Capítulo 35

Cuando Artemi Dujok se reincorporó a la ceremonia de mi boda, el padre Graham había terminado de dar lectura al polémico Libro de Enoc y estaba a punto de devolver la palabra a nuestros invitados. Había llegado el turno de tía Sheila. La «guardiana del Grial» parecía impaciente por soltarnos el discurso que había preparado por encargo de Martin. Y tocada con su hipnótica pamela, concluyó el relato de la Epopeya de Gilgamesh explicándonos que sus tablillas habían inspirado, sin duda, muchos de los pasajes fundamentales de Enoc. Ambos textos, juntos, eran algo así como la crónica científica más antigua del mundo.

– Hay que meterse en la mente alegórica de nuestros antepasados para comprenderla -nos advirtió-. En un mundo que carecía de un lenguaje técnico, las metáforas eran su único instrumento para describir la realidad.

Martin, a mi lado, estaba como en éxtasis. Encantado de haber convertido su boda en una especie de lección magistral de mitología antigua. De angelología, dijo.

– Bien… -prosiguió Sheila, paseando una mirada firme entre los invitados y deteniéndose en el recién llegado-. Supongo que querréis saber, al fin, qué le respondió Utnapishtim a Gilgamesh cuando éste le preguntó si él podría alcanzar también la inmortalidad, ¿no es cierto?

Todos asentimos.

El relato de Utnapishtim


– Os resumiré la versión sumeria del mito -dijo modulando la voz como una profesional-: siglos antes de nacer Gilgamesh, Utnapishtim gobernaba otra gran ciudad, Shuruppak, que las piquetas de los arqueólogos han desenterrado confirmando su existencia real. En su época de máximo esplendor, las primeras civilizaciones ya casi dominaban Asia y África. Fue en ese tiempo antediluviano cuando el dios Enlil decidió poner en marcha su plan para acabar con nuestra especie. Estaba decepcionado con la deriva humana. Como el Yahvé bíblico. Y tenía sus razones: éramos rebeldes, no nos plegábamos a sus deseos y, sobre todo, le parecíamos tan ruidosos como testarudos.

»E1 complot que urdió para destruirnos era tan cruel que hizo jurar a los demás dioses que no se lo revelarían a ningún mortal. Para Enlil, la raíz del problema estaba en los matrimonios entre dioses e "hijas de los hombres". Su mezcla, dijo, había corrompido a nuestra especie. Nos había hecho ambiciosos, desobedientes y, lo que era aún peor, cada vez más fuertes e inteligentes. Comenzábamos a parecemos demasiado a su estirpe, así que el jefe-de- todos-los-dioses, señor del cielo, el viento y las tempestades, decidió poner remedio a un ascenso genético tan peligroso. Su solución fue radical: impulsaría una catástrofe climática a escala planetaria que nos barrería para siempre.

»Sólo una divinidad se opuso a semejante proyecto: su hermano Enki. Ese dios nos tenía algo más que aprecio. En parte, le debíamos nuestra expansión sobre la Tierra. Fue Enki quien nos envió a los vigilantes y quien los autorizó a tener descendencia con nuestras mujeres. Quería mejorar nuestra raza y educarnos. Pero cuando obtuvo los primeros resultados visibles y surgieron las primeras sociedades humanas complejas, Enlil quiso arrasarnos. Nos vio como enemigos potenciales. Seres de una inteligencia que, tarde o temprano, se equipararía a la suya.

»Enki se desesperó. ¿Cómo impediría nuestra destrucción sin traicionar a su hermano, el jefe de los dioses?

»¿Cómo actuaría sin ofender a su propia estirpe?

»Poco antes del día D, cuando nuestra atmósfera daba ya sus primeros síntomas de alteración, el benévolo Enki halló la solución. Sabía que no podía advertir a Utnapishtim a rostro descubierto sin romper su juramento. Pero ¿qué pasaría si el humano se enteraba "por casualidad" de los planes de su hermano? Dicho y hecho. Nuestro benefactor buscó una pared lo bastante alta en el centro de la ciudad y se agazapó tras ella a la espera de que el rey pasara por allí. Cuando lo hiciera, simularía una conversación que lo pondría en alerta.

»Y el día llegó.

»"¡Oh, cerca de cañas! ¡Oh, muro de ladrillos!", comenzó a declamar Enki ante su pared, a voz en grito. "Derriba la casa y construye una barca. Abandona la riqueza y busca la supervivencia. Desdeña la propiedad, salva la vida. Lleva a bordo de la barca semillas de todas las cosas vivas."

»Aunque Utnapishtim reconoció de inmediato la voz de su dios, no llegó a verlo. Confuso, turbado por lo que creía que era una conversación que no le correspondía escuchar, regresó a su palacio convencido de que debía tomar aquel incidente como una señal. En poco tiempo construyó un barco enorme, sin proa ni popa, desprovisto de cubierta o mástiles, blindado, que flotaría como un cajón en alta mar. La tablilla doce de la Epopeya de Gilgamesh es parca describiendo el terror posterior, pero da cuenta de los días y noches de temporal que inundaron el reino de Shuruppak y sumieron a la tripulación del monarca en la desesperanza más absoluta. Peor suerte corrieron quienes no subieron a bordo. Todos perecieron ahogados mientras la tierra que él conocía quedaba sepultada bajo las aguas.

