Capítulo 27

Mi segundo recuerdo post mórtem llegó sin avisar.

El rostro ajado de un hombre vestido de gris, con la cara cuarteada por el frío y la edad, nos observaba sin expresar emoción alguna. Martin y yo acabábamos de llegar a Biddlestone, la aldea en la que pensábamos casarnos, y el padre James Graham, su vicario, no terminaba de creerse lo que tenía frente a sus ojos.

– Es una decisión muy importante… -murmuró-. ¿Estáis seguros de querer hacerlo?

Los dos asentimos. Habíamos llegado muy temprano al pueblo, después de haber dejado el hotel en plena madrugada, incapaces de conciliar el sueño.

– ¿Y cuándo lo decidisteis?

– Ella lo supo anteayer -respondió Martin con media sonrisa.

– Lo imaginaba.

Aunque el tono del sacerdote sonó a reproche, no dijo nada más. Tomó asiento junto a nosotros y nos invitó a comer algo. Su presencia reconfortaba. Enseguida comprendí por qué.

– ¿Cuánto hace que no nos vemos, hijo? -preguntó a Martin.

– Desde mi primera comunión. ¡Hace más de treinta años!

– Oh, sí, claro. Los mismos que hace que no veo a tus padres.

– Lo sé. Siento que tarden tanto en venir.

– ¿Sabes? En el fondo, su ausencia es un halago. Eso es porque aún confían en mi trabajo -dijo como queriendo quitarle importancia al detalle. Martin tampoco se inmutó-. Y dime, hijo, ¿sigues insistiendo en lo de la lectura principal? Tu llamada de ayer me preocupó. Ceremonias de esta clase no se celebran muy a menudo. Y menos en un templo cristiano.

– Lo comprendo -aceptó, tomándome de una mano-. Pero no habrá ningún problema, ¿verdad?

– No. Si ella no lo tiene…

– ¿Y por qué iba a tenerlo?-sonreí, creyendo que aquello era una broma entre viejos conocidos-. ¡Es mi boda!

– Hija mía… Su prometido insiste en incluir una lectura que no pertenece a la Biblia en la ceremonia. ¿Lo sabía?

– La verdad es que no.

Martin se encogió de hombros como si aquélla fuera otra de sus sorpresas.

– Es testarudo como una mula -prosiguió-. Quiere que se oficie el rito con una de esas parábolas antiguas en las que las mujeres no quedan bien paradas. Por eso me pregunto si tal vez usted, siendo española, presumo que temperamental, quisiera…

– ¿Es eso cierto?

Miré a Martin divertida, dejando al padre Graham con la palabra en la boca.

– Salvo en lo de que quedáis malparadas, sí -rió.

– Sin embargo -añadió el sacerdote-, coincidirás conmigo, Martin, en que se trata de un texto fuera de lo común; algo impropio para un enlace matrimonial.

– ¿Impropio? -Hice la pregunta muerta de la curiosidad-. ¿Por qué es impropio, padre Graham?

– ¡Oh! No hagas caso, chérie. -Martin trató de restar importancia a aquel comentario-. Este hombre ha casado a mi familia desde hace generaciones y siempre refunfuña por lo mismo. Creo que trata de sabotear nuestra tradición… -añadió, guiñándome un ojo.

– Pero ¿qué lectura es ésa? -insistí.

– Se trata de un texto arcaico, valioso sin duda, pero en modo alguno canónico, señorita. Mi deber es advertírselo. Martin me dijo que usted es historiadora y experta en arte. Eso es interesante. Se lo mostraré para que pueda apreciarlo.

El sacerdote se levantó entonces de la mesa y, dirigiéndose a la estantería de la cocina que estaba llena de viejos libros encuadernados en piel, extrajo uno grande y delgado.

– El libro del Génesis menciona de pasada los mismos hechos que cuenta este tratado en su capítulo sexto -explicó, sopesando un volumen encuadernado en vitela que me pareció muy viejo-. Por desgracia, la Biblia sólo da una información parcial de ellos, muy resumida, como si quisiera evitar detalles escabrosos que, en cambio, se recogen en estas páginas con todo lujo de detalles…

– ¿Y qué obra es ésa?

– El Libro de Enoc. Y lo que su marido quiere leer son los capítulos seis y siete, señorita.

– ¿El Libro de Enoc? No estoy segura de haber oído hablar de él.

