Capítulo 87

Los primeros pasos dentro de la casa fueron vacilantes.

No era para menos. No había luz eléctrica, el suelo estaba sembrado de escombros y mis piernas temblaban de miedo. No acertaba a entender por qué Artemi Dujok -el amigo de Martin, el hombre que se había jugado la vida por protegerme y llevarme hasta allí- me amenazaba ahora con su arma y me miraba como si fuese su peor enemiga. Ellen Watson, a mi lado, también estaba desconcertada. Tenía a Haci pegado a su espalda, con el cañón de su ametralladora clavado en los riñones y conminándola a obedecer a su líder sin rechistar. Pero todo aquello, por absurdo que pareciera, debía de tener un sentido para el armenio. Dujok no era un fanático. Nunca me lo pareció. Sentía el impulso de disculparlo de algún modo. Por eso me agarré a la observación de que su cara no mostraba tensión sino euforia. Me costaba creer que fuera a hacernos algo malo.

En silencio, el armenio nos guió por aquel laberinto de pasillos, escaleras y habitaciones que se abrían frente a nosotras, conduciéndonos hasta una habitación del piso inferior que -esta vez sí- disponía de corriente eléctrica. Al principio, la luz dañó mis ojos. Alcé las manos para protegerlos de la única bombilla que colgaba del techo y las mantuve allí unos segundos. Fue Haci quien, firme, me dio un toque con su arma en la espalda.

– ¡Iu-lia Al-vrez! -dijo con rudeza.

Entonces los abrí.

La impresión fue tan enorme como inesperada. Y es que, pese a estar en el otro extremo del mundo, en un lugar que no podía imaginar más lejos de mi pequeño universo, reconocí aquella estancia.

Y Ellen también.

Roté sobre mis talones para exigir una explicación a Dujok, pero, con un gesto amenazador que de repente enmarcó sus facciones, éste me pidió que mirara de nuevo al frente.

– Aún le queda mucho por ver -murmuró.

No tenía duda alguna: aquellas paredes desconchadas y cubiertas de mugre que tenía delante, esos grafitis que asomaban entre los fragmentos de yeso que aún no se habían venido abajo, la mesa desvencijada y hasta la pobre bombilla que gravitaba sobre nosotros eran las mismas que aparecían en el vídeo del secuestro de Martin. ¡Se había grabado allí! ¡En esa sala de apenas quince metros cuadrados!

Mil preguntas comenzaban a pedirme paso.

– Vaya, vaya, vaya… Al fin has llegado. Odio las esperas. -Una voz familiar entró de repente por la puerta que acabábamos de cruzar. Tuve la sensación inmediata de que se dirigía a mí. Hablaba un inglés con impecable acento británico, pausado, como si le complaciera encontrarse con aquel grupo de personas en sus dominios-. Todos aguardábamos impacientes tu visita, cariño.

«¿Cariño?»

Una certeza fugaz relampagueó en mi mente. Era absurda, pero sólo había una forma de comprobarla.

Dios.

Al darme la vuelta de nuevo casi perdí el habla de la impresión.

– ¿Daniel…? ¿Daniel Knight?

Plantado a unos pasos de mí, un tipo rubicundo, enfundado en un grueso anorak y botas de montaña, con el rostro oculto tras una barba rojiza que lo hacía parecer más fiero de lo que era, me observaba con una extraña complacencia.

– Me alegra que recuerdes nuestra amistad. Han pasado cinco años desde la última vez que nos vimos, cielo. Cinco años sin que te dignaras a telefonearme una sola vez.

– ¿Os… os conocéis? -titubeó Ellen Watson.

Asentí.

– Este hombre estuvo en mi boda -dije muy seria-. Es un viejo amigo de mi marido.

– Y también algo más, cariño.

– Sí… Es verdad -le sonreí de mala gana-. Me instruyó en el manejo de las adamantas.

Aunque Daniel Knight iba desarmado irradiaba la inequívoca impresión de ser quien manejaba la situación. No lograba hacerme una idea, ni siquiera remota, de qué diablos estaba haciendo allí un ratón de biblioteca como él, ni tampoco por qué todavía no le había dado la orden a Dujok para que dejara de encañonarnos.

– ¿Y Martin? -lo interrogué severa-. ¿Sabes dónde está?