»Una vez superado lo peor, el cajón de los supervivientes encalló en la cima de un monte. Dicen que se quedó varado junto a un precipicio, con un extremo gravitando sobre la nada. Y así, tras siete días de espera sin atreverse a poner pie en aquel pico, el rey Utnapishtim dio la orden de abandonar la nao y repoblar cuanto territorio firme descubrieran. Acababa de nacer, o mejor, de renacer, nuestra especie.

Sheila nos miró entonces a Martin y a mí.

– En realidad, esta historia es un regalo para vosotros -dijo a los invitados con tono casi sacerdotal-. La pareja que hoy unimos en matrimonio desciende de aquel navegante y de su familia. Son los herederos de la sangre mixta de hombres y dioses. Y hoy, siguiendo aquel sagrado mandato, se desposan para continuar con el proyecto de Enki. Para que nunca falte un humano sobre la faz de la Tierra y contribuyan a la inmortalidad del código genético de los vigilantes.

– Ha llegado, pues, el momento de sellar la alianza -intervino Daniel, todavía acalorado y en pie junto al padre Graham-. ¿Tenéis las piedras?

Los dos asentimos.

Daniel aguardó a que se las entregáramos, mientras Martin y yo nos dábamos la mano.

– Debéis saber que los hijos de los dioses confiaron piedras como éstas a sus esposas -dijo el ocultista, levantándolas para que todos pudieran verlas-. Fueron el símbolo de unión entre el mundo del que venían, el Paraíso, y el que querían habitar.

– En la Biblia se mencionan a menudo esas piedras -el viejo sacerdote interpeló a Daniel con cierta brusquedad-. Moisés recibió los diez mandamientos inscritos sobre dos grandes losas. Incluso el patriarca Jacob se durmió sobre una que le permitió ver la escala por la que los ángeles del cielo suben y bajan a la Tierra. Las que tenéis proceden, pues, de ese tiempo remoto y siguen cumpliendo su función simbólica de unión entre Arriba y Abajo.

– ¿Recuerda, padre, lo que dijo Jacob al ver su escala? -lo acotó Daniel, como interrogándolo-: «¡Aquí está la casa de Dios y la puerta a los cielos!» Estaba diciéndonos que su piedra había abierto un umbral hasta entonces invisible que comunicaba el Reino del Padre con el nuestro.

A lo que Sheila añadió solemne:

– Vuestras piedras son, pues, las llaves para entrar en esa Casa. Recordadlo siempre y protegedlas con vuestra vida si fuera preciso.

El viejo sacerdote se adelantó entonces a sus dos compañeros de altar y, elevando los brazos por encima de sus cabezas, nos hizo poner en pie. Tuve la impresión de que no deseaba oír una palabra más.

– Ha llegado el momento -dijo, retomando el control de la ceremonia-. Martin Faber, ante tu Piedra de Compromiso dinos: ¿tomas por esposa a Julia Álvarez, hija del hombre, y juras protegerla de la adversidad y el deshonor, hasta que cumpláis los días de vuestro destino?

Los ojos azules de Martin relampaguearon vivaces ante la fórmula empleada por Graham. Enseguida asintió.

– ¿Y tú, Julia? Ante la Piedra de la Sagrada Alianza, ¿tomas por esposo a Martin Faber, hijo del Padre Eterno, y juras permanecer a su lado, aun frente a los enemigos de la luz, sosteniéndolo y consolándolo en los días oscuros que se avecinan?

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Noté la mirada feroz del sacerdote a través de sus lentes.

– ¿Lo juras? -me urgió.

– Lo juro.

– En ese caso -dijo tomando las adamantas de las manos de Daniel y extendiéndolas sobre las nuestras-, pongo por testigo a estas rocas milenarias. Lap zirdo noco Mad, hoath Iaida. Ellas darán fe de que vuestro camino es recto y justo.

Y diciendo aquello, nos las entregó con gran solemnidad.

Aquél fue el momento supremo de la jornada.

Al sentir la piedra al tacto, el corazón se me aceleró. Noté que la mía estaba caliente y se agitaba como si fuera un insecto que desesperara por remontar el vuelo. «Dios mío. La ha activado», pensé. Pero nada ocurrió.

Mi adamanta dejó de zumbar en cuanto la apreté en mi puño. Aunque después, de un modo sutil, casi imperceptible, comenzó a iluminarme la palma de la mano. Resultó un brillo suave, nada molesto, como si procediera de su núcleo y variara su fuerza a intervalos regulares para no deslumbrarnos. Absorta, enseguida descubrí algo más. Algo que no vi la tarde anterior en casa de Sheila y que, por la cara de asombro de Martin, juraría que también era la primera vez que lo presenciaba: cada vez que uno de aquellos destellos pulsaba, dejaba entrever una especie de sombra bajo su superficie que no variaba de forma. Parecía una letra. Una especie de M de bordes más redondos a la que debí prestar más atención.

Era más o menos así:

– Zacar, uniglag od imvamat pugo plapli ananael qaan.

Desde hoy ya sois marido y mujer -sentenció entonces el padre Graham, ajeno al prodigio.

Después de aquel día, nunca más volví a ver ningún otro signo sobre la adamanta.

Загрузка...