Martin se revolvió en su banqueta. Supuse que le complacería mi interés por los detalles del rito, pero enseguida me di cuenta de que no era así. Mientras el padre Graham se deshacía en explicaciones, él se removía incómodo en su silla, dudando si interrumpirnos o no.

– El Libro de Enoc -prosiguió el sacerdote poniéndome delante aquel tomo grande como un almanaque, encuadernado sin ningún tipo de rúbrica o marca exterior- es una obra profética que narra la historia y el devenir de la Humanidad en sus primeros pasos sobre la Tierra. Sus copias más antiguas proceden de Abisinia, la actual Etiopía.

– Qué interesante -aplaudí para desesperación de Martin-. ¿Y qué es lo que tiene de incómodo este libro para una mujer, padre?

– Si tiene paciencia se lo explicaré -gruñó-. A grandes rasgos, cuenta lo que nos pasó después de ser expulsados del Paraíso. Lo que ocurrió poco antes de la Segunda Caída.

– ¿La Segunda Caída?

– Bueno… Según las Escrituras, hemos estado a punto de extinguirnos en dos ocasiones. La primera, cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén y arrojados al mundo mortal. Entonces Dios pudo haber fulminado a nuestros primeros padres, pero los perdonó in extremis. Enseguida éstos se adaptaron a su nuevo entorno y se reprodujeron a gran velocidad.

– Entonces, la Segunda Caída fue cuando…

– Cuando esos descendientes perecieron durante el Diluvio -completó.

Me fascinó que el padre Graham me estuviera contando el relato de la Creación con el mismo aplomo que un reportero de National Geographic. Decidí seguirle el juego.

– A ver si me aclaro, padre. ¿Está intentando decirme que el Libro de Enoc es antediluviano?

– No exactamente. Lo que su autor cuenta es antediluviano, señorita. Esto es, narra los hechos que acontecieron entre la Primera y la Segunda Caída. Por desgracia, la antigüedad exacta del texto es un auténtico misterio. El libro no menciona a Adán y Eva, lo cual es sorprendente, pero en cambio explica con todo detalle por qué Dios nos envió su Gran Inundación. Y dice saberlo porque su fuente de información no fue otra que el mismísimo profeta Enoc.

– Enoc…

El padre Graham no escuchó mi resoplido de admiración.

– Enoc es mencionado varias veces en la Biblia, señorita. Fue un pastor analfabeto que tuvo la inmensa fortuna de contemplar el Reino de los Cielos con sus propios ojos. Debería saber que él fue de los pocos mortales a los que Dios llevó al Paraíso en cuerpo mortal; fue ascendido a los Cielos arrebatado por un torbellino, y pudo regresar a la Tierra para contárnoslo todo y advertirnos de lo enfadado que estaba el Padre Eterno con los humanos.

– ¿Todo eso cuenta el Libro de Enoc? -murmuré.

– Y aún más. Parece que mientras Enoc estuvo en el Paraíso consiguió hacerse con respuestas para todas nuestras tribulaciones, presentes, pasadas y futuras. Por eso, a su vuelta se convirtió en una especie de oráculo tocado por el dedo del Creador. Y en inmortal. Como los dioses del mundo antiguo.

Oí a Martin refunfuñar algo desde algún rincón de la cocina.

– Y dígame, padre -proseguí, mirando a mi novio de reojo-, ¿por qué cree que Martin quiere utilizar este libro en nuestra boda? ¿Habla de amor?

James Graham clavó entonces su desgastada mirada azul en mí, como si quisiera advertirme de un peligro del que yo no era todavía consciente.

– Lo que su prometido quiere incluir en la ceremonia se encuentra al principio del libro, hija mía… ¿Por qué no sale de dudas y le echa un vistazo usted misma? Yo no soy capaz de decirle si eso es o no amor.

El sacerdote me tendió entonces el tomo grande que tenía abierto en las manos y me invitó a hojearlo. Ubiqué sin dificultad el punto indicado. Estaba marcado con una cinta de seda azul primorosamente plegada.

Una bonita capitular adornaba el arranque de un texto breve, a su vez dividido en párrafos escuetos. Había sido impreso con una tipografía gótica que mezclaba letras rojas y negras, y lo iluminaban unas láminas evocadoras. Con respeto, me incliné sobre él para recitar el título de esa sección en voz alta: La caída de los ángeles; la desmoralización de la humanidad; la intercesión de los ángeles en nombre de la humanidad. Las sentencias que Dios pronunció contra los ángeles. El reino mesiánico.