– Cariño -dijo acercándoseme y poniéndome su índice en los labios-, deberías mostrar algo más de alegría al verme. A fin de cuentas voy a ayudarte a cerrar el círculo. Ha llegado el momento de que conozcas las respuestas a todas tus preguntas.

– Pero ¿y Martin? ¿Sabes dónde está? -insistí.

– Tu marido se encuentra perfectamente. De hecho, también él lleva un tiempo esperándote. ¿Quieres un poco de té?

– ¿¿Té??

– Sería bueno que te hidratases, cariño. Y tu amiga también -añadió mirando a Ellen-. El trabajo que tienes por delante no te va a dejar mucho margen para beber.

– ¿Trabajo? ¿Qué trabajo?

– Vamos, Julia. -Daniel movió suavemente su cabeza, como si me reprendiera por algo que yo debería saber-. Uno que te redimirá porque forma parte de tu destino, lo quieras o no.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Ah, no? -sonrió-. Te refrescaré la memoria. Cuando Martin te dejó en Santiago para hacer su viaje a Turquía, le respondiste que no le ayudarías más con sus «brujerías». Dijiste brujerías, ¿recuerdas? Y también que no querías volver a oír hablar de sus piedras, ni de John Dee, ni de sus apocalipsis… nunca más. Te empecinaste en apartarte de tu camino. De la misión para la que te había preparado tu vida. Por suerte para ü, estos viejos amigos y yo vamos a devolverte a ella…

– ¡Le dije que hiciera con ella lo que quisiera! -protesté-. ¡Y que no me arrastrara una vez más a sus obsesiones! Eso fue todo. -Me revolví-. ¿Está Martin detrás de esto? ¡Dime!

– No son obsesiones, cariño.

– Además -mi estado de nervios no me dejaba parar de hablar- no entiendo qué tiene que ver eso con su secuestro… ¡No entiendo nada!

– ¿Secuestro? -El rostro redondo y peludo de Daniel se iluminó-. ¡Por favor! Eres una mujer inteligente. Piensa en lo que te ha pasado en estas últimas semanas. Primero Martin escondió tu adamanta en un lugar seguro porque le negaste tu colaboración. Luego se concentró en sus investigaciones, viniéndose hasta aquí. Y sin embargo, querida, tú sabías tan bien como él que tu presencia en Turquía, a su lado, sería imprescindible más tarde o más temprano. ¿Me equivoco?

Una ola de calor me subió a las mejillas, sofocándome.

– No sé adónde quieres llegar, Daniel…

– Julia, Julia -dijo aún más beatífico. Las arrugas que se le formaron alrededor de sus ojos aumentaron su extraño magnetismo-. Te casaste con un hombre que necesitaba una persona como tú para cumplir una tarea superior, una misión que estaba por encima incluso de vuestro matrimonio. Martin pasó años buscando una mujer con el don de la visión. Alguien que lo ayudara, que nos ayudara a sublimar su trabajo con las piedras y pudiera establecer contacto con las jerarquías angélicas.

– Como hiciera John Dee con sus médiums -rezongué de mala gana-. Conozco la cantinela.

– Así es, Julia.

A Daniel le tembló imperceptiblemente el pulso al servirme un poco de té del recipiente de metal que había sobre la mesa. Mi cerebro no apreció el gesto. Luchaba por encajar las cosas absurdas que se habían cruzado en mi camino en las últimas horas.

– Entonces…, entonces -intervino Ellen, todavía en pie junto a mí-, ¿ha montado usted lo del secuestro para atraer a Julia hasta este lugar?

El ocultista sonrió.

– Es una manera de verlo, señora Watson.

– Pero ¿por qué? -salté.

– Si Martin te hubiera rogado que lo acompañaras por las buenas al Ararat y que trajeras tu adamanta para una última ceremonia, no hubieras aceptado, ¿verdad?

Vacilé un segundo. Había algo en aquella última frase que consiguió inquietarme de veras. Una insinuación velada que confirmaba sin género de dudas que Martin estaba detrás de aquello. Pero ¿por qué no daba la cara?

Mis pulmones inspiraron con ansiedad otra dosis del aire frío y húmedo que llenaba aquel cuarto.

– Necesitábamos una motivación poderosa que te trajera hasta nosotros. Y rápido -prosiguió Daniel-. Tú no lo sabes aún, Julia, pero existen motivos cósmicos muy poderosos para activar justo ahora las adamantas. Precisábamos contar con tu presencia por las buenas o por las malas y este plan se nos antojó el menos intimida- torio para ti.

