Capítulo 31

– Hijos míos, siento que debo iniciar este rito con una pequeña historia.

Eran las doce de la mañana de aquel magnífico día de junio cuando el padre Graham dio comienzo a la ceremonia de nuestra boda. El anciano parecía haber olvidado el intercambio de impresiones que mantuvo con Martin y conmigo, y se aprestaba a dirigir lo que se intuía que iba a ser una celebración singular. Con ojos de ave rapaz pasó lista a los pocos invitados que habían decidido acompañarnos. Todos cabían en las tres primeras hileras de bancos, muy cerca del altar, a un paso de las sillas que ocupábamos Martin y yo en el centro de la capilla. El recuerdo de sus rostros, sus vestidos y hasta sus gestos brotaba con fuerza de lo más profundo de mi mente.

– Me encantan las historias, ¿sabéis? -Nos sonrió-. Especialmente si son antiguas. La que os he preparado os ayudará a comprender por qué nos hemos reunido en este preciso lugar. Por desgracia, casi nadie recuerda que cuando los primeros cristianos llegaron a Inglaterra allá por el siglo vi creyeron haber alcanzado nada menos que las ruinas del Paraíso terrenal. Quien dedujo semejante cosa fue san Gregorio Magno, uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia, romano pontífice y un sabio de enorme prestigio. Su interés por convertir a Inglaterra nació de forma casual. Siendo papa, san Gregorio paseaba con frecuencia por Roma. El Vaticano no tenía el boato ni la sofisticación que adquiriría más tarde y un pontífice podía caminar entre la muchedumbre con toda normalidad. Un día, mientras visitaba uno de los mercados de esclavos de la ciudad, se encontró con un grupo de niños que estaban a punto de ser subastados. Todos eran de una belleza deslumbrante. Efebos de ojos azules, cabellos claros y ademanes suaves, que parecían irradiar bondad en estado puro. El pontífice, curioso, se les acercó y les preguntó por su origen. «Somos anglos», respondieron. Pero él entendió «angelos» y aquella confusión-¿o no lo fue?- cambiaría el curso de nuestra Historia. En cuanto determinó de dónde habían llegado, los compró, los liberó y decidió que convertiría su país a la fe de Cristo. Cuando eso ocurrió, envió a san Agustín para que nos predicara la religión verdadera y le indicó que, en adelante, estos territorios recibirían el nombre de Angeland. De ahí derivaría England. La tierra de los ángeles. Pues bien, queridos míos, descendientes de aquellos primeros ingleses tenidos por ángeles son, justo, los dos amigos que deseo que tomen la palabra.

El padre Graham miró entonces a los presentes por encima de la montura de sus gafas, deteniéndose con brevedad en Sheila y Daniel, que estaban sentados unos pasos a mi izquierda.

– Ellos -dijo señalándolos- quieren confiaros algo de parte de la familia del novio. Adelante -los exhortó-. Subid al altar, por favor…

Sheila se atusó la aparatosa pamela de flores amarillas que llevaba puesta y fue la primera en levantarse. Estaba magnífica. Su vestido negro de tirantes con lentejuelas resaltaba una piel blanca que refulgía bajo los tragaluces del templo. Una nube de perfume caro la acompañó en su breve paseo. Daniel la siguió sin chistar. El gigantón de pelos revueltos se había embutido en un traje de tweed y corbata a juego que le daban un tono más profesoral aún que el de la tarde anterior. Fue él, para mi sorpresa, quien tomó la palabra.

– Padre, estimados amigos… -carraspeó, mirándonos a todos, uno por uno-. Me temo que todavía hoy sigue siendo difícil distinguir un ángel de un buen inglés.

Todos reímos la ocurrencia.

– No, no. -Agitó las manos por delante de su rostro brillante y sonrosado-. No se lo tomen a broma, por favor. Una de las tradiciones más arraigadas de la familia Faber es casarse leyendo un fragmento del Libro de Enoc, que habla justo de cuán difíciles de identificar fueron los ángeles en tiempos antiguos. A diferencia de lo que muchos creen, los ángeles no son esas criaturas naífs con alas a la espalda que revolotean como gorriones sobre nuestras cabezas. ¿No es así, muchacho?

Martin, a mi lado, asintió con una enorme sonrisa. Daniel prosiguió.

– ¿Qué es esto? -le susurré, desconcertada-. ¿Ese tipo va a darnos ahora una conferencia?

– Creí que te gustaban los mitos -dijo él, con cierta ironía, sin quitar el ojo del altar-. Así que, con tu permiso, les he pedido que nos dieran una pequeña lección de angelología.

– Pero ¡Martin…!