Aquello me desconcertó. Al principio no le vi relación alguna con la boda. Pero al percibir que había logrado ganarme el silencio de Martin y del padre Graham, y leerlo en alto, pronto cambié de opinión:

Así pues, cuando los hijos de los hombres se hubieron multiplicado, y les nacieron esos días hijas hermosas y bonitas, y los ángeles, hijos de Dios, las vieron y las desearon, se dijeron entre ellos: «Vamos, escojamos mujeres entre los hijos de los hombres y engendremos hijos.»

«Ajá. Ahí está el amor», pensé.

Seguí leyendo:

Entonces su jefe les dijo: «Temo que quizá no queráis realmente cumplir esa obra, y seré, yo solo, responsable de un gran pecado.»

Todos respondieron: «Hagamos todos un juramento, y prometámonos todos con un anatema no cambiar de destino, sino ejecutarlo realmente.»

Entonces, juntos juraron y se comprometieron acerca de eso los unos hacia los otros con un anatema. Todos ellos eran doscientos y descendieron sobre Ardis, la cima del monte Hermón; y lo llamaron «monte Hermón» porque es sobre él donde habían jurado y se habían comprometido los unos con los otros.

– Ahora vaya hasta la segunda cinta. La verde -ordenó el padre Graham, señalándome otra marca-. Lea toda la página, por favor.

– Esa parte no va a utilizarse en la iglesia -protestó con desgana Martin, regresando junto a nosotros.

– No. Pero es bueno que tu prometida la conozca. Julia -me tocó la mano con su palma-, lea, por favor.

Obedecí al punto:

Estos, y todos los otros con ellos, tomaron mujeres. Cada uno escogió una, y comenzaron a ir hacia ellas y a tener comercio con ellas y les enseñaron los encantos y los encantamientos, y les enseñaron el arte de cortar las raíces y la ciencia de los árboles.

Así pues, éstas concibieron y pusieron en el mundo grandes gigantes cuya altura era de tres mil codos. Ellos devoraron todo el fruto del trabajo de los hombres hasta que éstos no pudieron alimentarlos más.

Entonces los gigantes se volvieron contra los hombres para devorarlos. Y empezaron a pecar contra los pájaros y contra las bestias, los reptiles y los peces, después ellos se devoraron la carne entre ellos y se bebieron la sangre.

Entonces la Tierra acusó a los violentos.

Durante un instante, los tres nos quedamos mudos. El padre Graham respetó aquel silencio. A mí me asustó. A fin de cuentas parecía la historia de un enlace pecaminoso; uno que terminaba engendrando una estirpe abominable que necesitó de un castigo universal para ser sofocada.

– ¡Vamos, Julia! ¡Ya lo ves! -Martin rompió el hielo, tratando de relajar los ánimos-. Sólo es una antigua historia de amor. De hecho, la más antigua que existe después de la vivida por Adán y Eva.

El padre Graham torció el gesto.

– Es el relato de un amor prohibido, Martin. No debió de ocurrir nunca.

– Pero padre… -rezongó-. Gracias a ese amor los «hijos de Dios», una clase específica de ángeles superiores a la raza humana, decidieron compartir su ciencia con nuestros antepasados expulsados del Paraíso. Si lo que cuenta este libro es cierto, lo hicieron desposándose con las mujeres que habitaban la Tierra y mejoraron nuestra especie. ¿Qué hay de malo en eso? Su estirpe benefició a la humanidad. ¡Fueron los primeros matrimonios de la Historia! Matrimonios sagrados. Hierofanías. Uniones entre dioses y hombres.

– ¡Matrimonios impuros, Martin! -Durante un segundo el tono del sacerdote se elevó amenazador, para luego volver a calmarse-. Nos trajeron la desgracia. Dios nunca vio con buenos ojos la descendencia que surgió de esas uniones, y por eso decidió exterminarla con el Diluvio. Sigue sin parecerme algo propio de recordar el día de vuestra boda.

– Padre -intervine tratando de relajar el cariz que estaba tomando aquella conversación-, antes comentó que las mujeres no salíamos muy bien paradas en el Libro de Enoc…

Mi ardid funcionó a medias. El sacerdote relajó algo su crispación pero no moderó la severidad de sus palabras.