– El menos intimidatorio, ya…

– Sé que amas a Martin. Y el amor es una debilidad muy humana. Por eso hemos apelado a tu buen corazón. ¡Y aquí estás! Justo a tiempo!

– Maldito seas, Daniel -susurré-. Casi me matan por vuestra culpa.

El ocultista sorbió un trago de su taza que retumbó por todo el cuarto. Ellen, a mi lado, le regaló una mirada de desprecio que Knight le sostuvo.

– Lo siento de veras -se excusó sin retirársela-. No estaba previsto que los responsables del Proyecto Elías interceptaran nuestro vídeo y mucho menos que decidieran ir también a por ti. Por fortuna -añadió palmeando la espalda de Dujok, que aún seguía apuntándonos-, te enviamos unos ángeles de la guarda para velar por tu seguridad.

– ¿Y ahora qué? ¿Qué piensas hacer conmigo? ¿Obligarme a participar otra vez en vuestros juegos?

Knight dio otro tiento al té antes de responder.

– Esta vez ya no se trata de un juego, cariño -dijo-. Cada cierto tiempo, la atmósfera y el suelo de este planeta reciben una sobredosis de magnetismo solar, convirtiendo a nuestro mundo en una especie de faro cósmico por unas horas. En el observatorio de Greenwich llevo años compilando información sobre esos momentos. Son muy raros. Apenas uno o dos por siglo. Y breves. Pero mientras la mayoría de mis colegas se limitan a elaborar gráficas a título estadístico, yo me he dedicado a comparar esos datos con ciertas situaciones históricas. Me di cuenta de que si se saben aprovechar esas fuerzas y se canalizan a través de los instrumentos necesarios, es posible enviar mensajes a esferas de la existencia que ni imaginas que existen y recibir ayuda de ellas.

Los ojos de mi interlocutor se entrecerraron, misteriosos.

– John Dee logró su contacto angélico porque sus primeros intentos de comunicación coincidieron con una de las mayores tormentas solares de la Historia. El Sol enloqueció a finales de mayo de 1581. El 25 de aquel mes se produjo su mayor pico de actividad cuando gigantescas auroras boreales se dejaron ver por debajo del trópico de cáncer. Nunca antes el campo magnético de la Tierra había experimentado una deformación de ese calado por culpa de una emisión energética. Ahora sabemos que a la hora en que eso sucedió, John Dee rezaba en su capilla particular de Mortlake. Un ruido lo hizo acercarse a la ventana. Tal vez fue el crepitar de la aurora. Nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que, estupefacto, distinguió una especie de niño-ángel de piel refulgente que flotaba ante él, a unos tres metros del suelo. Abrió la ventana, lo tocó con la punta de sus dedos y éste le hizo entrega de unas piedras que, en adelante, el mago usaría para sus invocaciones. Dee tenía cincuenta y cuatro años. Un anciano para su época. Y no estaba para fantasías. De hecho, gracias a un médium que contrató después, y usando esas piedras, se consumó una conexión que hacía al menos cuatro mil años que nadie lograba establecer. Lo importante -carraspeó, tragando saliva y dejando a un lado su taza- es que esas circunstancias cósmicas están a punto de repetirse. Una nueva tormenta solar está en camino… y tú tienes el don de activar las piedras. ¿Qué más podemos pedir?

Quería llorar. Gritarle a la cara que no me interesaban sus experimentos. Que ya había tenido suficiente siendo su conejillo de Indias en Londres, y que todo eso había pasado ya. Pero contuve mis instintos. Si Daniel -a quien hasta ese momento consideraba un intelectual inofensivo- era capaz de urdir todo aquello, quizá fuera mejor no airarlo.

– Lo que no entiendo -dije al fin, ahogando mi rabia- es esa obsesión vuestra por conectaros con los ángeles. Ni tampoco la de esta gente -dije señalando a Artemi Dujok, que seguía nuestra conversación sin pestañear.

– Eso es porque no dispones aún de cierta información sobre nosotros.

– ¿Información? ¿Qué información?

– Querida: los yezidís y mi familia pertenecemos a una vieja dinastía angélica. ¿Aún no te has dado cuenta?

– ¡Oh, vamos!

