Capítulo 21

– Probablemente haya ciertas cosas de su marido que desconozca…

Nick Allen soltó aquello dejando caer toda su humanidad sobre la mesa. ¿Cómo debía reaccionar yo ante semejante comentario? Llevábamos casi una hora de charla y, de repente, aquel hombre me hizo sentir como aquella ballena varada en la playa que vi siendo niña y que, aún viva, miraba con ojos de asombro a los que la rodeábamos, sin entender lo que acababa de pasarle.

– ¿Qué clase de cosas, coronel?

– Martin trabajó para la NSA.

– ¿La NSA?

– La Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos. El organismo de mi gobierno que controla todas las comunicaciones del planeta e informa al Departamento de Defensa de los enemigos de nuestra nación.

Di un respingo.

– No se preocupe, señora. Martin no era alguien como yo. No estaba en una sección operativa, sino en la científica.

– Nunca me habló de ello -murmuré, algo abrumada.

– Seguramente no se lo dijo por una buena razón: su propia seguridad, señora. Aunque formes parte del equipo de limpieza, al ingresar a la oficina de inteligencia más grande del mundo se te exigen dos cosas. La primera, discreción absoluta. Nada de lo que hagas, veas o aprendas durante tu estancia en la agencia puede ser compartido con personas ajenas a ella. Y usted lo era. Nos enseñan que cualquier indiscreción, por pequeña que parezca, puede poner en peligro operaciones de gran importancia para el país y terminar cobrándose la vida de personas inocentes que saben de nuestra misión.

– ¿Y la segunda?

– Trabajar para la NSA conlleva asumir ciertos riesgos. Si el enemigo te descubre tratará de sonsacarte hasta el más mínimo recuerdo de tu paso por nuestra organización. A veces, hasta la descripción de un vulgar despacho puede servir para que una nación hostil deduzca cómo nos movemos o pensamos. Por esa razón, al ser víctimas potenciales, a todos los empleados nos enseñan a cifrar mensajes de socorro en frases inocentes. Tener la ocasión de deslizar una de ellas en una conversación telefónica inocua puede salvarte la vida.

Miré al coronel sorprendida.

– ¿Martin sabe hacer eso?

Allen asintió.

– ¿No ha notado nada raro en el vídeo? ¿No le ha llamado la atención, por ejemplo, su última frase?

En ese momento, el militar accionó el clip de su dispositivo electrónico dejando que la efigie demacrada de Martin volviera a pronunciarla en un español más que aceptable. Sus ojos claros chispearon de nuevo en la pequeña pantalla táctil:

«… Y ten presente que aunque te persigan para robarte lo que es nuestro, la senda para el reencuentro siempre se te da visionada.»

Verlo de nuevo me llenó de negros presagios.

– Le diré lo que pienso, Julia. Creo que la clave está en esas últimas cuatro palabras. «Se te da visionada.» ¿Le dicen algo? ¿Recuerda si su marido las pronunció antes, tal vez en algún lugar o momento especial que pueda indicarnos dónde escondió su piedra?

– ¿Me lo está preguntando en serio? -dije.

– Desde luego. La estructura de esa frase subraya su última instrucción. Parece decirle que si quiere reunirse con él otra vez hay una ruta, una dirección, que se le da visionada.

– Quizás aluda a mi don.

– Demasiado simple.

– ¿Y si fuera un juego de palabras? Martin es muy aficionado a ellos.

– Podría ser. ¿Le sirven un lápiz y un papel para empezar a jugar con las letras? -dijo, echando mano a su cartera negra y sacando de ella un puñado de folios y un rotulador.

Antes de que pudiera hacerme con ellos, la corriente regresó dando un fugaz respiro a los electrodomésticos del café. La máquina de tabaco de la entrada se prendió. La de moler grano rugió. Y hasta los frigoríficos ronronearon aliviados. Pero fue un espejismo. Al segundo, volvía a esfumarse como si fuera un fantasma asustadizo, sumiéndonos otra vez en las tinieblas.

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