– Según Enoc, las «hijas de los hombres» siempre quedáis en inferioridad de condiciones respecto a los «hijos de Dios» -dijo-. Ellos abusan de vuestra ingenuidad, os dejan preñadas de vástagos horribles, gigantes deformes y titanes, y encima os responsabilizan de haber manchado la nueva estirpe. Es un relato horrible.

– Pero, padre -sonreí-, si todo esto sólo es un mito…

Para qué dije aquello.

James Graham se levantó del taburete de cocina en el que se había apoyado y me arrebató el libro de malas maneras. Si hasta entonces su rostro había sido impermeable a sus emociones, de repente se le cayó la máscara.

– ¿Un mito? -bufó-. ¡Ojalá todo fuera tan sencillo! Este libro recoge lo poco que nos ha llegado de los orígenes de nuestra civilización. Lo que ocurrió antes del Diluvio, antes de que la Historia empezase de cero. No existe crónica de nuestros orígenes tan precisa como ésta.

– Pero el Diluvio también es una fábula… -insistí.

– ¡Aguarda un momento! -Martin nos interrumpió de repente-. ¿Recuerdas, Julia, nuestra visita de anoche?

Asentí sorprendida. La tenía fresquísima en la memoria.

– ¿Y recuerdas lo que te dije de mi familia y de John Dee?

– Que ese hombre es la obsesión de los Faber, ¿no?

– Estupendo -suspiró-. Déjame contarte algo más: lo es porque Dee fue el primer occidental que accedió al Libro de Enoc, y gracias a él, el primero en interesarse científicamente por los efectos del Diluvio. Ese episodio, tanto si fue un fenómeno local circunscrito al área de Mesopotamia como uno tan global como un cambio climático, existió de verdad. Y se produjo no una, sino al menos dos veces. La última, hace unos ocho o nueve mil años. Dee fue el primero en deducirlo del texto que acabas de recitar.

– ¿De verdad crees que el Diluvio existió? -pregunté maravillada.

– Desde luego.

– ¿Y por qué quieres recordarlo en nuestra boda?

– Mi familia lleva generaciones interesada en Dee, Enoc y en los orígenes de la humanidad. Mi madre aprendió lenguas muertas sólo para poder leer el Libro de Enoc en su idioma original. Papá se especializó en física para trasladar a palabras técnicas sus metáforas del Paraíso y del viaje del profeta al más allá. Y yo, biología y climatología para confirmar que lo que cuenta el profeta fue, en efecto, lo ocurrido entre la primera y la segunda gran anegación del mundo, entre el 12000 y el 9000 a. C., más o menos. Es… como un homenaje a mis raíces.

– ¡Sois la familia Monster!

Martin no apreció mi ironía.

– Además… -titubeó-, de algún modo mis padres y yo somos los últimos de una larga estirpe de vigilantes de ese legado.

– ¿En serio? -reí.

– Créale, señorita -intervino el padre Graham, agitando las manos como si quisiera espantar los recuerdos que le traía esa revelación-. John Dee fue un eslabón en esa cadena. Y Roger Bacon, un franciscano del siglo XII con una mente leonardiana. Y Paracelso, el médico. Y el místico Emmanuel Swedenborg. Incluso Newton. Y muchos otros que permanecerán anónimos para siempre.

– Mira, Julia: doscientos años antes de que el Libro de Enoc fuera descubierto por un explorador escocés llamado James Bruce, Dee ya se sabía de memoria sus mejores páginas. De hecho, estudió tan a fondo los encuentros que describe entre el profeta y los ángeles que terminó encontrando un método para invocarlos a voluntad a través de ciertas reliquias antediluvianas.

– ¡Las adamantas!

– Exacto. -La sonrisa franca de Martin le iluminó el rostro-. Dee las usó porque quería reconstruir la verdadera historia de nuestra especie. Descubrió que por nuestras venas corre aún sangre divina por culpa de aquellos ángeles que osaron desafiar a Yahvé y mezclarse con nuestros antepasados. Y averiguó algo más: que la ira de Dios no se acabó tras la expulsión de Adán y Eva del paraíso, ni tampoco después del Diluvio.

– ¿Qué quieres decir?

– Las adamantas le hablaron de una Tercera Caída. Una que Enoc también anunció y que, más pronto que tarde, nos llegará por fuego. Nuestra especie está otra vez en peligro, Julia. Por eso quiero recordarlo el día de nuestra boda. Tal vez un día tengamos que salvarla juntos…

Загрузка...