Hubiera jurado que Daniel paladeó con deleite mi estupor. Se atusó las barbas con ambas manos e, inclinando su enorme cuerpo sobre mí, acercó sus ojos claros a los míos. Nunca había tenido a Daniel tan cerca, aunque eso no bastaba para explicar la profunda turbación que sentí al notar su mirada.

– Descendemos de una estirpe caída en desgracia que sólo busca reconectarse con sus orígenes y salir de este mundo. -Aquellas palabras sonaron solemnes; sin atisbo de engaño o doble intención. Hablaba muy serio-. Mi familia se quedó atrapada en este mundo hace miles de años. Tal y como cuenta el Libro de Enoc, aquí nos mezclamos con los humanos y aquí hemos convivido con vosotros. Sin embargo, pese a las generaciones transcurridas desde aquel tiempo antediluviano, jamás hemos perdido la noción de quiénes somos ni de dónde venimos.

Daniel inspiró profundamente antes de continuar:

– Así pues, eso que tú llamas obsesión para nosotros es un proyecto. Un viejo anhelo vital.

No repliqué. No me atreví.

Y Ellen tampoco.

– Y como habrás supuesto ya -continuó-, Dee fue también uno de nosotros; tal vez el que llevó más lejos nuestro deseo de regresar a casa. Pero desde su muerte en 1608 no hemos avanzado mucho en la dirección que nos marcó.

– Debe de ser una broma… -resopló la norteamericana, tan atónita o más que yo.

– No lo es, señorita. Pregúntele a los yezidís. -Algo en la gestualidad de Daniel me intimidó cuando señaló a Dujok-. Fue hace unos años cuando descubrimos que ellos también eran descendientes de los mismos ángeles que poblaron la Tierra hace diez mil años. Sobrevivieron al Diluvio igual que nuestros antepasados, pero a diferencia de nuestro clan, supieron proteger mejor sus orígenes. Fue un auténtico hallazgo saber que manejaban fuerzas que nosotros habíamos perdido de vista hacía siglos. Y lo hacen gracias a que todavía son fieles a la tierra en la que todo empezó. Aquí, en estas montañas, descansa el último vestigio de ese mundo antediluviano. La última pieza de la tecnología angélica intacta que queda en la Tierra y que podría ayudarnos a retomar contacto con nuestro hogar.

Me quedé con la boca abierta.

– El Arca de Noé, supongo…

– Así es. Dios dio las instrucciones a Noé para hacer su embarcación, pero nuestros antepasados fueron los que supervisaron su entera construcción.

– ¿Y ese cráter de ahí fuera?-volvió a irrumpir Ellen-. ¿También es consecuencia de esa tecnología?

Daniel sonrió. Creo que le divertía el tono inquisitivo y ácido de Ellen.

– El cráter de Hallaς es de donde salieron las piedras que sirvieron de base a esa tecnología -respondió-. Fueron algo así como el sílice de los modernos ordenadores. Por eso los yezidís lo protegen desde hace generaciones, impidiendo que sus rocas sagradas, con propiedades transmisoras, caigan en manos inapropiadas.

Miré a Dujok de reojo.

– ¿Ángeles? ¿Yezidís? ¿Ustedes? Pero ¿qué clase de locura es ésta? ¿No irá a creerles, verdad, Julia?-bufó Ellen Watson, incapaz de contener su frustración-. ¡Es lo más ridículo que he escuchado en mi vida!

– Le aseguro que no miento, agente Watson -respondió Daniel impasible, como si no le importara lo que aquella mujer pensara de él y sólo hablara para que el mensaje fuera calando en mí-. Una parte de la humanidad, créalo o no, desciende de seres que se mezclaron con los humanos en la noche de los tiempos. Somos de carne y hueso. Compartimos ADN con ustedes, pero no somos estrictamente humanos.

– ¡Eso desde luego! -Ellen dijo aquello ofendida-. ¿Cómo han podido engañar así a Julia? ¿Cómo su propio marido se ha atrevido a…?

– Ya dije que esta misión está por encima de su matrimonio. Quizás ustedes no lo comprendan, pero nuestra especie tiene un sentido de la ética algo más pragmático que el suyo. Puede que seamos más fríos, que nuestra razón prevalezca sobre los sentimientos, pero sin duda eso nos hace más eficaces. Y más fuertes.