– Chis. Escúchalos, chérie, ¿quieres?

Daniel nos miró sin dejar su discurso.

– Dejadme explicaros cuál fue el aspecto original de esos ángeles -levantó la voz-. En los últimos capítulos del Libro de Enoc se cuenta cierta aventura de Lamec, el padre de Noé, que como todos los de su estirpe sentía un profundo temor por esas criaturas rubias y hermosas capaces de pasearse entre nosotros sin llamar la atención. Lamec las llamó «vigilantes» porque, según creía, Dios las había enviado a la Tierra después de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso para cuidar de que no volviéramos a caer en desgracia. Esos infiltrados divinos patrullaban por ciudades, mercados y escuelas comprobando que todo estuviera en orden. Amonestaban a quienes transgredían la ley de Dios o a aquellos que rompían la paz social. Eran, pues, una especie de policía secreta. De hecho, se los respetó hasta que un buen día comenzó a extenderse un terrible rumor sobre ellos. -Daniel arqueó sus pobladas cejas, dotando de una tensión creciente a sus palabras-: Al parecer, varios vigilantes habían dejado embarazadas a mujeres humanas engendrándoles vástagos parecidos a ellos. Por eso, cuando la esposa de Lamec dio a luz en esos días a un hijo de ojos y cabellos claros, su marido se tornó suspicaz. Llamó a aquel niño Noé, que quiere decir «consuelo», y lo puso bajo una estricta observación. Lamec, no obstante, murió sin saber que Dios había elegido a aquel muchacho híbrido y a su familia para salvarnos del Diluvio. Y que lo había hecho porque, sin dejar de ser humano, su hijo mestizo desarrollaría la capacidad de poder escuchar la voz de Dios. De comunicarse con Él. Como un médium…

– Ya, ya -rezongó el padre Graham a su espalda, haciendo sonreír de nuevo a los invitados y a mí, quitándole gravedad a su discurso-. Todo eso está muy bien. Pero debemos iniciar ya la ceremonia, y todavía no les ha hablado de Enoc y de su libro…

– Oh, sí. Desde luego, padre.

Daniel Knight se quedó mirando a Martin un segundo, como si aguardara su permiso para proseguir. Y cuando creyó tenerlo, continuó.

– El padre Graham tiene razón. La mediumnidad de Noé tuvo un ilustre precedente en el patriarca Enoc. Él fue uno de los pocos humanos que antes de la Gran Inundación tuvo contacto directo con esos vigilantes y aprendió más de ellos. Pese a ser un vulgar campesino, supo ganarse su amistad. Aprendió su extraña lengua, fue su confidente humano más cercano y recibió como premio su ascenso a los cielos sin pasar ni por la vejez ni por la muerte. De hecho, tanto aprendió Enoc de ellos que cuando regresó de ese viaje al más allá lo hizo investido de una extraña sabiduría. Insistía en que una terrible catástrofe se cernía sobre el planeta. Que nos quedaba poco tiempo para prepararnos. Pero sus contemporáneos le ignoraron. De hecho, nadie se tomó en serio sus avisos hasta que su tataranieto Noé volvió a mencionar aquel asunto. Y entonces, como todos sabéis, tampoco le hicieron caso.

– Perdone que le insista, señor Knight -volvió a interrumpirlo el padre Graham-, pero ¿puede explicarles quién fue Enoc? ¿Existió?

– Sí, claro -asintió, secándose con un pañuelo las gotitas de sudor que habían empezado a perlar su frente-. Mi compañera Sheila y yo llevamos un tiempo estudiándolo tanto a él como a ciertas piedras que al parecer poseyó, y que se trajo de ese viaje por los cielos. Y lo que hemos descubierto es que su relato fue calcado del de otro héroe nacido en el seno de la primera gran civilización postdiluviana de la Historia. Sumeria. Allí fue donde el hombre inventó la rueda, la escritura, las leyes, la astronomía y las matemáticas. Allí se habló por primera vez de ángeles y se los representó con alas, pero no porque las tuvieran sino como símbolo de su procedencia celestial. Y allí también se les acusó de escamotear al ser humano el más preciado de los tesoros: el don de la inmortalidad. Ese héroe, del que disponemos de más pistas de su existencia real que de Enoc, fue un rey llamado Gilgamesh. Y como el patriarca de la tradición hebrea, también él consiguió comunicarse cara a cara con los dioses y poner el pie en su Reino Celeste sin haber pasado por el penoso trámite de la muerte.

«Permitidme, pues, que os resuma su odisea tal y como la refieren las antiquísimas tablillas cuneiformes que la recogen:


La epopeya de Gilgamesh


»Todo ocurrió hace casi cinco mil años, tiempo después del Diluvio Universal.

