuerzos «muy especiales» que estaban a punto de aterrizar en el aeropuerto de Lavacolla. Y de inmediato.

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