– ¿Su especie? ¿Qué especie? -La americana tenía los ojos inyectados de rabia. La dejé desahogarse-. ¡Nunca he oído hablar de ustedes!

– Seguro que sí, agente -replicó Daniel sin inmutarse-. Todas las tradiciones sagradas hablan de nosotros y explican cómo fuimos condenados a establecernos en este mundo por culpa de nuestros mestizajes con los humanos. Somos hijos de exiliados. Apestados. Ustedes mismos nos señalaron como la causa de sus males cuando todo lo que hicimos fue impulsar su genética para acercarla a la nuestra, e inventaron mitos como el de Lucifer, Toth, Hermes, Enki o Prometeo para describirnos. Por un lado, os fascinan esos personajes que trajeron el conocimiento al mundo, pero por otro os aterroriza que tarde o temprano quieran cobrarse sus favores de algún modo. Por eso nos habéis demonizado. En el pasado se nos persiguió acusándonos de todo tipo de aberraciones. Hemos sido tachados de herejes, magos, brujas e incluso vampiros. Y si muchos, tradicionalmente, nos hemos refugiado en las ciencias ocultas es porque fue en ellas donde nuestros antepasados consiguieron disfrazar el conocimiento que se trajeron de su lugar de origen. Eso explica por qué nuestra presencia en la Historia es intermitente. Estábamos obligados a proteger esa información hasta que pudiéramos comprenderla de nuevo y utilizarla para llamar a casa y pedir permiso para regresar…

– ¿Y ya la habéis descifrado? -indagué, desconfiada.

– Sí, Julia -sonrió-. Gracias a Martin, a su padre, a Dee, a místicos como Emmanuel Swendemborg, William Blake o tantos otros hemos comprendido al fin la «antigua ciencia» y sabemos cómo usarla para hacer nuestra llamada.

– ¿Y quién se supone que va a venir a por ustedes?-chilló Ellen-. ¿Una escuadrilla de ángeles alados? ¿Extraterrestres a bordo de un platillo volante?

Daniel levantó una mano, pidiéndole que se tranquilizara.

– No, agente Watson. Nada de eso. Contra lo que la gente piensa, los ángeles no tenemos alas. Ya lo dice la Biblia, ¿sabe? Abraham, Tobías o Jacob, por ejemplo, se encontraron con nosotros cara a cara y nos describieron como lo que realmente somos: hombres y mujeres de un lugar lejano, dotados de una psique más despierta que la vuestra. Tenemos otra sensibilidad. Podemos sintonizar con toda criatura viva y comprenderla sin tener que hablar con ella o ponerla bajo un microscopio. Podemos oír y ver partes del espectro electromagnético que vosotros no podéis. Pero no mucho más…

Sacudí la cabeza, más incrédula que nunca. A Daniel no pareció importarle.

– Y esa psique es, Julia, la que nos permite admirar a humanos como tú -dijo-. Tú, curiosamente, posees un don que nosotros hemos perdido. Un gen que se malogró en la rama principal de los ángeles pero que, al mezclarse con el ADN humano, quedó latente en vuestro código genético. Ese gen sublime os da la capacidad de comunicaros con lo trascendente y emerge en uno de cada millón de individuos por mecanismos genéticos difíciles de comprender.

– ¿Y los ángeles lo perdieron? ¿Olvidaron cómo hablar con Dios? -Ellen estaba cada vez más ácida.

– Hace muchas generaciones, sí. Aunque por suerte os transmitimos antes esa capacidad. Fue cuando los hijos de Dios tomaron a las hijas de los hombres. ¿Le suena eso? Por eso algunos de vosotros -añadió clavándome sus profundos ojos claros-, de tanto en tanto, la desarrolláis. Y por eso buscamos a esos humanos con anhelo. De algún modo, ellos son la única esperanza que tenemos de reconectarnos con nuestros orígenes.

– Una extraña historia -dije.

– Lo sé -confirmó Daniel-. ¿Comprendes ahora por qué Martin se alegró tanto cuando te encontró, Julia? Pensó que había dado con la llave que nos abriría de nuevo la puerta al cielo.

– ¿Y dónde está él ahora?

Daniel miró de reojo a Dujok. Éste seguía en pie, junto a mí, con su uzi en las manos, atento a cualquier movimiento. El armenio parecía aguardar la misma respuesta que yo.

– Está en la montaña -dijo al fin-. Preparándose para hacer esa llamada… Esperándote.

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