»Gilgamesh -cuyo nombre quiere decir "el que ha visto lo profundo"- acababa de ser coronado en Uruk. Su ciudad era apoteósica. Se levantaba sobre la orilla oriental del Éufrates. Sus ruinas fueron descubiertas en 1844 a unos doscientos kilómetros al sureste de Bagdad, en el moderno Irak, demostrando sin género de dudas que ese monarca existió. Hoy sabemos que además de un gran guerrero fue también un filósofo. Había visto morir a sus padres y a varios amigos suyos y comenzaba a darse cuenta de que los estragos del paso del tiempo eran aún más implacables que la guerra. Todos, ricos o pobres, soldados o campesinos, terminarían con sus huesos en una tumba. También él. Y esa certeza lo aterrorizó.

»Un día decidió confiar esos miedos a Shamash, su padrino. Éste, un hombre sensato y responsable, se compadeció de él. "Hijo mío -le susurró-, cuando los dioses crearon la humanidad, nos asignaron la muerte, haciéndonos no sólo imperfectos sino manipulables. Ellos se quedaron la vida para sí mismos y eso, por desgracia, no tiene vuelta atrás." Shamash, con tacto, recomendó entonces a Gilgamesh que se olvidara del asunto y que disfrutara mientras pudiese de los dones de su existencia. "Vive alegre día y noche -fue su única consigna-. Goza mientras puedas. Eso será cuanto obtengas."

»A falta de alternativas, Gilgamesh siguió aquel consejo al pie de la letra y comenzó a introducir leyes en el reino que lo favoreciesen por encima de sus súbditos. La más controvertida fue su derecho a yacer el primero con cada novia que se casara en sus dominios. No contó con que aquello enfurecería tanto al pueblo que sus protestas terminarían llamando la atención de los mismísimos dioses. Y éstos pusieron por primera vez los ojos en él para enviarle un escarmiento. Mandaron a la Tierra a un hombre artificial, una criatura de tendones de cobre y la fortaleza "de una roca caída del cielo", para que lo combatiese y lo distrajese de sus correrías. Llamaron a esa criatura Enkidu. Pero contra todo lo previsto, Enkidu y Gilgamesh terminaron haciéndose amigos. Los dos se reconocieron como los grandes guerreros que eran y, para sorpresa de los dioses, ambos comenzaron a hablar.

»Una noche, bajo las estrellas, como prueba de su reciente amistad, Gilgamesh confesó a su nuevo compañero el pavor que tenía a la muerte. Le participó sus planes para viajar en secreto hasta el reino de Anu, la patria de sus creadores, y su intención de reclamarles la inmortalidad que, según los relatos antediluvianos, un día tuvo nuestra raza. En esos registros se mencionaba el nombre del único humano que la había merecido. Se trataba de otro rey al que se conocía con el extraño nombre de Utnapishtim y que a buen seguro podría darles la fórmula de la vida eterna.

»Fue así como los dos se juramentaron para encontrarlo. Viajaron a territorios vedados a los humanos, vencieron a monstruos terribles y superaron las mil y una tentaciones y trampas que los dioses les pusieron en el camino. Pero no nos engañemos. No hubieran logrado dar un paso en las tierras del más allá si Gilgamesh no hubiera contado con la discreta ayuda del dios Enki, que se comunicaba con él a través de unas piedras como las que Martin y Julia poseen ahora.»

Aquello me hizo dar un salto y aferrarme al saquito de tul que pendía de mi cuello y en el que había guardado mi adamanta. Si buscaba impresionarme, lo había conseguido. Daniel prosiguió:

– Gracias a esas piedras -me miró-, Gilgamesh superó las pruebas más terribles. Derrotó con sus propias manos a criaturas acorazadas, a la tribu de los hombres escorpión e incluso a dos leones colosales cuya muerte terminó por convertirse en el símbolo que mejor lo representaría: un hombre abrazado a unas fieras sometidas a fuerza de músculo. Cuando finalmente Gilgamesh se reunió con Utnapishtim en un jardín artificial, en alguna región del otro lado de la vida, aquel anciano de cinco mil años de edad accedió a escuchar sus peticiones.

«Gilgamesh, exhausto, casi sin aliento, sólo tuvo fuerzas para formularle una pregunta. Una cuestión que la undécima tablilla de barro de la epopeya recoge con cuidado y que Utnapishtim accedería a responder tras no pocas dudas: "¿Cómo conseguiste la vida eterna?"

«¿Queréis saber qué le respondió?»

Загрузка...